
Entre el año que muere y el que nace: la voz que faltó en el último Comunicado Episcopal
Más que comunicados impecables, Venezuela necesita pastores con valentía evangélica y cercanía humana.
El final de un año nunca es un simple cierre de calendario. Es un umbral. Un espacio donde la memoria se mezcla con la esperanza, donde los pueblos se detienen a mirar lo vivido y a tantear lo que vendrá. En Venezuela, ese umbral tiene un peso particular: el país vive en un estado de despedida continua, como si cada día fuera un adiós que no termina de pronunciarse. Despedida de los hijos que se marchan, de los proyectos que se aplazan, de la estabilidad que se deshace entre los dedos. Por eso, cuando la Conferencia Episcopal Venezolana publicó su mensaje de fin de año, muchos esperaban una palabra que iluminara, que consolara, que nombrara lo que duele. Una palabra que no solo informara, sino que acompañara. Una palabra que no solo describiera, sino que abrazara. Pero esa palabra no llegó.
El comunicado episcopal fue correcto, sí. Ordenado, prudente, medido. Pero careció de alma. No recogió el sentir de la gente ni expresó su angustia. No habló de la precariedad cotidiana, ni de la fractura emocional que deja la migración masiva, ni del peso de vivir en un país donde la incertidumbre se ha vuelto rutina. Fue un texto escrito desde lejos, desde un lugar donde el dolor se observa, pero no se comparte. Y esa distancia se sintió como un silencio que duele. El pueblo venezolano no esperaba un análisis político ni un documento técnico. Esperaba una palabra pastoral. Una palabra que dijera: “Los vemos. Los escuchamos. Estamos con ustedes.” Esperaba que la Iglesia —esa institución que ha acompañado al país en sus noches más oscuras— volviera a ser voz de los que no tienen voz. Esperaba que nombrara lo que tantos callan por miedo. Esperaba que se pusiera, una vez más, del lado del que sufre. Pero el comunicado eligió la neutralidad. Y la neutralidad, en tiempos de sufrimiento, no es prudencia: es omisión.
La realidad venezolana no se comprende únicamente a través de cifras o diagnósticos técnicos. Se comprende en la vida concreta de la gente. En los gestos mínimos que sostienen la existencia. En la creatividad forzada que se vuelve rutina. En la dignidad que se defiende aun cuando todo parece empujar hacia la resignación. La madre que improvisa una comida con lo poco que tiene no está haciendo un acto doméstico: está realizando un acto de resistencia. El abuelo que espera una llamada desde otro país no está simplemente aguardando: está sosteniendo un vínculo que la distancia no ha logrado romper. El joven que sale a la calle con una oración en los labios no está siendo ingenuo: está afirmando que la vida merece ser defendida. El enfermo que busca medicinas imposibles de encontrar no está solo padeciendo: está luchando por su derecho elemental a la salud. La vida cotidiana del venezolano es un territorio donde la fe se mezcla con la supervivencia, donde la esperanza se vuelve una disciplina, donde la dignidad se convierte en un acto diario.
Y en ese mapa de dolores silenciosos, hay un sector que rara vez aparece en los comunicados oficiales: los campesinos venezolanos. Ellos, que desde la madrugada trabajan la tierra con una dignidad que no necesita discursos, viven entre caminos de polvo, cosechas inciertas y precios que no compensan el esfuerzo de sus manos. Muchos han visto cómo sus parcelas se vuelven improductivas por falta de insumos, cómo sus herramientas se oxidan sin posibilidad de reemplazo, cómo sus hijos abandonan el campo porque la vida rural se ha vuelto una batalla desigual. Y sin embargo, siguen sembrando. Siguen creyendo que la tierra puede volver a dar fruto. Siguen defendiendo, con una terquedad que es casi sagrada, la vocación agrícola del país. Ellos también esperaban ser nombrados, porque su sufrimiento es tan real como su esperanza, y porque la Iglesia —si quiere volver a mirar de frente a su pueblo— no puede olvidar a quienes alimentan la nación con el trabajo de sus manos.
Pocas realidades han marcado tanto a Venezuela como la migración masiva. No es solo un fenómeno demográfico: es una herida emocional, espiritual y cultural. Cada familia tiene un ausente. Cada hogar tiene una historia partida. Cada conversación tiene un nombre que falta. La migración no es únicamente un viaje físico: es un desgarro. Es la madre que guarda la habitación del hijo que ya no está. Es el padre que trabaja en otro país para enviar dinero que apenas alcanza. Es la abuela que aprende a usar un teléfono inteligente para ver la cara de sus nietos. Es el joven que se despide sin saber cuándo volverá. El pueblo esperaba que la Conferencia Episcopal nombrara esta herida. Que reconociera la fractura emocional que atraviesa al país. Que dijera algo sobre la soledad de las madres, la angustia de los abuelos, la incertidumbre de los jóvenes. Pero el comunicado pasó de largo, como quien no quiere mirar de frente.
