
Comprender el desarrollo: una caja de herramientas
Este ensayo propone una “caja de herramientas” para entender el desarrollo como un proceso complejo, donde confluyen instituciones, productividad, conocimiento y responsabilidad política.
Apertura
Vivir en paz, con dignidad y prosperidad, es el anhelo compartido por la mayoría de los pueblos. A lo largo de la historia, algunos jamás han rozado ese ideal; otros han avanzado en algún grado hacia él, y unos pocos lo han alcanzado, aunque parcialmente y sin lograr consolidarlo por completo. Hoy, en un mundo convulsionado y en transformación, muchos sienten que sus aspiraciones y logros están en riesgo.
El pueblo venezolano fue, en su momento, un caso prometedor: una nación que, entre avances y retrocesos, había progresado hacia ese destino. Sin embargo, en un punto crítico de nuestro devenir histórico, se volvieron imprescindibles algunos cambios profundos que nunca llegamos a acordar; por el contrario, en un trágico extravío, abrimos las puertas para que una minoría depredadora y primitiva se adueñara del poder del Estado, arrebatándonos la paz y desviándonos del camino hacia el desarrollo. A pesar de ello, no nos hemos resignado: con la dignidad intacta y la esperanza que nadie puede arrebatarnos, llevamos años empeñados en recuperar la senda hacia un futuro mejor.
La concesión del Premio Nobel de la Paz a la indoblegable María Corina constituye un símbolo poderoso de la lucha universal por la dignidad, la libertad y la democracia: valores esenciales para construir una paz duradera. El porvenir al que aspiramos no se limita, sin embargo, a la paz, y exige también asumir con determinación nuestro camino hacia el desarrollo. No parece casual que el Premio Nobel de Economía de este año haya sido otorgado a investigadores que estudian precisamente ese fenómeno. Y aunque el análisis profundo corresponda a los especialistas, un conjunto básico de ideas al respecto debe ser comprendido por muchos ciudadanos, porque el desarrollo, al igual que la paz, es un proyecto colectivo.
Un enfoque analítico
El propósito de este ensayo es ofrecer una “caja de herramientas” que contribuya a la comprensión de los factores clave del desarrollo y del no desarrollo. Para ello, luego de algunas consideraciones generales, presento tres modelos teóricos —centrados respectivamente en la función empresarial, la heterogeneidad estructural y la captura de renta— que ayudan a interpretar las dinámicas que favorecen o limitan el desarrollo. No busco proponer una teoría unificada, sino compartir un conjunto de lentes analíticas que inviten a pensar el desarrollo como un proceso complejo y contextual. Confío en que el enfoque pedagógico que he adoptado resulte útil para quienes se acercan a estos temas con interés, aunque sin formación especializada.
El desarrollo, tal como lo entiendo aquí, consiste en el libre despliegue de las capacidades —existentes y emergentes— de personas y organizaciones para generar, de manera sostenida, una creciente cantidad y diversidad de bienes y servicios con alto valor agregado económico y social. Este proceso conlleva una transformación estructural de la economía, que se vuelve cada vez más compleja y sofisticada. Hablamos, pues, del desarrollo como crecimiento y como transformación, o, en un solo término, como crecimiento transformador. En ese entorno de productividad ampliada, todos los factores que intervienen en la producción podrían, en principio, recibir ingresos más elevados, lo que podría traducirse en una mejora sostenida del nivel de vida de los ciudadanos.
He optado por hablar aquí de desarrollo a secas, sin adjetivos como inclusivo, humano o sustentable. No porque carezcan de relevancia —todo lo contrario—, sino porque decidí delimitar el foco analítico en la transformación productiva y sus dimensiones económicas, institucionales y políticas. Aunque esta aproximación privilegia ciertos ámbitos de la dinámica social, no excluye otras esferas —como las sociales, culturales y ambientales— que también inciden en la productividad, en tanto configuran los marcos morales, naturales o simbólicos que la sustentan. En esas esferas se inscriben factores como la empatía hacia quienes padecen privaciones, las prácticas de convivencia democrática, la conciencia ambiental y el capital social, todos ellos susceptibles de ser fortalecidos o erosionados según el tipo de desarrollo que se promueva. Enfatizo, pues, que empleo una noción abierta de desarrollo, capaz de articularse con otras perspectivas que amplíen su alcance y profundidad, hasta permitirnos hablar propiamente de desarrollo sostenible.
