Piensa en el momento que abra la puerta
A 10 meses de haber migrado a Perú, recibió la noticia de que su madre de crianza había fallecido en Caracas. Desde entonces ha estado al pendiente de sus abuelos, a quienes les ha tocado sortear dificultades en medio de una crisis económica cada vez más acentuada. “Crecí siendo nieta de migrantes. Ahora soy una migrante”. Por las noches, Pierina Sora le pide a Dios que pronto pueda reencontrarse con ellos. “Pienso que no queremos más abrazos, más sonrisas y más lágrimas frente a una pantalla”.
–Dios te bendiga, te guarde y te acompañe. Que pases un feliz día, mija.
Mis abuelos, Julio y Encarnación, no comienzan el día sin enviarme una nota de voz para saludarme. Viven en Catia, en el oeste de Caracas, y yo en Lima, Perú. El tiempo, para ellos, parece transcurrir más lento. No pueden salir a hacer compras, tampoco visitar a sus familiares. No tienen auto y, me cuentan, una carrera de taxi puede costarles hasta 15 dólares, un dinero que prefieren destinarlo a la comida.
Mi abuela se levanta muy temprano, hace el desayuno, luego ordena o limpia la casa. Y después hace el almuerzo. Mientras, mi abuelo trabaja. Él no tuvo la oportunidad de estudiar, porque desde que llegó a Venezuela de su España natal, le tocó ayudar a su papá para mantener a la familia. En el camino, se encontró con el oficio de la carpintería, que nunca abandonó. Todavía trabaja todos los días en su taller: siempre busca en la casa algo que esté dañado, o que necesite de una remodelación, y se pone en ello.
–Es la única manera de no estar acostado y de no pensar tanto -me ha dicho.
Lijando, pegando, barnizando. En eso pasa el día. Aunque ya no hace muchas cosas como antes, tanto por el costo de los materiales como por sus 78 años que ya le pasan factura. Construye sillas o se anima a ayudar a los vecinos cada vez que le piden que les haga alguna reparación. Él no es de los que cobra. A veces le pagan con comida o frutas. Y él lo agradece.
Mis abuelos también han encontrado otro hobbie: les encanta la siembra doméstica. En el patio de la casa hay porrones con matas de pimentón, cebollín, ajo y albahaca. A veces me pasan fotos de la cosecha. Por las tardes, hacen una siesta. Luego, toman una taza de café o té con algún vecino o familiar que los visita. Yo me siento tranquila al saberlos bien. Porque no ha sido fácil tenerlos tan lejos. No han sido pocas las angustias que nos han tocado sobrellevar estando tan distantes.
A mi abuela le gusta hablar por notas de voz. Siempre me manda audios contándome cómo está, qué hace.
-Hemos pasado el día bien. Ya comimos. Tu Nonno está viendo televisión y yo limpiando unas cosas en la cocina.
También recibo los stickers amorosos que me envía.
Mi abuela es una mujer de 72 años. Cuando vio que sus vecinos del edificio sabían usar WhatsApp, y que usaban esa aplicación para hablar con sus hijos que viven en el extranjero, me prometió que aprendería a utilizarla para hablar conmigo.
-Tú vas a ver, que voy a aprender rapidito y que voy a reunir dinero para comprarme un celular.
Esa promesa me la hizo un día de 2020. Yo, internamente, prometí que le regalaría ese celular. Pero no se lo dije. Quería que fuese una sorpresa. El 9 de mayo de 2021, el Día de las Madres en Venezuela, recibió un delivery.
–¡Gracias, mi princesa! ¡Qué alegría tan grande! Ahora sí vamos a poder hablar. Ya aprenderé.
Vecinos y familiares la enseñaron, y en pocos meses aprendió.
“Aunque la distancia nos separa, el amor y el corazón en nuestra familia nos une más”, me dijo en la primera nota que me mandó.
Es así que ahora mi abuela me envía stickers, audios, videos. Es así que puedo sentirlos cerca. A ellos, que son lo más valioso que tengo.
