El instante decisivo: los militares venezolanos entre la historia y el abismo

La historia militar de Venezuela está marcada por un patrón: no son los generales quienes cambian el rumbo, sino los cuadros medios. Hoy, ante las denuncias internacionales contra el Cartel de los Soles, la FAN enfrenta su mayor prueba moral. El 28J dejó una señal inédita: la obediencia automática dejó de ser total.

Algunas lecturas de la historia me han llevado, más por resignación que por revelación, al convencimiento de que, como Maquiavelo lo dejó claro hace unos cinco siglos, la política y la moral nunca hacen buenas migas. Plantear la reflexión y la acción política en términos morales, es como adentrarse en la selva profunda desdeñando la brújula y confiándose, en lugar de eso, en un crucifijo: lo más probable es que el explorador vaya al cielo, una vez comido por lo zamuros.

Manuel Caballero – La Peste Militar

Cuando el poder se porta como un uniforme, la política deja de ser disputa de ideas y se vuelve custodia de privilegios; y cuando esa custodia se entrelaza con redes ilícitas, la Fuerza Armada deja de ser garante de la República para convertirse, para muchos, en parte del problema. Hoy, ante señalamientos internacionales —incluida la más reciente clasificación estadounidense sobre lo que se conoce como el “Cartel de los Soles”— y tras episodios electorales en los que la custodia militar asumió un rol decisivo y contradictorio para la transparencia del proceso, la pregunta ya no es si la FAN puede abstenerse de la injerencia: es si sus cuadros intermedios desean rescatar la legitimidad de la institución o permanecerán como cómplices de un poder que vacía la República de su sentido civil.

La historia de Venezuela no puede entenderse sin la presencia constante de las fuerzas armadas en la conducción del destino nacional. Desde comienzos del siglo XX, la institución castrense —como actor autónomo y decisivo— ha intervenido en los grandes virajes políticos, asumiendo el papel de árbitro y, muchas veces, de verdugo en procesos que, por su naturaleza, debieron ser emprendidos por instituciones civiles. Curiosamente, no fueron los generales ni las altas cúpulas quienes tomaron la iniciativa en los momentos más críticos: fueron los cuadros medios quienes impulsaron esos cambios y, con frecuencia, quienes comprometieron para siempre la institucionalidad.

Así ocurrió el 18 de octubre de 1945, cuando una generación joven de oficiales decidió que la transición democrática en marcha era demasiado lenta para las exigencias del país. Esa generación desplazó a las élites castrenses tradicionales y devolvió la política al centro de la vida pública. Pero ese acto de “liberación” inauguró algo aún más peligroso: la noción de que la Fuerza Armada tenía, por sí misma, el derecho y el deber de corregir el rumbo del país mediante la fuerza.

Tres años después, en 1948, esos mismos oficiales contribuyeron a derrumbar al primer presidente elegido por sufragio universal, directo y secreto —símbolo de una democracia en ciernes— y restablecieron una dictadura bajo mando militar. No fue la ambición individual lo que motivó el movimiento, sino la convicción institucional de que solo desde las armas podía salvarse el Estado. Allí nació la idea del militar como garante último, tutor del poder civil. Más tarde, en 1958, nuevamente los cuadros medios —en conjunción con amplios sectores sociales— protagonizaron la caída del régimen, devolvieron el poder al orden civil y realizaron un acto de restauración, no de conquista. Pero ese patrón —intervenir cuando convenga, retirarse cuando convenga— quedó inscrito para siempre en el ADN político del país.

Durante décadas, la “democracia civil” se consolidó bajo la ilusión de que la militarización había quedado atrás. Hasta que la crisis estructural del sistema, el colapso económico y la corrupción institucional reactivaron la lógica castrense. El alzamiento de 1992, encabezado por oficiales medios, no fue un golpe de generales: fue la insurrección de la marginación moral, profesional y social. Esa rebelión que “fracasó” militarmente triunfó políticamente. Y en 1999 marcó el regreso de los uniformes al poder. Lo que muchos esperaban como una regeneración se transformó en un Estado profundamente militarizado y autoritario, con la Fuerza Armada convertida en columna vertebral de una organización narcotraficante de alcance transnacional.