Como sugiere la metáfora del título, comprender el desarrollo de un país implica utilizar una caja de herramientas conceptuales: un conjunto diverso de instrumentos que no ofrecen soluciones automáticas, pero sí posibilidades de análisis, diseño e intervención. Cada contexto nacional exige una combinación específica: no hay fórmulas universales ni recetas infalibles, y siempre habrá espacio para lo inesperado y lo innovador. Aunque muchas de las ideas necesarias para pensar el desarrollo están disponibles —como herramientas en una caja— su aplicación exige sensibilidad, criterio y adaptación a la realidad concreta. El desarrollo constituye, pues, una dinámica compleja: en parte espontánea, en parte estrategia deliberada, donde empresas, gobiernos, sectores académicos, redes científicas y organizaciones civiles, entre otros, seleccionan, ajustan y reinventan sus prácticas en función de los desafíos que enfrentan.
Sobre modelos de alcance medio
Los modelos —o, más precisamente, los esbozos de modelo— que presentaré pueden entenderse como de “alcance medio”, en tanto buscan sistematizar ciertos mecanismos explicativos sin pretender ofrecer una teoría total del desarrollo, tarea más propia de las grandes doctrinas o corrientes de pensamiento. Cada uno de estos tres modelos propone, como podrá apreciarse, un núcleo básico de conceptos: i) competencia, empresarialidad y productividad; ii) conocimiento, tecnología y heterogeneidad; iii) intervencionismo, captura de renta y acción colectiva. Aunque forman parte de un repertorio más amplio, considero que estos modelos son indispensables para comprender las dinámicas esenciales del desarrollo y del no desarrollo.
En mi análisis, integro elementos provenientes de diversas tradiciones del pensamiento económico —como la escuela austríaca, la perspectiva neoclásica, el neoinstitucionalismo, el neoestructuralismo latinoamericano y, sobre todo, el ordoliberalismo—. Pese a sus diferencias, algunas de estas corrientes no están tan alejadas entre sí como suelen sostener sus intérpretes más ortodoxos. Esto se evidencia al considerar que varias podrían compartir, en buena medida, tanto un conjunto de valores políticos como un núcleo teórico común. Entre esos valores figuran la libertad, la dignidad, la solidaridad y la justicia, aunque sus definiciones —diversas y disputadas— deban ser debatidas para alcanzar un acuerdo ético que considero posible. En cuanto al núcleo teórico, incluiría, entre otras ideas básicas, la concepción del individuo como sujeto intencional y creativo, que actúa según valoraciones subjetivas, con información limitada y en contextos de incertidumbre, y que posee la capacidad de descubrir, aprender, adaptarse y corregir sus decisiones en función de la experiencia y del entorno institucional. Esta concepción subyace en los tres modelos que presentaré, aunque de forma más nítida en el primero de ellos.
Mi orientación teórica no se limita, por tanto, a una combinación ecléctica de modelos. Antes bien, podría cristalizar en la formulación de un programa de investigación que podría denominarse “liberalismo estructuralista”, “liberalismo contextual” o alguna variante afín. Este enfoque buscaría vincular, entre otros aspectos, la sensibilidad institucional del pensamiento liberal con la atención a las estructuras históricas, característica de ciertas corrientes teóricas latinoamericanas. Sobre esta articulación —y sus implicaciones epistemológicas y normativas— queda, sin duda, mucho más por desarrollar en otra ocasión.
Conviene subrayar, en todo caso, que el estudio de realidades económicas concretas exige una integración rigurosa entre teoría y contexto. En el campo de las ciencias sociales, tanto la explicación como la transformación de los fenómenos están inevitablemente situadas en el tiempo: no es posible comprender ni modificar lo social al margen de los procesos que lo han configurado. Esto no implica que cualquier explicación ad hoc —formulada exclusivamente para un caso puntual— sea suficiente, ni que debamos renunciar al esfuerzo de teorización. Implica, más bien, que los modelos teóricos —especialmente aquellos de alcance medio— resultan valiosos en la medida en que permiten interpretar diversas realidades sin forzar los hechos para que encajen en marcos predeterminados. La pluralidad teórica no debe confundirse con dispersión metodológica, sino asumirse como una oportunidad para enriquecer la comprensión de lo social desde perspectivas complementarias, siempre que compartan un núcleo teórico común —por ejemplo, una concepción compatible del sujeto, la acción y el entorno institucional.