Nací en Guatire, una calurosa ciudad del estado Miranda, y a mis 3 meses de edad me llevaron a Catia, en el oeste de Caracas, a la casa de mis tíos, Julio y Encarnación. Él tenía 47 y ella 41. Pronto se convirtieron en mis abuelos: ellos me criaron.
Cuando mi mamá quedó embarazada, mi papá le dijo que tenía una familia que atender. Le tocó el abandono y ser una madre soltera. Cuando dio a luz, mi abuelo materno estaba hospitalizado por diabetes. Para ese entonces mi mamá no tenía empleo y le tocaba cuidarlo. Mi mamá no sabía qué hacer, cuidar de alguien tan pequeño y de una persona que estaba delicada de salud era muy agotador. Frente a las circunstancias, mi abuelo le propuso que me llevara a casa de Encarnación, la hermana de mi abuela materna. Esta familia sirvió de mucho apoyo para mi mamá durante el embarazo, así que mi abuelo sabía que ahí cuidarían muy bien de mí. Y así fue. Mis abuelos tuvieron hijos, pero ninguno de ellos procreó. Así que no tenían nietos. Hasta que llegué y decidieron que yo lo fuera. Soy la única, la Piera, como les gusta decirme. Desde pequeña, a Julio lo llamo Nonno y a Encarnación, tía. Pero a mis conocidos y amigos nunca les he dicho que son mis tíos: siempre los he presentado como mis abuelos. Además que ante la ausencia de mi papá, para mí Julio es una figura masculina importante.
Cuando llegué, estaba Jamilet, la hija de Julio y Encarnación. Ella tenía 16 años. No sabía que a una edad tan corta le tocaría criar a una niña. Pararse a las 2:00am, de madrugada, para darme tetero. Fue ella quien me llevó al colegio y quien me ayudó a hacer las tareas. Todos en casa aportaban un poquito a mi crianza. No éramos una familia tradicional, pero todos me tomaron como suya.
Recuerdo que 2016 fue uno de los años más difíciles. En la casa siempre habíamos tenido un presupuesto justo: nunca fuimos una familia ostentosa que podía costear viajes, salidas para comer afuera, tampoco comprar un carro. Pero eso sí, nunca había faltado la comida. Hasta que la crisis económica comenzó a sentarse en nuestra mesa: en 2016 el dinero no nos alcanzaba para hacer un mercado básico de proteínas, granos, vegetales y productos de aseo personal. Ni siquiera alcanzaba cuando sumábamos mis dos sueldos, el de mi mamá de crianza como maestra de preescolar, y las pensiones de mis abuelos. La inflación desbordada, la escasez y las colas para comprar cualquier cosa eran desgastantes.
Ese año, después de pasar varias horas en una cola bajo un sol desesperante para comprar un paquete de papel higiénico, mi cuerpo se desplomó sobre el asfalto.
–¡Usted no hará más cola, y menos si es para limpiarse el culo! -me dijo mi Nonno, con un tono de autoridad, cuando llegué a casa y les conté a todos lo que me había pasado.
La alimentación en casa no estaba siendo buena. Durante meses sobrevivimos gracias a las sopas de sobre y unos panes pequeños que vendían, a un precio asequible, en una panadería de la zona. Un plato pequeño de sopa y un pan y medio por persona: eso era lo que caía en nuestros estómagos. Sabíamos que con eso nadie quedaba satisfecho, pero al menos teníamos algo para seguir en nuestro día a día.
Desde ese entonces, sentía que era incapaz de ayudar a mi familia, y que el sueldo que estaba ganando se desvanecía con la misma incertidumbre que estaba siendo manejada la crisis en Venezuela. Fue entonces cuando decidí irme de mi país, con dos objetivos: mejorar mi calidad de vida y ayudar a mis seres queridos. A mis 27 años quería crecer, quería entender cómo funciona una sociedad sin necesidad de comprar “por terminal de cédula” o poniendo la huella en una máquina para saber si puedes comprar un determinado producto. Estaba cansada. Quería ver otra realidad. Salir a la calle y no ver cómo familias, con niños y adolescentes, hurgaban la basura para llevarse lo que fuese a la boca.
Me fui de casa, junto a mi pareja, el 22 de enero de 2018.
