
Constitución: treinta días después de Maduro
Los primeros treinta días después de la salida de Maduro son el momento más delicado y decisivo de la transición democrática venezolana. No es aún la normalidad democrática, sino la construcción de un orden constitucional transitorio que transforme la legitimidad recuperada en capacidad real de gobernar.
Treinta días después de la salida de Maduro, la Constitución de 1999 seguirá siendo el marco ineludible y el fundamento moral de la democratización venezolana. No porque haya sido respetada por el régimen que la invocó mientras la vaciaba de contenido, ni porque carezca de defectos estructurales, sino porque en ella descansa la única continuidad legítima del Estado. La transición democrática no puede comenzar negando el orden constitucional o soñando con otro, sino restituyéndolo allí donde fue deformado y violentado. En las primeras veinticuatro horas de la caída del régimen se restablece la legalidad mínima; en los primeros treinta días se la convierte en poder operativo. Ese es el umbral decisivo: pasar del anuncio político por parte de un nuevo gobierno a la institucionalización del cambio en el Estado y en la sociedad.
Los primeros treinta días son, por tanto, los días de la implementación práctica de la democratización que he enunciado en mi artículo anterior titulado Constitución: veinticuatro horas después de Maduro. Es el tiempo en que la autoridad de transición deja de ser meramente declarativa y se transforma en capacidad efectiva de ordenar, decidir y ejecutar, siempre bajo límites constitucionales. No se trata todavía de normalidad democrática, sino de un orden constitucional transitorio, consciente de su carácter excepcional, pero orientado a producir resultados visibles que anclen la esperanza ciudadana en hechos y no en promesas.
En materia electoral, la prioridad es inequívoca. Debe designarse de inmediato un Consejo Nacional Electoral provisional, conforme a la Constitución, integrado por personalidades de reconocida solvencia técnica y moral, cuya misión no sea administrar ventajas políticas, sino restablecer la credibilidad del voto. Ese CNE debe invitar cuanto antes misiones de observación electoral de la Unión Europea, de las Naciones Unidas y de la Organización de Estados Americanos, como garantía estructural de transparencia y confianza. Al mismo tiempo, debe procederse al restablecimiento pleno de los derechos políticos: levantamiento de las inhabilitaciones administrativas, restitución de la personalidad jurídica de las organizaciones con fines políticos y devolución del uso legítimo de sus símbolos, colores y denominaciones. Sin pluralismo real no hay elecciones auténticas, y sin elecciones auténticas no hay democratización posible.
El cronograma electoral debe ser claro, gradual y realista. Las elecciones a la Asamblea Nacional deberían realizarse tres meses después del establecimiento del gobierno de transición. No se trata de una obsesión procedimental ni de un fetichismo institucional, sino de una necesidad política y constitucional. El país necesita un Parlamento re-legitimado que soporte el proceso de democratización, represente la nueva composición política de la sociedad venezolana, renueve los poderes públicos y cree el marco legislativo indispensable para la transformación democrática y económica de la nación. Sin un Poder Legislativo legítimo, la transición queda atrapada entre el decisionismo y la parálisis.
Asimismo, debe anunciarse desde el inicio un cronograma de elecciones de gobernadores y alcaldes para realizarse en un plazo aproximado de seis meses. La democratización no puede permanecer concentrada en el nivel central del poder. Venezuela es un Estado federal en la Constitución, aunque haya sido asfixiado por el centralismo autoritario. Democratizar los espacios territoriales es acercar la democracia a la vida cotidiana de los venezolanos, reconstruir liderazgos locales y desmontar, desde abajo, las redes de control político y criminal que el régimen implantó en estados y municipios.