A partir de este reconocimiento, es importante señalar que los modelos teóricos cumplen una doble función que conviene distinguir. Por un lado, contribuyen a explicar: ayudan a identificar patrones, formular hipótesis y organizar la observación empírica de trayectorias concretas. Por otro lado, orientan la acción: ofrecen criterios normativos para evaluar configuraciones institucionales, imaginar alternativas y fundamentar decisiones de política. En este sentido, su utilidad no se limita al diagnóstico, sino que se extiende a la deliberación sobre cursos de acción y posibles direcciones de cambio.
Con este marco en mente, presento ahora los modelos teóricos que considero herramientas idóneas para el análisis contextual y la deliberación crítica sobre los procesos de desarrollo.
Modelo 1: empresarialidad, competencia y productividad
Pensemos, para empezar, en una economía donde las empresas compiten en un entorno institucional justo y estable. Para hacerlo con éxito, deben innovar y mejorar constantemente su productividad, lo que les permite reducir costos, ofrecer empleos de mejor calidad y mejores salarios, y disminuir relativamente el precio de sus bienes y servicios, en beneficio directo de los consumidores. Si los trabajadores, por su parte, desarrollan continuamente sus habilidades, podrán acceder a esos empleos de mayor calidad y, como resultado, las ganancias empresariales y los salarios crecerán de forma conjunta. Este crecimiento impulsará el consumo, expandirá los mercados y fortalecerá el ahorro nacional, ampliando la base financiera para la inversión productiva. En una economía así, una recaudación fiscal moderada sería suficiente para financiar bienes públicos que refuercen aún más la actividad económica y permitan políticas sociales orientadas, en especial, al desarrollo de las capacidades productivas de las personas. En suma, este modelo funcionaría como un círculo virtuoso, en el que el crecimiento de la productividad se convierte en el vínculo clave entre el desarrollo económico y el bienestar social: un círculo virtuoso que nadie en particular se habría propuesto generar, pero que todos contribuirían a crear.
Profundicemos en algunos elementos relevantes de este modelo. En una economía de mercado donde se respetan los derechos de propiedad y los contratos se cumplen (o pueden hacerse cumplir), cada individuo procura mejorar su situación mediante el intercambio voluntario de bienes y servicios, guiado por el valor que percibe en ellos. Es fundamental comprender que dicho valor es inherentemente subjetivo: depende de la apreciación de los consumidores más que de los costos de producción o del esfuerzo invertido por el fabricante. Como compradores, rara vez conocemos estos factores —y, en realidad, no los necesitamos— para decidir si estamos dispuestos a pagar cierto precio por un bien o servicio. ¿Sabe el lector, por ejemplo, cuál fue el costo de producción de alguno de los celulares que ha adquirido?
En un mercado competitivo, los productores deben responder a las preferencias de los consumidores, quienes disponen de opciones y pueden elegir entre distintos oferentes. La actividad empresarial consiste en identificar demandas insatisfechas o latentes y coordinar recursos productivos —como mano de obra, tecnología, materias primas, activos físicos o capital financiero— para generar bienes o servicios valorados, compitiendo en calidad, precio, tiempo de entrega u otros factores relevantes. Esta dinámica exige perspicacia —la capacidad de identificar oportunidades significativas en contextos inciertos— y procesos de autodescubrimiento, mediante los cuales los emprendedores revelan, a través de la práctica, qué productos pueden ser competitivos en su entorno y qué capacidades productivas pueden desarrollarse con éxito.
Conviene destacar que la competencia real no ocurre en condiciones de equilibrio de mercado, sino precisamente en escenarios de desequilibrio o, más rigurosamente, en contextos que tienden hacia un equilibrio que nunca se alcanza del todo. Estos entornos emergen de múltiples interacciones humanas, marcadas por incertidumbres, asimetrías de información, transformaciones tecnológicas, variaciones en las preferencias y otros factores dinámicos que abren espacio para el descubrimiento de nuevas oportunidades. Es en este marco donde la empresarialidad, como he dicho, se configura como una forma de acción orientada a coordinar recursos, conocimientos y expectativas en condiciones inciertas, revelando posibilidades inéditas de producción, adaptación y aprendizaje.
Ahora bien, lo comentado hasta ahora no niega el papel imprescindible del Estado, que debe ser, ante todo, un Estado de derecho: garante de la libertad y la justicia, aplicando las leyes de forma imparcial y protegiendo los derechos individuales. El Estado también debe velar por la seguridad pública, la integridad territorial y el mantenimiento de la competencia y la apertura en los mercados. Además, le corresponde recaudar y asignar recursos para objetivos colectivos en áreas fundamentales como la educación, la investigación científica y tecnológica, la salud, la seguridad social y las infraestructuras. No obstante, su rol no consiste en sustituir la función empresarial de los agentes privados ni en intervenir directamente en el proceso económico, sino en crear las condiciones institucionales que permitan su desarrollo en libertad.