La incertidumbre no es solo un estado mental: es un clima espiritual. En Venezuela, ese clima se respira a diario. No se sabe si mañana habrá servicios básicos, si se podrá trabajar, si se podrá comprar comida, si se podrá volver a casa sin sobresaltos. La incertidumbre desgasta, agota, enferma. Y sin embargo, en medio de esa intemperie, la gente sigue adelante. No por ingenuidad, sino por una mezcla de fe, memoria y terquedad histórica. San Juan Pablo II lo expresó con una claridad que hoy resuena con fuerza: “El hombre no puede renunciar a sí mismo, ni a su dignidad, ni a la libertad que es su patrimonio.” (Redemptor Hominis, 1979). Estas palabras no son un ideal abstracto: son un recordatorio de que la dignidad humana no se negocia, incluso cuando las circunstancias empujan hacia la desesperanza.
La fe del venezolano no ha desaparecido. Se ha transformado. Se ha vuelto más íntima, más doméstica, más silenciosa. No depende de grandes gestos, sino de pequeños actos cotidianos: una vela encendida, una oración compartida, un rosario entre las manos, una súplica murmurada en la cocina. La gente sigue creyendo en Dios, aunque a veces desconfíe de quienes deberían hablar en Su nombre. Y esa tensión —entre la fe viva y la institución cansada— es uno de los signos más profundos de este tiempo. San Juan Pablo II lo dijo con una frase que hoy interpela a toda la Iglesia: “La Iglesia vive de la fe de los fieles.” (Audiencia general, 1983). No es el pueblo quien se aleja de la Iglesia: es la Iglesia quien, a veces, se aleja del pueblo.
La Iglesia venezolana tiene una historia de valentía. Fue voz de los sin voz en momentos críticos. Fue defensora de los derechos humanos. Fue mediadora en conflictos. Fue refugio en tiempos de persecución. Esa Iglesia existe todavía, pero parece adormecida. No ha desaparecido; simplemente ha perdido el pulso del pueblo. San Juan Pablo II lo expresó con una frase que hoy interpela con fuerza: “El hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer.” (Redemptor Hominis, 1979). Ese “hombre” no es una abstracción. Es el venezolano concreto: el que hace colas interminables, el que migra, el que cuida a un enfermo, el que sobrevive con un salario insuficiente, el que reza por un hijo preso, el que espera justicia. Cuando la Iglesia se aleja de ese camino, se aleja de sí misma.
Entre las heridas más profundas del país está la de los presos políticos. No son cifras. No son expedientes. No son casos aislados. Son personas concretas, con nombres, historias, familias y sueños truncados. Su encierro no es solo físico: es simbólico. Es la expresión más cruda de un país donde la disidencia se castiga y la verdad se teme. Muchos de ellos sobreviven en condiciones que hieren la dignidad humana: sin acceso regular a medicinas, sin atención jurídica adecuada, sin visitas constantes, sin la certeza de que el mundo exterior aún recuerda sus nombres. La Iglesia tenía la oportunidad —y la responsabilidad moral— de nombrarlos. De recordarlos. De decir, aunque fuera en una línea: “No los olvidamos.” Pero el comunicado guardó silencio. San Juan Pablo II lo expresó con una fuerza que hoy resuena como un juicio ético: “La dignidad de la persona humana es un valor que no se puede violar ni despreciar.” (Puebla, 1979). Y también afirmó: “El respeto de los derechos humanos es la condición indispensable para la paz.” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1999). Estas palabras no son retórica diplomática. Son un llamado directo a la conciencia. Un recordatorio de que la Iglesia no puede callar ante la injusticia sin traicionarse a sí misma.
El año que comienza es una oportunidad moral. Una invitación a que la Iglesia vuelva a mirar de frente el rostro concreto de su pueblo: la madre que resiste, el joven que sueña, el anciano que espera, el preso político que aguarda justicia, el campesino que siembra contra toda adversidad. Más que comunicados impecables, Venezuela necesita pastores que se dejen interpelar por la realidad; más que prudencia calculada, necesita valentía evangélica. La esperanza sigue viva. No como un optimismo ingenuo, sino como una fuerza silenciosa que atraviesa la historia. Las mujeres de este país lo saben bien: las que sostienen hogares, las que rezan en silencio, las que esperan noticias de un hijo lejos, las que acompañan a un preso político, las que encienden una vela cuando todo parece oscuro. Ellas han sido, y siguen siendo, custodias de la esperanza.
Y a ustedes, pastores de esta tierra, les digo con respeto, con delicadeza y con la firmeza que nace del amor a la verdad: este es el tiempo de volver a las fuentes. Volver al Evangelio sin adornos. Volver al Magisterio auténtico que defendió la dignidad humana sin titubeos. Volver a la cercanía, a la compasión, a la valentía. Volver al Cristo que caminó con los pobres, que consoló a los que lloran, que denunció la injusticia, que abrazó a los olvidados. Volver, simplemente, a ser Iglesia.