Sufrir, amar y esperar: el otro balance de Venezuela en 2025

Venezuela en 2025 sufre, ama y espera. No por ingenuidad, sino por dignidad. La mayor reserva de futuro no está en los balances del poder, sino en esa sociedad que, sin aplausos ni titulares, sigue apostando por la vida.

Diciembre convierte al país en un coro de balances. Todos cuentan, todos suman, todos explican. El año se acomoda retrospectivamente según el lugar desde donde se le mire: gobiernos, oposiciones, expertos, analistas, aliados, adversarios. Cada quien encuentra razones para confirmar lo que ya pensaba y argumentos para justificar lo que no logró cambiar. En ese ejercicio colectivo de contabilidad moral y política, Venezuela se fragmenta en relatos que compiten por imponerse como verdad, mientras la experiencia real del año —la que no cabe en informes ni declaraciones— vuelve a quedar en los márgenes.

2025 no fue la excepción. El año estuvo marcado por movimientos militares en el Caribe, disputas en torno a buques petroleros y regímenes de sanciones, así como por una presión internacional convertida en pulso geopolítico. Se habló de soberanía, de amenazas externas, de estabilidad. En otro registro, la oposición venezolana protagonizó un hito simbólico de alcance global con el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado, un reconocimiento que devolvió a Venezuela al centro del debate internacional y reivindicó la lucha democrática frente al autoritarismo. Ese es el balance del poder: ruidoso, visible, permanentemente en disputa.

Pero Venezuela no se agota en ese plano. Existe otro balance, menos estridente y mucho más persistente: el de la vida cotidiana. Aquel que no se pronuncia en cadenas nacionales ni se discute en foros multilaterales, pero que define, día tras día, lo que significa habitar —o añorar— el país.

Mientras los distintos poderes debaten estrategias, la sociedad resuelve lo inmediato. Resolver cómo alimentarse, cómo trasladarse, cómo cuidar a los enfermos, cómo sostener a los hijos, cómo envejecer con dignidad. No existen cifras exactas para medir cuántas personas murieron este año por causas evitables, pero hay hospitales que siguen funcionando gracias a la obstinación de su personal y al auxilio improvisado de las familias. No hay un número definitivo de quienes emigraron en 2025, pero la diáspora continúa creciendo, ya no como estampida, sino como un goteo constante y silencioso.

Ese balance cotidiano también incluye la represión, vivida en clave humana y documentada más allá de los eufemismos oficiales. La violencia estatal no se limita a arrestos: miles de personas han sido detenidas arbitrariamente desde las protestas posteriores a las elecciones, muchas bajo cargos imprecisos como “terrorismo” o “incitación al odio”, en procesos que vulneran el debido proceso y el derecho a la defensa. Más de dos mil personas fueron apresadas por expresar su disenso, incluidos adolescentes y activistas, y cientos permanecen tras las rejas o bajo medidas restrictivas tras supuestas “liberaciones”.

Las desapariciones forzadas —detenciones de las que no se informa a las familias y cuyos destinos se ocultan— se han convertido en un sello siniestro de la persecución. Decenas de casos han sido registrados entre 2024 y 2025: opositores, periodistas, defensores de derechos humanos e incluso extranjeros cuyo paradero se desconoce o se mantiene oculto durante días, semanas o meses.

Centros de detención vinculados a los servicios de inteligencia y seguridad del Estado, como El Helicoide o sectores de cárceles como El Rodeo, han sido señalados reiteradamente por torturas, incomunicación prolongada, celdas de aislamiento, privación de alimentos y tratos degradantes. A ello se suma la opacidad sistemática: la información sobre la salud y las condiciones de los detenidos suele ser negada a sus familiares.

La represión no opera solo con fuerza física. También se ejerce mediante mecanismos de control social. El gobierno ha incorporado funciones en aplicaciones oficiales que permiten reportar a vecinos “sospechosos” de disentir o criticar al régimen, alentando un clima de denuncia vecinal que erosiona la confianza y profundiza el miedo.

No menos grave es la diáspora forzada: personas que cruzan fronteras para proteger su integridad y rehacer su existencia, reorganizando identidades lejos del territorio mientras sostienen redes que los conectan con quienes quedaron atrás. Presos políticos que son padres, hijos, hermanos; perseguidos que aprenden a vivir en la cautela y el silencio; exiliados que sobreviven al desarraigo: todos condensan una represión que no solo hiere cuerpos, sino que desgarra tejidos sociales enteros.

Y, sin embargo, ese mismo balance revela algo que rara vez aparece en los informes: la capacidad de adaptación, la solidaridad mínima, las redes informales que sostienen la vida. Una economía moral de la supervivencia que no figura en estadísticas, pero que mantiene al país respirando.

Incluso el poder simbólico de la oposición —tan necesario como limitado— tropieza con esta realidad. El Nobel de la Paz tiene un peso histórico innegable y un valor moral que no debe subestimarse. Pero la cotidianidad venezolana recuerda, con crudeza, que los símbolos no sustituyen la vida concreta. La esperanza no se decreta: se construye lentamente, en medio de la precariedad, entre avances frágiles y retrocesos inesperados.

Y, aun así, la sociedad venezolana no se ha disuelto. Dentro del país, millones siguen levantándose cada mañana, inventando formas de trabajar, estudiar, cuidar y amar. Fuera de él, la diáspora no ha roto el vínculo: envía remesas, preserva tradiciones, permanece atenta a lo que ocurre. Existe una continuidad emocional que desafía la fragmentación territorial.

Aquí es donde el balance cambia de tono. Porque, a pesar de la pesadilla prolongada, Venezuela no es solo un país herido: es una sociedad que ha aprendido a resistir sin heroísmos grandilocuentes. Resiste en lo pequeño, en lo cotidiano, en aquello que no hace ruido. Espera sin garantías, pero sin rendirse del todo. Vive, incluso cuando vivir parece una tarea desmesurada.

Como escribió don Rómulo Gallegos, el venezolano “sufre, ama y espera”. En 2025, esa frase no funciona como consigna ni como lugar común, sino como retrato preciso del alma colectiva. Se sufre por lo que falta y por quienes ya no están; se ama a pesar de la distancia, del cansancio y del miedo; se espera no desde la ingenuidad, sino desde una dignidad obstinada que se niega a desaparecer. Esperar, en este país, no es quedarse inmóvil: es resistir sin perder del todo la fe en la vida.

El desafío que asoma al próximo año no se limita a la arena política ni a los tableros geopolíticos donde se miden fuerzas ajenas a la gente común. Es, ante todo, un desafío ético y social: que todos los poderes —sin excepción— aprendan a mirar esa cotidianidad que los sostiene y, al mismo tiempo, los contradice. Que Venezuela deje de pensarse únicamente desde las alturas del mando y comience a reconocerse desde abajo, desde esa multitud silenciosa que, contra toda lógica y sin promesas, sigue levantándose cada día para apostar por la vida.

Si existe una reserva de futuro en Venezuela, no está en los balances del poder. Está en esa sociedad que, sin aplausos ni titulares, continúa intentando vivir, reconstruirse y esperar. Y esa, quizá, sea la forma más silenciosa —y más firme— de esperanza.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.