
Ni propuestas ni proyectos: Chile eligió contra sus miedos
La elección estuvo marcada por el rechazo a los extremos, más que por la adhesión a propuestas concretas. La victoria de José Antonio Kast fue contundente, pero sin mayorías en el Congreso, lo que obliga a acuerdos y modera el ejercicio del poder. En un contexto regional de polarización creciente, la institucionalidad chilena vuelve a demostrar que la democracia no es solo votar, sino también gobernar con límites, negociación y respeto entre poderes.
La campaña presidencial chilena comenzó con dos candidaturas punteras que parecían tensionar —cuando no directamente desfigurar— los márgenes de la democracia liberal. Por un lado, una candidata de izquierda que inició la carrera sin pudor con su famosa frase: “Cuba es una democracia distinta”; por el otro, un candidato “derechamente de derecha” que no solo evita llamar dictadura a la dictadura de Pinochet, refiriéndose a ella como un gobierno militar, sino que llegó incluso a insinuar el indulto a perpetradores de tortura como Miguel Krassnoff.
Quizás estas características no suenen particularmente democráticas, pero ese fue el punto de partida de la “fiesta democrática” más esperada de los últimos cuatro años.
Con este escenario, el verdadero protagonista de la elección no fue ningún programa de gobierno, ni siquiera los candidatos en sí mismos: fue el miedo. Miedo al comunismo, a la estatización, a la pérdida de libertades económicas; y, en el extremo opuesto, miedo a reabrir una herida aún viva en el inconsciente colectivo, aquella que evoca una dictadura férrea, violaciones sistemáticas a los derechos humanos y un Estado que aplasta al disidente.
En consecuencia, el electorado chileno no votó a favor de un proyecto de país: votó en contra de aquello que más temía. No eligió propuestas; eligió barreras de contención.
Los resultados oficiales dejaron una victoria categórica de José Antonio Kast, con poco más del 58 % de los votos, frente al 41,8 % de Jeannette Jara, marcando uno de los giros más pronunciados hacia la derecha en la política chilena desde el retorno a la democracia.
Gracias a Dios por la democracia… y el Congreso
Si algo salvó a Chile de lo que podría haber sido una campaña que rozó el delirio ideológico fue la propia institucionalidad, en especial el rol moderador del Congreso. A pesar de la ola electoral que favoreció a Kast, su coalición no obtuvo mayoría absoluta en ninguna de las cámaras, lo que implica que su proyecto de gobierno no puede avanzar sin acuerdos legislativos —y sin concesiones— con otros sectores.
Paradójicamente, quien en campaña pareció desconfiar de los mecanismos de debate institucional —incluso deslizando que “el Congreso no es tan relevante” para gobernar— terminó necesitando más que nunca al mismo Congreso para transformar sus promesas en políticas públicas. Esa tensión entre el discurso de fuerza y la realidad constitucional es una de las lecciones más claras del ciclo político chileno reciente.
De hecho, quizás el giro más llamativo vino después de la elección: en su primer discurso tras el triunfo, Kast moderó expectativas, llamó a trabajar con todos los sectores e incluso agradeció a la población migrante por su contribución, especialmente en áreas como la salud. Esto contrasta de forma directa con propuestas de campaña que rozaron la violación de tratados internacionales, al plantear medidas expulsivas incluso para migrantes con hijos chilenos, un punto que había generado fuertes críticas por poner en riesgo derechos fundamentales, incluso entre algunos de sus seguidores.
Ese cambio retórico no es solo estética política: es una señal pragmática de que gobernar en democracia —y en un país institucionalmente exigente como Chile— requiere al menos un mínimo de consensos que el discurso polarizante de las campañas rara vez logra.
Sobre todo porque el verdadero desafío para el próximo gobierno no estará en los discursos, sino en las matemáticas de la realidad: cómo cumplir promesas de recortes de gasto público sin tocar pilares del Estado de bienestar como las pensiones, la educación o la salud. Esa ecuación no se resuelve con slogans; se resuelve con negociación y acuerdos, especialmente cuando el Congreso no está alineado automáticamente con el Ejecutivo.
Si no existe un puente entre la urgencia fiscal y la preservación de los derechos sociales, el riesgo es profundizar una fractura social que ya fue visible durante la campaña.
El espejo regional
Lo que sucedió en Chile no ocurre en el vacío. La victoria de Kast se inscribe dentro de un patrón más amplio en el espectro geopolítico, pero sobre todo regional, donde varios países han visto el ascenso de discursos conservadores o extremos, impulsados por preocupaciones reales como la inseguridad, la migración y la insatisfacción económica. Esto no significa que todos los países se alineen en la misma dirección, pero sí que existe una corriente de reconfiguración ideológica que está obligando a las democracias de la región a repensar sus acuerdos mínimos de convivencia política.
Porque estos procesos muestran que la democracia no es solo votar, sino también convivir con las tensiones que ese voto refleja. Chile enfrentó una campaña marcada por discursos extremos y ahora, gracias a su institucionalidad, tendrá que transitar hacia una práctica de gobernabilidad basada en acuerdos, negociación y respeto mutuo entre poderes.
Si esa concordancia se logra, el país podrá convertirse en un ejemplo de cómo una democracia puede salir de un auge polarizante y entrar en un ciclo de gobernanza estable. Si no, se arriesga a que la crispación social y política —alimentada tanto desde la izquierda como desde la derecha durante la campaña— resurja y complique aún más la ya delicada situación del Estado social chileno.
La polarización puede ganar batallas, pero solo el acuerdo gana la paz institucional.