Constitución: veinticuatro horas después de Maduro

La transición no será improvisación: será claridad jurídica, liderazgo político y compromiso con los derechos humanos y la justicia transformadora.

La caída de Nicolás Maduro —y esperemos que de todo el régimen también— es inminente. Los venezolanos debemos tener claridad sobre cuál es el marco jurídico que otorgará legitimidad a la travesía hacia la consumación definitiva de la democratización. Ese marco no puede ser otro que la Constitución de 1999, norma suprema que, aun profanada, mantiene su vigencia moral y jurídica. Ella será la brújula que oriente la reconstrucción institucional, el restablecimiento de la justicia y el renacimiento del republicanismo en Venezuela. Este texto inaugura una serie de tres artículos: Constitución: veinticuatro horas después de Maduro; Constitución: treinta días después de Maduro; y Constitución: cien días después de Maduro. En este primero me detengo en lo inmediato, en las primeras veinticuatro horas del día después.

En el horizonte de los cien días que seguirán a la salida de Maduro, la meta común debe ser inequívoca: restablecer el orden constitucional. Eso supone, de manera concreta, las siguientes tareas: (i) el restablecimiento de los derechos humanos, (ii) la convocatoria y celebración de elecciones libres, (iii) el saneamiento de la economía y la recepción de cooperación internacional; (iv) el rescate de la soberanía estatal mediante el control efectivo del territorio y la expulsión de agentes extranjeros vinculados a regímenes autocráticos; (v) el desmantelamiento del crimen organizado y el desarme de colectivos paramilitares; y  (vi) la plena reinserción de Venezuela en la comunidad internacional, cortando vínculos con las autocracias del mundo, el fundamentalismo islámico y las redes transnacionales del narcotráfico.

Debemos asumir que la democratización es un proceso incierto, pero no improvisado. Tiene, al menos, tres fases: la liberación democrática, que corresponde a la caída del régimen; la inauguración democrática, que implica la celebración de las primeras elecciones libres y competitivas; y la consolidación democrática, que consiste en mantener, en el tiempo, un orden constitucional estable y moralmente legítimo. En cada fase, la Constitución debe ser la bitácora que aglutine a los actores políticos, que sea consentida por el pueblo de Venezuela y respetada por los aliados internacionales de la democracia.

Porque la experiencia histórica enseña que las transiciones no son líneas rectas, sino zigzagueantes. Exigen firmeza moral, claridad jurídica y liderazgo político. El país debe prepararse para todos los escenarios posibles, desde los más deseables hasta los más adversos. El primero —y el que debemos procurar con inteligencia política y serenidad republicana— es la asunción al poder de Edmundo González Urrutia, como expresión del voto popular expresado el 28 de julio de 2024 y del florecimiento institucional de la Constitución. Pero también hay escenarios menos nítidos, aunque no menos probables: la permanencia del régimen con un rostro distinto al de Maduro, o incluso un tutelaje político y operativo de Venezuela por parte de la comunidad internacional. En cualesquiera de esos caminos, la Constitución ofrece salidas, cauces de actuación y límites precisos.

Lo determinante, sin embargo, no será la configuración del escenario, sino la fidelidad de los actores a la Constitución. La historia enseña que transitar hacia “algo” no garantiza alcanzar la democracia. Lo que hace posible esta última no es la caída de la autocracia, sino la obediencia al marco de justicia que orienta la democratización. El día después de Maduro no será una fecha culmen, sino el primer día de una lucha nueva: la de reconstruir un Estado legítimo y en plenitud de capacidades, apto para sostener la democracia.

Caído Maduro, y en cualquiera de los escenarios antes descritos, las primeras veinticuatro horas deberán tener una dirección inequívoca. En ese lapso fundacional deberán asumirse con prontitud tareas de restauración constitucional y política que anclen el nuevo poder en la legitimidad:

Primero, un pacto solemne entre los principales actores políticos, sociales y militares sobre la Constitución como cauce de la democratización. Sin ese acuerdo, cualquier avance será efímero y cualquier autoridad, dudosa.

Segundo, el anuncio de la inmediata convocatoria a elecciones libres, con la promesa de un cronograma electoral razonable que establezca primero las legislativas y, posteriormente, las presidenciales.

Tercero, el anuncio de renovación provisional de los poderes públicos —Tribunal Supremo, Poder Ciudadano y Consejo Nacional Electoral— para restituir la separación de poderes y devolver credibilidad a las instituciones.

Cuarto, la invitación formal a la reapertura de embajadas de países aliados en Caracas, como gesto diplomático y político de reinserción internacional, junto al replanteamiento de las relaciones diplomáticas con Cuba, Nicaragua, Irán, Turquía y Corea del Norte.

Deberá anunciarse, en quinto lugar, la integración de la Fuerza Armada Nacional, los organismos de inteligencia y las policías al proceso de democratización, asegurando la obediencia a las nuevas autoridades constitucionales. Y, en consecuencia, debe activarse un plan de soberanía Venezuela para retomar el control del territorio nacional frente al crimen organizado, elementos irregulares y personeros de las dictaduras del mundo, todo ello con cooperación extranjera y bajo supervisión internacional.

También, como sexta línea de actuación, un plan de destitución inmediata de altos funcionarios del Estado involucrados violación de derechos humanos y en actividades de terrorismo o crimen organizado.

La democracia también exige gestos morales, especialmente con los derechos humanos. Por eso, una séptima medida podría ser la liberación inmediata de todos los presos políticos, civiles y militares; retorno seguro de los exiliados; y la solicitud de presencia permanente de organismos internacionales especializados en derechos humanos en el territorio de la República, como la Oficina del Alto Comisionado de la ONU y la Comisión Interamericana.

Finalmente, como octava materia a abordar inmediatamente, será necesario anunciar el inicio de los trabajos que conlleven a dilucidar cuáles serán los elementos del proceso de justicia transformadora, con un sistema que asegure verdad, reparación y garantías de no repetición, y que dé tratamiento proporcional y conforme al debido proceso a los responsables de violaciones de derechos humanos, corrupción y crimen organizado. Convendrá expresar un compromiso de que la justicia transformadora no será venganza, sino afirmación de humanidad y de sentido del derecho.

El primer día después de Maduro no será el día de la revancha, sino el día del compromiso. Si el país logra comprender que el poder sin ley vuelve a la barbarie, y que solo la Constitución ofrece legitimidad, el proceso de democratización tendrá raíces sólidas. En las primeras veinticuatro horas deberá hablar más fuerte la conciencia que la fuerza, y más alto el derecho que el dolor causado por el peso de la autocracia. Será la hora de los juristas, de los políticos con sentido de Estado y de los ciudadanos que creen que la Constitución no se improvisa, sino que se le sirve.

El fin del régimen será apenas el principio de la restauración de la república. Que nadie se engañe: no bastará con la caída de Maduro y del régimen; hará falta la elevación de un pueblo hacia su propia dignidad. La Constitución es camino para lograrlo. Y ese logro —como todo logro republicano— se cumple con perseverancia, laboriosidad y esperanza.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.