Un entorno competitivo como este puede sostener un crecimiento constante, permitiendo que las empresas amplíen sus operaciones, tanto en mercados internos como externos. No obstante, el crecimiento por sí solo no garantiza el desarrollo. La historia muestra que, aunque todos los países que se desarrollan experimentan crecimiento, no todos los países que crecen logran desarrollarse. Para alcanzar el desarrollo, se requiere —como he afirmado— una transformación estructural, con un incremento en la complejidad productiva y una diversificación hacia bienes de mayor valor agregado. Así, los países desarrollados se caracterizan por altos niveles de complejidad económica, con una gran diversidad de productos, incluidos bienes sofisticados que solo se fabrican en pocos lugares. En contraste, las economías menos avanzadas suelen tener baja complejidad, con una oferta limitada de bienes simples y de bajo valor agregado, fácilmente producibles en muchas otras regiones. Esta diferencia se refleja en el llamado espacio de productos, una representación de las posibilidades de diversificación que tiene cada economía. En la práctica, no es fácil que los empresarios se desplacen hacia nuevas actividades: muchas veces los productos más sofisticados están, en ese espacio, lejos de los que ya se producen, requieren capacidades distintas y no existe un camino claro para alcanzarlos sin coordinación, inversión y aprendizaje colectivo.
Modelo 2: conocimiento, tecnología y heterogeneidad estructural
En toda economía, el conocimiento productivo cumple un rol central en la generación de valor, la transformación estructural y la mejora de las condiciones de vida. Este saber, distribuido, dinámico y en constante expansión, no puede ser abarcado por ningún individuo ni grupo en su totalidad. Se expresa en la mejora de equipos y maquinarias, en el desarrollo de programas y procesos, en la evolución de las estrategias organizativas, y —de manera especialmente significativa— en el fortalecimiento de las capacidades productivas de las personas: un tipo de conocimiento en buena medida tácito, basado en habilidades prácticas adquiridas mediante formación y experiencia. Aunque tecnologías como la inteligencia artificial permiten articular y procesar ciertas fracciones de este saber con creciente eficacia, el conocimiento productivo sigue siendo, en gran parte, experiencial y dependiente de capacidades humanas que no pueden ser plenamente automatizadas. Desde esta perspectiva, el éxito de la función empresarial radica en articular creativa y eficazmente distintas fracciones de ese conocimiento —en equipos, procesos, personas— para generar bienes y servicios cuya valoración por parte de los consumidores supere el costo de producirlos, es decir, que sean rentables.
Ahora bien, este conocimiento no se desarrolla de manera lineal ni homogénea. A lo largo de los siglos recientes, ha avanzado impulsado por sucesivas revoluciones científico-tecnológicas. Estas transformaciones han seguido un proceso de “destrucción creadora”, en el que cada nueva revolución establece un paradigma tecnoeconómico que orienta las decisiones de empresarios, inversionistas, trabajadores y consumidores. Por lo general, estos cambios emergen en sectores y regiones que lideran la creación y aprovechamiento de nuevos productos, insumos, procesos y modelos de negocio, atrayendo talento y recursos desde otras áreas, regiones o países que quedan rezagados o son desplazados de forma definitiva. Como resultado, se reconfiguran las estructuras de empleo, capital, producción, ingresos y consumo.
Entender mejor esta dinámica implica analizar con mayor detalle algunos aspectos. Uno de ellos es diferenciar —simplificando mucho las cosas— entre dos tipos de tecnologías: las replicadoras, que reproducen o adaptan soluciones ya existentes sin introducir cambios sustantivos, y las innovadoras, que generan transformaciones significativas en productividad o desempeño. En principio, las nuevas empresas desarrollarían y utilizarían tecnologías innovadoras, pues aspiran a alejarse de los competidores —como lo haría un monopolio— y alcanzar beneficios extraordinarios basados en una elevada productividad. En el caso de las empresas existentes, resulta necesario considerar su tamaño y el modo en que enfrentan la competencia. Las más pequeñas operarían con tecnologías replicadoras para mantenerse activas en entornos difíciles; algunas lograrían innovaciones frugales —creativas pero limitadas— que rara vez escalan sin apoyo externo. Las medianas empresas, si bien también recurrirían a tecnologías replicadoras, dispondrían de mayor margen para introducir mejoras e innovaciones incrementales, sobre todo cuando la competencia las estimula sin asfixiarlas. Las grandes empresas, por su parte, contarían con recursos para desarrollar tecnologías innovadoras y liderar procesos de cambio; sin embargo, al alcanzar posiciones dominantes, se les abrirían varias opciones: invertir en nuevas tecnologías, proteger al máximo sus ventajas existentes o utilizar su poder económico para hacer lobby político y obtener privilegios ante el Estado. Aunque esto último no es una estrategia exclusiva de las grandes empresas, es evidente que ellas tienen mayores posibilidades de aplicarla.
