
Thor Leonardo Halvorssen Mendoza
“Noruega, por fin, se puso del lado correcto”
Desde el costo humano de la clandestinidad hasta el cambio profundo en la postura de Noruega, Halvorssen analiza el fin del espacio gris, la necesidad de claridad frente a la dictadura y la importancia de no repetir la lógica de división que el régimen ha usado durante años. Una conversación imprescindible sobre derechos humanos, pedagogía democrática y responsabilidad internacional.
Thor Leonardo Halvorssen Mendoza (Caracas, 1976) es un venezolano que vive entre Noruega y Nueva York. Defensor de los derechos humanos (DDHH) y productor de cine, es reconocido como fundador y director ejecutivo de la Human Rights Foundation (HRF) y fundador del aclamado Oslo Freedom Forum.
Su activismo por los DDHH comenzó a temprana edad en Londres, donde realizó importantes aportes a la oposición al apartheid sudafricano en 1989. Su compromiso se intensificó tras el encarcelamiento de su padre como preso político en Venezuela y luego de que su madre fuera herida de bala durante una protesta política en 2004, hechos que marcaron definitivamente su dedicación a la causa.
Halvorssen se graduó con honores en la Universidad de Pensilvania. Fue director ejecutivo fundador de la Fundación para los Derechos Individuales en la Educación (FIRE, por sus siglas en inglés).
En 2005 fundó la Human Rights Foundation, organización sin fines de lucro dedicada a promover y proteger la libertad en países no democráticos. Tres años más tarde creó el Oslo Freedom Forum, descrito por The Economist como un “festival espectacular de derechos humanos” y como el equivalente, en DDHH, del Foro Económico Mundial de Davos.
Además de su trabajo en HRF, Halvorssen es un productor de cine reconocido, con varias películas premiadas centradas en la libertad y los derechos humanos, incluyendo documentales como The Singing Revolution y Freedom’s Fury. Sus opiniones y análisis sobre política internacional han aparecido en publicaciones líderes como The New York Times, The Wall Street Journal y Foreign Policy.
—Sí, vine al mundo en Caracas, pero puede decirse que nací noruego y venezolano —explica—. Y pocas veces he sentido tanto orgullo de Noruega como ahora, cuando este premio le dio a Venezuela una voz mundial, cuando María Corina Machado dejó de ser “regional” para convertirse en una figura universal, y cuando la causa venezolana se volvió, ante los ojos del planeta, una pregunta sin escapatoria moral.
El pistoletazo que marcó la partida
—Al comienzo de todo —dice para explicar cómo escogió su vocación y se entregó a ella con semejante compromiso— hay una fecha que me partió la vida y me la volvió brújula: el 15 de agosto de 2004, cuando mi madre fue víctima de una herida de bala en la Plaza Altamira, al este de Caracas. Aquel disparo fue una advertencia contra la Venezuela civil que quería hablar sin permiso. Y, a mi juicio, en esos años iniciales la tragedia venezolana no encontró en Human Rights Watch ni en Amnistía Internacional la urgencia proporcional que exigía. Desde mi perspectiva, estas organizaciones no asumieron Venezuela con seriedad sino hacia 2008.
«Ante ese vacío, y con la certeza de que el autoritarismo se combate también con ideas, redes y exposición internacional, decidí fundar la Human Rights Foundation en Nueva York, junto a Václav Havel, Elie Wiesel, Armando Valladares, Ramón J. Velásquez y otros gigantes de la defensa de los DDHH, para que nunca más un régimen pudiera disparar, encarcelar o desterrar y, además, imponer silencio. Y lo digo con voz venezolana, casi de Andrés Eloy: “cuando a una madre la hiere el plomo”, el hijo aprende que la libertad no es un discurso, es una deuda que se paga de pie».
—¿Cuál diría usted que será el impacto, a mediano plazo, de lo ocurrido en Oslo en los días aledaños al 10 de diciembre de 2025, cuando le fue entregado el Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado?
—Lo que pasó en Oslo no fue “un acto”, sino un giro de época. El Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado sacó la causa venezolana del mapa regional —donde el chavismo siempre intentó encerrarla— y la colocó en el tablero moral del mundo. Eso, a mediano plazo, cambia incentivos, vocabularios y costos.
En octubre, cuando el Comité anunció el premio, la formulación fue inequívoca: se premia una lucha democrática y pacífica contra una dictadura. En diciembre, la escena se completó, puesto que el Nobel no fue solo un titular, sino una ceremonia de Estado, con protocolo, con símbolos nacionales noruegos y con la lectura pública de una narrativa que el régimen ya no puede desactivar con propaganda.
A mediano plazo, el efecto más importante es que se acabó la comodidad del espacio gris. El Nobel fuerza una lectura binaria y adulta: o se está con la soberanía del voto y la dignidad humana, o se está con el aparato que secuestra, tortura, censura y falsifica elecciones.
—Eso no resuelve la crisis venezolana.
—Pero reconfigura el terreno donde se pelea. Y aquí entra la metáfora —que no es solo metáfora— del cambio tectónico en Noruega. Durante años, en un país orgulloso de su pacifismo y de su rol de mediador, hubo una inclinación a confundir diálogo con virtud y antiimperialismo con justicia. Esa placa cultural sostuvo indulgencias y cegueras.