Cuando migré, mis abuelos estuvieron tristes. Mi Nonno sabía que no nos veríamos en mucho tiempo, pero también sabía que esa era la mejor decisión para mí. Eso me decía. Quizá podía entenderme porque en la familia ya había una historia de migración.
Mi Nonno materno, Antonio Sora, huyó de Italia para residenciarse en Venezuela en 1958, cuando caía la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Entre los 100 barcos canarios irregulares que cruzaron el Atlántico, estaba mi otro abuelo, Julio Ávila, desplazado por la dictadura de Francisco Franco. Tanto Antonio como Julio padecieron la crueldad de las guerras europeas. Julio tenía 9 años cuando pisó el Caribe junto a sus padres. El barco en el que hizo la travesía llegó al Puerto de La Guaira en 1952. Sus recuerdos sobre la huida de su país son difusos.
“El viaje debió durar entre 15 días y un mes; estuve todo el tiempo mareado. Las personas que no tenían familia esperándolas la pasaron bastante mal, tuvieron que dormir dos días en la Plaza Bolívar”, me contó alguna vez.
Crecí siendo nieta de migrantes. Ahora soy una migrante.
Las palabras de mi abuelo ya no me fueron ajenas. Mi viaje a Perú duró 6 días en carretera. En el camino vi a muchos venezolanos pasarla mal, muy mal. No tenían qué comer. Apenas tenían el dinero para sus pasajes. En Lima, mi pareja y yo tuvimos suerte. A los días de haber llegado encontramos empleo, así que podíamos distribuir 150 soles, equivalente a unos 50 dólares, para ayudar a nuestros familiares que se quedaron en Venezuela. El dinero que recibían era un salvavidas en medio de la tormenta. Hasta que la hiperinflación llegó en 2017 y las remesas se volvieron nada. Lo que mandábamos no alcanzaba. Entonces comenzamos a preocuparnos. A la distancia veíamos que el país cada vez era más difícil para nuestra gente. Y vinieron los apagones. Noches y días enteros en los que no había electricidad.
Tal vez por tantas fluctuaciones eléctricas, en octubre de 2019, el motor de la nevera de la casa de mis abuelos dejó de funcionar. Ellos no me dijeron nada para no “preocuparme”. Siempre he dicho que los que están en Venezuela y los que estamos fuera hacemos un silencio tácito: no contamos mucho para evitar mayores angustias.
Un día me enteré de lo que pasaba con la nevera por un familiar que vive cerca de la casa. Yo no tenía un empleo fijo, así que lo que poco que ganaba era para saldar mis cuentas: arriendo, servicios y alimentación. No podía enviar suficiente dinero para la reparación. Y entonces llegó la pandemia, decretaron confinamiento en todas partes y la situación se me hizo aún más cuesta arriba. Por esos días, además, mis abuelos estaban padeciendo la escasez de agua. Un día, los llamé y me dijeron que unos vecinos los ayudaron con agua potable porque ni eso tenían. Escucharlos me hizo sentir mal. Muy mal. Impotente por no poder hacer más.
“Ellos necesitan mantener sus verduras, sus frutas. ¿Cómo van a estar sin nevera? Eso no es vida”, pensaba. Angustiada, acaso para no quedarme de brazos cruzados, comencé a consultar precios: el motor costaba entre 70 y 100 dólares. Era un monto difícil de obtener. Mis abuelos vendieron enseres de la casa “a precio de gallina flaca”, y así comenzaron a reunir de a poquito. Algunos familiares les regalaron comida y dinero: 1, 2, 5 dólares. Cualquier aporte era una bendición.
En julio de 2020, me encargué de conseguir una tienda para comprarlo.
“Son 70 dólares, con un año de garantía”, me dijo la vendedora por WhatsApp.
Mis abuelos habían podido reunir 35 dólares. Yo envié el resto. Mi tío y una prima pudieron ir hasta la tienda a comprarlo. También mandé dinero para que un técnico lo instalara. Después de ocho meses, mis abuelos tendrían otra vez una nevera funcional.