Veamos ahora lo que suele ocurrir en una economía donde ciertas empresas —nacionales o filiales de compañías extranjeras— logran crear o emplear conocimiento productivo avanzado, generando nuevos o mejores productos, o produciendo con mayor eficiencia bienes ya existentes. Gracias a su elevada productividad, estas firmas compiten en condiciones ventajosas y dominan diversos mercados internos o la actividad exportadora. Sin embargo, la difusión de estas innovaciones hacia otros sectores del país suele ser lenta y desigual. Si, además, la población trabajadora no logra desarrollar sus capacidades al ritmo requerido —ya sea por falta de formación, de mediación institucional o por la dificultad de incorporar los nuevos lenguajes técnicos—, los salarios tienden a crecer de forma limitada, sin acompañar el aumento de productividad en los sectores más dinámicos. Esta brecha se vuelve aún más crítica en aquellas áreas cuyos productos pierden relevancia frente a nuevas ofertas más competitivas, lo que genera obsolescencia, pérdida de empleos y retroceso productivo. El resultado es una economía marcada por profundas asimetrías en tecnología, productividad y desarrollo, ampliamente estudiadas en América Latina bajo el nombre de heterogeneidad estructural.
La heterogeneidad estructural se manifiesta con especial intensidad en las economías subdesarrolladas, que enfrentan dificultades persistentes para generar o adoptar conocimiento productivo avanzado. Esto las mantiene centradas en la producción de bienes simples y en la exportación de materias primas, limitando la diversificación y restringiendo el desarrollo de sectores con mayor sofisticación tecnológica. Cuando surgen actividades más avanzadas, su crecimiento suele concentrarse en segmentos vinculados a mercados globales, sin integrarse plenamente al resto del aparato productivo, lo que dificulta la formación de enlaces capaces de conectar procesos, territorios y capacidades. En este contexto, la escasa competencia empresarial favorece la concentración de beneficios en sectores específicos, sin generar encadenamientos que fortalezcan el tejido económico nacional. Además, los ciclos de precios de las materias primas tienden a consolidar un patrón primario-exportador: en los períodos de auge, desalientan la inversión en actividades más complejas; en las fases de caída, agravan los déficits fiscales, la vulnerabilidad externa y el ajuste regresivo. Así, se perpetúan formas regresivas de organización económica que obstaculizan la transformación estructural.
Modelo 3: captura de renta y extractivismo
Por último, consideremos un modelo teórico de una economía donde el Estado desempeña un papel activo y discrecional. En este contexto, la rentabilidad empresarial no depende tanto de la productividad como del acceso privilegiado a las decisiones estatales, fenómeno conocido técnicamente como captura de renta. Esto implica que los beneficios empresariales provienen, directa o indirectamente, de consumidores y contribuyentes. En esta dinámica, la búsqueda de eficiencia y productividad queda relegada, mientras que el mantenimiento de un lobby político eficaz se convierte en el principal mecanismo para asegurar privilegios y ventajas. Si, además, el Estado dispone de una renta fiscal considerable —por ejemplo, derivada de la exportación de recursos naturales como el petróleo—, la economía tiende a estructurarse en torno a este sistema de captura, desplazando la competencia y el impulso productivo. Aunque podría registrarse crecimiento económico, este no se traducirá en desarrollo, lo que acentúa la desigualdad estructural y favorece a los grupos con acceso privilegiado al poder político.