Pero, como en geología, las placas no cambian en un día: se desplazan por presión acumulada. Y esa presión ha sido, en buena medida, el resultado de 18 años de presentar testimonios, nombres, rostros y evidencia ante la conciencia noruega, sin pedir permiso a los dogmas. Desde 2008, el Oslo Freedom Forum ha sido una pedagogía pública contra el encanto de los tiranos; y su 17ª edición, en 2025, confirma una trayectoria.
Lo que vi en Oslo fue la culminación de una educación moral. Noruega, por fin, se miró al espejo y eligió el lado correcto.
—¿Hubo eventos en esas horas que la opinión pública ignora?
—La opinión pública vio el resultado: el premio, el discurso, las fotos. Pero no el costo humano de llegar a ese instante.
Primero, el componente físico y psicológico: la travesía bajo amenaza. Durante meses, María Corina vivió en clandestinidad. Su propia conferencia Nobel habla de 16 meses construyendo redes y presión cívica desde la sombra, con el peso real de una cacería. Y, a propósito de la ceremonia, el país entero respiraba con una pregunta cruel: ¿podrá salir?, ¿podrá estar?, ¿se atreverá el régimen a capturarla o a cobrar venganza? Esa tensión fue parte del acto, aunque no estuviera en el programa.
Segundo, la promesa implícita —y profundamente venezolana— de no mudarse al aplauso. El Nobel, en nuestro imaginario, no es una medalla para vitrina: es una bandera para llevar de vuelta. Por eso, que la conferencia Nobel fuera pronunciada por Ana Corina Sosa Machado, en nombre de su madre, tuvo una dimensión íntima y poderosa. Una hija devolviendo al mundo, con voz serena, la historia de un país que no se resigna. Una hija separada de su madre, como millones de venezolanos.
Y tercero, la alegría clandestina: el baile dentro de las casas, la sonrisa que no se publica, el abrazo que se da bajito porque afuera manda el miedo, y el júbilo público que solo se vivió en Venezuela durante la misa católica. Ese Nobel fue una victoria compartida, una pausa necesaria para un pueblo agotado. Un descanso breve, pero legítimo. Aunque sea en silencio, nadie nos quita lo bailado.
—¿Cuál es su percepción de las figuras políticas venezolanas presentes en Oslo?
—Mi percepción es simple, aunque exige matices. En Oslo hubo una constelación imperfecta —como toda confluencia humana—, pero no una cofradía de traidores.
Había personas que sufrieron cárcel, exilio y persecución; gente que perdió medios, familias, patrimonio y salud; gente que tomó decisiones a destiempo o con información incompleta; figuras más populares y menos populares. Pero todos, cada uno a su manera, aportaron algo al acumulado moral y político que hoy permite que Venezuela sea vista en el mundo como lo que es: una nación secuestrada por una élite armada.
No vi infiltrados del régimen ni “coleados”. Vi venezolanos haciendo lo que pudieron cuando pudieron, pagando costos reales. La dictadura ha vivido de dividir; nosotros no podemos regalarle, ni siquiera en Oslo, esa misma lógica.
—¿Cómo definiría usted la relación entre Noruega y Venezuela y qué cree que cabe esperar a futuro?
—Noruega ha sido, para bien y para mal, un actor que mezcla prestigio moral con oficio de mediación. Su rol en procesos como Barbados (2023) la coloca inevitablemente en la historia reciente venezolana. Pero la mediación, cuando se ejerce sin una brújula ética clara, corre el riesgo de convertirse en coartada: permitir que el régimen gane tiempo, divida a la oposición y lave su imagen.
Por eso el Nobel es tan significativo: porque lo otorga Noruega como país. No una ONG, no un grupo aislado. Aquí cobra especial relevancia Jørgen Watne Frydnes. Ver a un presidente del Comité —identificado con la izquierda noruega y sobreviviente del peor ataque terrorista en la historia del país— leer la decisión en octubre y luego, en la ceremonia, presentar a Ana Corina Sosa Machado como portadora de la conferencia Nobel fue un acto de reordenamiento del lenguaje político noruego.
La izquierda institucional dijo en voz alta que Venezuela no es un debate académico, sino una urgencia humana. Y no es casual que el Comité haya cambiado: hay nuevos miembros y una nueva configuración, más cercana al lenguaje de los DDHH que al cálculo geopolítico.
¿Qué cabe esperar? Si existe una “alianza”, será con condiciones: que Noruega use su capital diplomático para proteger víctimas y exigir verdad electoral; que su mediación no vuelva a premiar al verdugo con impunidad; y que el país —gobierno, parlamento y sociedad civil— entienda que apoyar la democracia venezolana no es “tomar partido”, sino ponerse del lado de la norma.
En mi experiencia —y lo digo con la franqueza que exige el momento—, los partidos Høyre, Venstre y FrP han sido más claros, mientras el Partido Laborista arrastró ambigüedades, y SV y Rødt coquetearon desde el comienzo con el mito chavista. Pero el Partido Laborista ya se alineó. Eso también es parte del trabajo futuro: seguir educando, sin humillar, pero sin mentir.
Noruega estuvo mucho tiempo del lado equivocado. Ahora está del correcto. Y es vital que no retroceda. En esto estamos.