Constitución: cien días después de Maduro

Cien días después de Maduro, la transición democrática entra en su fase decisiva. Ya no se trata solo de tomar el poder o ejecutar medidas urgentes, sino de formar un nuevo ethos republicano compartido. Un tiempo en el que la sociedad comienza a percibir que el cambio no es únicamente político, sino también moral, cívico y cultural.

Este artículo cierra una trilogía. Constitución: veinticuatro horas después de Maduro; Constitución: treinta días después de Maduro. Y ahora, Constitución: cien días después de Maduro. Tres momentos distintos de una misma transición democrática, tres tiempos que no se confunden, pero se continúan, tres escalones de una responsabilidad histórica que solo puede entenderse desde la Constitución como marco jurídico, como límite político y como referencia moral para la reconstrucción republicana de Venezuela.

Las primeras veinticuatro horas son el tiempo del anuncio programático. El momento en el que el gobierno de transición presenta su programa con claridad, con autoridad y al amparo de la Constitución vigente. Fija el rumbo, delimita lo posible y lo imposible, establece prioridades y deja claro que no habrá improvisación ni aventuras. Es el instante refundacional del poder democrático. El primer gesto de orden frente al colapso sobrellevado.

Los primeros treinta días son el tiempo de la ejecución, de la toma efectiva del poder, del control territorial, de la recuperación del monopolio legítimo de la fuerza, de la lucha frontal contra el crimen organizado, del inicio del restablecimiento institucional, del anuncio del cronograma electoral para la renovación de los poderes públicos y de la reincorporación de Venezuela a la comunidad de las naciones democráticas. Es el tiempo en el que los hechos sustituyen a las palabras y el Estado comienza a reaparecer como auctoritas y potestas reales.

Los cien días son otra cosa. No son solo gestión ni mera administración de asuntos gubernamentales. Son el momento en el que la democratización adquiere un espesor moral compartido. El tiempo en el que se forma el ethos de la transición. El período en el que la sociedad empieza a percibir que el cambio no es únicamente político, sino también cívico y cultural. Ese ethos puede resumirse en cuatro convicciones básicas, cuatro ideas rectoras, cuatro C que deben ordenar la vida pública en esta etapa decisiva.

La primera C es la certeza. Certeza de gobierno, de mando y de rumbo. Certeza de que el país puede ser gobernado efectivamente, también en materia de seguridad y de economía, sin tutelas del viejo régimen, sin pactos opacos, sin remanentes autocráticos condicionando las decisiones fundamentales del Estado. La certeza es el primer bien público de una transición democrática, porque sin ella no hay confianza, y sin confianza no hay política de futuro posible.

Esa certeza no se proclama, se demuestra, con presencia real del Estado en el territorio, con cuerpos de seguridad que obedecen la ley, con una Fuerza Armada subordinada al poder civil, con instituciones que comienzan a funcionar y con servicios que empiezan a restablecerse. No todo se resuelve en cien días. Nadie lo espera, pero en cien días debe quedar claro que hay gobierno, que el caos no manda, que la violencia no decide y que el país no está abandonado a la inercia ni al miedo.

La segunda C es la Constitución. No solo como marco jurídico, sino como marco moral de la transición. La Constitución de 1999 sigue siendo el pacto vigente de la sociedad venezolana. No me cansaré de repetirlo. Es un texto herido, violado y desnaturalizado, pero todavía capaz de servir como punto de encuentro, como lenguaje común y como límite al poder. En los cien días, la Constitución debe dejar de ser consigna para volver a ser norma viva, debe volver a proteger al ciudadano, a ordenar el ejercicio del poder y a ofrecer reglas compartidas.

Cumplir la Constitución es, en sí mismo, un programa de gobierno. Es reconstruir el Estado sin estridencias, devolver sosiego republicano, sustituir la arbitrariedad por previsibilidad y hacer de la legalidad una experiencia cotidiana. En un país devastado por el abuso del poder, la simple vigencia de la Constitución tiene un efecto profundamente transformador, dentro del país y frente a la comunidad internacional.

La Constitución también habla hacia afuera. Envía un mensaje inequívoco. Venezuela vuelve a ser un Estado de Derecho. Vuelve a honrar sus compromisos. Vuelve a hablar el idioma de la democracia constitucional. Ese mensaje es decisivo para la reinserción internacional, para la recuperación económica y para la reconstrucción de la confianza interna y externa.

La tercera C es el centro. Durante demasiado tiempo, Venezuela ha vivido atrapada en los extremos. Primero en la polarización fundacional del chavismo. Luego en la lógica de imposición del madurismo. Una minoría gobernando contra el resto del país. Los cien días deben marcar el cierre de esa etapa histórica y la apertura de un espacio común más amplio, más incluyente y más democrático.

El centro no es tibieza ni neutralidad vacía. Es amplitud democrática. Es la convicción de que la democracia solo se sostiene si se ensancha el espacio compartido. Ese centro se construye alrededor de la Constitución, no de identidades excluyentes ni de lealtades personales, y permite que convivan tradiciones políticas diversas, que se integren quienes piensan distinto, que participen quienes fueron víctimas y también quienes, sin haber sido verdugos, vivieron bajo el sistema. La exclusión permanente es incompatible con la democracia y el sectarismo es una herencia autoritaria que debe quedar atrás.

La cuarta C es el consenso. Consenso no es unanimidad ni silencio. Tampoco renuncia al disenso. Es acuerdo básico sobre lo fundamental. Es aceptación de que nadie manda solo. Es reconocimiento de que el poder se ejerce con límites y con otros. Agruparse en torno a la Constitución y a la amistad cívica implica el fin de la mandonería, del abuso como método y de la imposición como regla.

El consenso democrático permite fijar prioridades compartidas, seguridad, estabilidad económica, elecciones libres, justicia con debido proceso y una política exterior responsable, dejando para más adelante las disputas accesorias. El consenso no elimina el conflicto, pero lo ordena, lo encauza y lo hace compatible con la libertad.

Finalmente, los cien días cumplen también una función pedagógica. Enseñan que el poder puede ejercerse sin humillar, que la autoridad no necesita gritar, que la ley protege más de lo que castiga y que la política puede volver a ser servicio. Esa pedagogía comienza con el ejemplo, con coherencia y con decisiones visibles.

Este texto cierra una trilogía, como he advertido antes. Pero no cierra una etapa. Es un umbral. Es una afirmación de esperanza y de fe republicanas. Venezuela no volverá a ser la misma, las heridas históricas existen y el daño es profundo, pero seguimos siendo capaces del bien, de la justicia y de la libertad. Después de los cien días sin Maduro comienza la obra más larga: la consolidación democrática, la tarea paciente de hacer perdurar la libertad en el tiempo habiendo aprendido la lección de la autocracia y desarrollando anticuerpos republicanos contra la injusticia. Ese es el compromiso que debe asumir todo el pueblo de Venezuela, y debe ser acompañado por el mundo libre.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.