Conviene ampliar la explicación de este modelo, no solo por su relevancia teórica, sino porque el rentismo constituye una distorsión persistente en muchas economías latinoamericanas. Este fenómeno —como he señalado— surge cuando el Estado interviene de manera amplia, pero sin aplicar reglas abstractas y generales, lo que permite que ciertos grupos o individuos obtengan beneficios al influir en decisiones públicas orientadas a sus propios intereses. No se trata únicamente de corrupción directa, sino también de arreglos institucionales y políticas públicas que, aunque legales, resultan ilegítimos en tanto generan privilegios mediante diversos mecanismos: aranceles, subsidios, créditos, contratos de compra, exenciones fiscales, entre otros. En todos estos casos, los beneficios no provienen del mérito productivo ni de la innovación, sino de la capacidad de instrumentalizar el aparato estatal.
La captura de renta puede explicarse, en buena medida, a partir de dos mecanismos que se potencian entre sí. El primero está vinculado a incentivos políticos, presentes tanto en democracias como en regímenes autoritarios. En las democracias, los políticos dependen de votos y financiamiento, lo que los lleva a favorecer a determinados sectores en busca de apoyo electoral y a fomentar prácticas clientelares. En los regímenes autocráticos, la búsqueda de respaldo se concentra en grupos selectos, fortaleciendo la conexión entre poder político y económico y generando oligarquías privilegiadas dentro de esquemas patrimonialistas. Además, el ejercicio arbitrario del poder permite silenciar denuncias mediante amenazas, persecuciones o incluso violencia, consolidando estructuras de control que operan como verdaderas mafias.
El segundo mecanismo responde a la lógica de la acción colectiva. Los grupos pequeños con cierto poder tienen mayores incentivos para coordinarse y obtener privilegios, ya que los beneficios individuales son significativos y pueden asegurarse mediante acuerdos estratégicos. En contraste, los grupos grandes —como consumidores o contribuyentes—, aunque poseen poder, lo ejercen de forma dispersa y enfrentan mayores obstáculos para organizarse, pues el beneficio colectivo rara vez compensa el costo personal de movilización. Esto configura una situación en la que los actores dedicados a la captura de renta logran consolidarse, mientras que los sectores mayoritarios carecen de mecanismos efectivos de acción. Ello no impide que una proporción relevante del gasto público se destine, en especial en el marco de los sistemas democráticos, a diferentes políticas de alcance amplio; aunque una parte significativa de esos recursos se pierda, como en un sistema de tuberías con múltiples fugas.
En contextos donde la captura de renta se vuelve predominante, los incentivos para la innovación y la productividad quedan relegados, lo que frena el desarrollo económico. Cuando resulta más rentable obtener privilegios que competir en el mercado, los verdaderos emprendedores enfrentan un entorno distorsionado e incierto que limita su capacidad de acción. Si a ello se suma la expansión del gasto público junto con crecientes dificultades para su financiamiento —lo que se traduce en mayor presión tributaria e inestabilidad macroeconómica—, un Estado capturado por intereses particulares se convierte en un obstáculo persistente para el desarrollo. Por el contrario, los países que han logrado preservar instituciones que promueven la competencia, reconociendo y valorando la función empresarial, al tiempo que administran con responsabilidad los recursos públicos y establecen límites a la intervención estatal, generan condiciones más propicias para la innovación y el desarrollo.
A continuación
No debe resultar sorprendente que mis simpatías, como ciudadano, estén dirigidas al modelo 1, en el cual parece más factible alcanzar no solo la libertad individual, sino también el progreso colectivo. Esta preferencia no refleja únicamente una convicción valorativa: plantea la necesidad de reflexionar sobre las decisiones institucionales y las estrategias de política que podrían permitir que una sociedad se aproxime a ese modelo más que a los otros dos. Tal orientación exige considerar no solo el diseño técnico de las reformas, sino también su viabilidad política, las disputas normativas que las atraviesan y las condiciones históricas concretas que delimitan —y eventualmente habilitan— sus posibilidades de implementación.En otro ensayo, titulado Repertorio estratégico para desarrollarnos, retomaré esta base teórica para examinar tres áreas clave de acción política e institucional. Sostendré que las estrategias orientadas al desarrollo deben operar simultáneamente en distintos frentes: promover la competencia, reducir las brechas estructurales y desincentivar la captura de renta. En ese marco, abordaré también la dimensión política de la reforma, subrayando que implica disputar poder, confrontar privilegios y construir alianzas sociales amplias capaces de sostener transformaciones duraderas. Con ambos ensayos busco entrelazar —como podrá advertirse— comprensión conceptual y orientación estratégica, con el propósito de enriquecer el debate democrático sobre el desarrollo y las condiciones que lo hacen posible.