Lo que parecía una tragedia repetida alcanzó su máxima degradación cuando el aparato militar se fusionó con estructuras criminales. Hoy, la institución que debía proteger la República aparece vinculada —según denuncias internacionales y recientes medidas sancionatorias— a redes de narcotráfico, contrabando y corrupción, agrupadas bajo el nombre de Cartel de los Soles.

Ese estigma no distingue rangos. Cuando la corrupción deviene en doctrina, la inocencia deja de ser protección. Y la sombra de la condena histórica se cierne sobre cada uniforme, sobre cada oficial que —aunque no haya participado directamente— ha sostenido con su presencia, su obediencia o su silencio la estructura que hoy es cuestionada internacionalmente.

El 28 de julio de 2024 —contra todo pronóstico— ocurrió un acto silencioso pero revelador: el despliegue formal del Plan República para custodiar las elecciones. Mientras muchos esperaban una nueva represión, los miembros del Plan República no dispersaron, no reprimieron, no censuraron. Más aún: permitieron que los testigos electorales leyeran públicamente las actas. Algunos oficiales incluso firmaron como custodios reales de esos documentos; la sociedad los vio, los fotografió, los resguardó. Aunque el proceso fue declarado fraudulento por observadores internacionales, ese gesto mínimo —la lectura pública y la custodia de actas— quedó como evidencia de que la FAN, al menos en ese momento, fue capaz de abstenerse de la violencia.

Es inevitable preguntarse: si hubo orden de reprimir, ¿por qué no se ejecutó? Si no la hubo, ¿por qué se permitió el despliegue pacífico? ¿Fue indiferencia, desobediencia silenciosa, cálculo prudente, conciencia histórica o simple convicción de que ya no se podían sumar más manchas a la institución? Sea lo que fuere, ese gesto —insignificante para algunos, fundamental para otros— demostró que la obediencia automática no es absoluta cuando media la conciencia.

Ese instante —la visión de uniformados en guardia mientras la sociedad leía sus propias actas— es hoy una ventana de oportunidad histórica. Muestra que la fractura interna existe, que la FAN no es un bloque monolítico y que su legitimidad puede rescatarse no por decreto, sino por decisión. Las recientes designaciones internacionales contra el Cartel de los Soles, los operativos navales y la presión geopolítica no son solo amenazas: son una cuenta regresiva para quienes han convertido el poder militar en paraguas del crimen organizado.

Ha llegado el momento en que los cuadros medios deben decidir si serán militares de la República o fuerzas pretorianas del cartel; si serán protagonistas de una restauración moral, institucional y nacional o cómplices pasivos de un sistema cuya corrupción se traduce en decenas de miles de vidas perdidas, exilios, cárceles y destrucción social. Si actuarán —en silencio, con discreción, con valor— para limpiar la mancha antes de que el juicio internacional los alcance; o si se resignarán a cargar para siempre con el estigma de la complicidad.

La historia ha demostrado que los virajes verdaderos no los hacen los generales con sus egos, sino los oficiales intermedios dispuestos a escuchar a la nación en vez de obedecer al miedo. Si están dispuestos, el país aún podría salvarse sin intervención extranjera y sin guerra fratricida. Pero si no actúan, cuando llegue el derrumbe, en los aviones de sus generales —como siempre— no habrá espacio para todos. Serán ellos quienes paguen el precio: carne de cañón, condena histórica, vergüenza eterna.

La pregunta es brutal: ¿Prefieren salvaguardar un uniforme manchado —y con él su nombre y el futuro de sus familias—, o aprovechar el instante silencioso de conciencia y valentía para reconstruir la República desde adentro?

La decisión está en sus manos. El reloj histórico, parece, que ya marcó la hora.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.