Fue un alivio para mí. Pero aquella no fue, ni de cerca, la peor experiencia que viví desde que los dejé allá. A los 10 meses de haber llegado a Perú, recibí la tristísima noticia de que mi mamá de crianza había fallecido. Todo fue muy rápido. El 21 de noviembre de 2018 ella amaneció con congestión, le costaba respirar y estaba muy débil. Mis abuelos y mi tío llamaron a un familiar que tenía un carro. La llevaron a dos hospitales, en los que no pudieron atenderla. Cuando llegaron al tercero, el Periférico de Catia, ya no tenía signos vitales. El doctor que la atendió dijo que murió por un paro respiratorio. No pudimos saber a ciencia cierta qué fue lo que pasó porque no pudieron hacerle la autopsia. Pero esa es otra historia. Una historia que en algún momento contaré. Me tocó vivir un duelo lejos de casa. Me tocó ir levantándome para darles fuerzas a mis abuelos. Para ellos fue muy duro. Una familia de cinco había quedado reducida a tres.
Ahora a veces mi abuela me dice que aunque ya nada es como antes, siempre estaremos unidos. En una esquina de la sala hay una mesita de madera con mis fotos, y al otro lado de la sala está un pequeño altar con fotos de mi mamá, flores, un vaso de agua y a veces una vela, delante de la cajita que guarda sus cenizas. Ya han pasado casi tres años y no han podido desprenderse de ellas. Pensamos que cuando vaya de visita, juntos podremos hacer un ritual de despedida.
Después de tres años pude conseguir un empleo formal. Pero lo que gano no me alcanza para mantener a mis abuelos. Igual sigo al pendiente de lo más mínimo: después del fallecimiento de mi mamá, asumí ciertas responsabilidades con ellos. Hacer una lista con los productos a comprar, consultar precios, llamar a los proveedores de servicios de mercados a domicilio y estar atenta a que los productos lleguen. Cuando ellos reciben las compras, yo siento una tranquilidad enorme. Sé que Venezuela, al igual que la película No Country for Old Men, no es un país para los viejos. Los que no pueden trabajar y los que no reciben ayuda de familiares en el exterior para comer o cuando surge alguna emergencia, la pasan mal, muy mal. Los 20 dólares que enviaba cada mes en 2018, hoy ya no alcanzan para nada.
Sé que el país de ahora es diferente al que dejé. Las colas en Venezuela se acabaron. Por lo que leo y por lo que me cuentan, los anaqueles de los supermercados y de los bodegones están llenos. Todo importado y con precios en dólares. Mi familia no puede acudir a esos lugares para abastecerse. Cada cierto tiempo, y en fechas especiales, les regalo postres y frutas que ellos no pueden comprar. Es mi manera de consentirlos. En los cumpleaños, mi abuela prepara una torta. Pone fotos en la mesa, celular en mano, para sentirnos cerca por una videollamada. Mi familia y yo sabemos que nos debemos muchos abrazos; hacer catarsis juntos por el duelo que nos embargó. Celebrar por mis logros. Espero que pronto podamos saldar esa deuda.
A inicios de 2022 por fin logré completar 200 dólares y solicité el pasaporte que se me había vencido; también armé un plan de ahorro para ir a Venezuela. Es caro. Los boletos desde Lima cuestan alrededor de 700 dólares. Mi sueldo es de 1.200 soles, que son unos 320 dólares. A veces me desespero porque siento que es muy difícil poder volver a mi país. Pero pienso en el momento en el que abra la puerta y pueda abrazar y mirar a mis abuelos. Pienso que no queremos más abrazos, más sonrisas y más lágrimas frente a una pantalla. Quiero que ellos me reciban con tanto amor como la primera vez que llegué a casa. Que me llenen de cariño. Llenarlos de cariño. Quiero prepararles las recetas que he aprendido de la gastronomía peruana. Quiero tantas cosas a su lado… Creo en el poder de la oración. Cada noche, cuando voy a dormir, le pido a Dios que los proteja y que nos conceda el deseo de reencontrarnos.
*Esta historia fue desarrollada en el taller “Comenzar a contar(Nos)”, impartido por nuestro editor senior Erick Lezama, a través de la plataforma El Aula e-nos, en el 4to año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.