Las elecciones presidenciales, en cambio, deben ser evaluadas con prudencia y sentido de Estado. No por temor al voto, sino por respeto a la estabilidad democrática y a la necesidad de reconstruir previamente las condiciones institucionales mínimas de competencia, seguridad y confianza. Su oportunidad dependerá del tipo de liberación democrática que los venezolanos hayan alcanzado al derrotar a Maduro y al régimen. Con todo, la transición debe apuntar desde el inicio a la realización de elecciones presidenciales en un margen razonable de entre dieciocho y veinticuatro meses después de la caída de Maduro. Ese horizonte temporal no busca dilatar indefinidamente la decisión popular, sino permitir la re-legitimación de los poderes públicos, la reconstrucción del sistema de partidos, la democratización territorial y la creación de garantías electorales efectivas. Forzar una elección presidencial prematura, sin estas bases, podría convertir el acto electoral en una nueva fuente de inestabilidad; postergarla sin horizonte cierto, en una tentación autoritaria o sectaria. La Constitución ofrece márgenes para este equilibrio; la política exige responsabilidad histórica.
En paralelo, debe crearse una comisión de intervención y gobierno provisional del sistema de justicia, conforme a la Constitución. El sistema judicial venezolano no es simplemente ineficiente o disfuncional: ha sido instrumentalizado como brazo represivo del poder y como mecanismo de protección de redes criminales. La transición no puede tolerar ni la impunidad estructural ni la venganza disfrazada de justicia. Esta comisión debe garantizar el funcionamiento mínimo de los tribunales, iniciar un proceso serio de depuración institucional, proteger la independencia judicial y sentar las bases de una justicia transicional compatible con el Estado de Derecho.
La Fuerza Armada Nacional ocupa un lugar central en estos primeros treinta días. Debe ejecutarse un plan soberanía que implique la expulsión efectiva de los personeros de las dictaduras del mundo que han colonizado espacios estratégicos de seguridad e inteligencia en Venezuela, así como la persecución firme del crimen organizado, especialmente del narcotráfico. No hay transición posible con territorios capturados por economías criminales. Al mismo tiempo, debe crearse una comisión de Estado para la reforma democrática de la Fuerza Armada Nacional, orientada a su profesionalización, subordinación al poder civil y despolitización. No se trata de humillar a la institución, sino de rescatarla para la República y devolverle su función constitucional.
El saneamiento económico de la nación es otro eje ineludible de los primeros treinta días. En esta materia no es momento de aproximaciones ideológicas ni de ensayos doctrinarios, sino de asumir con seriedad el marco amplio y flexible de la Constitución económica del texto de 1999. La transición debe partir de ese consenso constitucional para garantizar estabilidad, previsibilidad y confianza. En las primeras de cambio, la política económica debe ser —como diría Konrad Adenauer— sin experimentos, orientada a atender con urgencia problemas estructurales largamente acumulados: la pobreza y la desigualdad extendidas, la precariedad del sistema monetario, el irrespeto sistemático a la propiedad privada y el aniquilamiento de la inversión privada nacional e internacional. En materia petrolera, es indispensable recuperar la gobernanza de la industria, transparentar su gestión y reinsertar a Venezuela en los mercados energéticos internacionales bajo reglas claras y estables. De igual modo, debe iniciarse un proceso riguroso de conocimiento, auditoría y ordenamiento de las deudas internas y externas del país. No se puede reconstruir una economía sobre la opacidad financiera ni sobre compromisos asumidos al margen del interés nacional.
La democratización también exige liberar la palabra. Debe ponerse en marcha de inmediato un plan de liberación de los medios de comunicación y de desmontaje de la censura estatal. Esto implica devolver concesiones arbitrariamente retiradas, cesar la persecución administrativa y judicial contra periodistas y garantizar el libre flujo de información. Una sociedad que no puede hablar no puede deliberar; y sin deliberación pública no hay democracia posible.
Todo lo anterior, sin embargo, descansa en una verdad tan simple como exigente: nada de esto ocurrirá sin voluntad política y sin consensos. La Constitución no se ejecuta sola. Requiere acuerdos explícitos, normas claras y pactos que resguarden esos acuerdos frente a la tentación del abuso, la revancha o la improvisación. Los primeros treinta días después de Maduro no son solo un calendario de decisiones técnicas; son una prueba moral y política. O se construye un orden constitucional compartido, o se desperdicia una oportunidad histórica. La Constitución de 1999, restituida en su sentido democrático, es el punto de partida. El resto dependerá de la responsabilidad de quienes ejerzan el poder transitorio y del compromiso de una sociedad decidida, por fin, a no volver atrás.