
Canje de Barajitas Internacional: Cuando los poderosos se reparten el mundo
Un acuerdo global empieza a tomar forma: las potencias negocian en Suiza la “paz” en Ucrania mientras mueven piezas en América Latina. Venezuela se convierte en una ficha de intercambio, y Ucrania en el sacrificio. El mundo vuelve a repartirse como cromos.
Me despierto con los comentarios del periodista David Placer sobre esta noticia: un canje de barajitas por parte de las potencias, de los imperios en juego, mediante los acuerdos en Suiza para la paz en Ucrania, a los que asisten el secretario de Estado de Estados Unidos, Marco Rubio, y el secretario de Defensa, Pete Hegseth, colaborando para la adecuada realización del proceso que favorecerá a Rusia. Me despierto con la noticia y, de forma sorpresiva, me impacta. Sorpresiva porque, aunque ya conocía este posible intercambio-pacto tras bastidores desde hace meses, escuchado por primera vez de Julio Coco en alguno de sus “Betas políticos”, “verlo” fraguarse te adentra en lo que significa, lo que implica: como si compartiéramos celda —un cautiverio hostil y arbitrario de la mano de la historia común que nos emparenta— y, de pronto, se abriera la puerta, dejando salir a uno. Venezuela puede salir. Ucrania se queda. Ucrania será desmembrada, serán repartidas sus partes, y se esparcirá la futilidad y su desgarro. Venezuela puede salir, a costa de Ucrania. Y se siente, de alguna manera, terrible, injusto, más aún, ácido, corrosivo, cargado de una impotencia extraña.
Por sincronicidad del momento, me encuentro leyendo Kairos, de Jenny Erpenbeck, y me es inevitable recordar este párrafo leído hace poco:
«Resucitados entre ruinas, piensa Hans en la letra, que todavía era válida cuando tenía la misma edad que tiene ella ahora. Al futuro consagrados. Por el bien te servimos, patria alemana unificada. El sueño de una Alemania unificada se acabó para el Oeste en el 52, con los pactos de París. Y, para bien o para mal, también para el Este».
Y los pactos de las potencias me llevan a otra sincronicidad, a los del video de la unificación de Italia que veía la noche anterior. El canal de YouTube de Franceschi, dedicado a la divulgación de procesos históricos con una perspectiva geopolítica, había lanzado hacía pocos días esta aproximación al Risorgimento y coincidió mi elección —para acompañar la cena del domingo— con la noticia del día siguiente.
En medio de los acontecimientos que se venían desencadenando en este proceso de unificación, comenta Franceschi, Rusia propuso organizar una conferencia para resolver la cuestión italiana, a la que invitó a Francia, Austria, Reino Unido y Prusia, dejando por fuera a Cerdeña, que protestó ante Napoleón III, quien pidió su lugar en el congreso. Al menos hubo una entidad que atendió este reclamo; de este modo no quedó por fuera la parte del conflicto sobre la que se realizaban los acuerdos, como sí ocurriría con el infame Acuerdo de Múnich de 1938 entre Reino Unido, Francia, la Alemania nazi y la Italia fascista, quedando por fuera Checoslovaquia, país sobre el que se acordaba allí la anexión de parte de su territorio a Alemania, pasando a la historia como el pacto “sobre nosotros, sin nosotros”.
En medio de toda esta conjura del proceso de unificación italiana, del juego de poderes e intercambios para anexionar más territorios, el ducado de Saboya pasa a Francia. Esto hace estallar la ira de Garibaldi, pues su ciudad natal, Niza —que pertenecía al ducado— deja de ser parte del proyecto nacional común. Franceschi comenta: «Imagina haber luchado en tres ocasiones por la unificación italiana, ser el militar más destacado de sus campañas, ser el primero en tener éxito en Lombardía, y tener que ver cómo el primer ministro del hijo de un rey que nunca te respetó le cede tu ciudad natal a un imperio extranjero».
Como consecuencia de este cambio de fronteras, se producen migraciones de italianos sardos y saboyanos a Liguria. Así como ocurriría tantas décadas más tarde, pero en medio de un conflicto más potente, con los masivos movimientos de hindúes y musulmanes hacia India y Pakistán debido a la separación de esta excolonia británica en los dos países mencionados, en pro de solucionar o al menos refrenar las tensiones y los terribles estallidos sociales entre ambos grupos religiosos. Entre tantas sacudidas históricas similares, reajustes dolorosos, separaciones forzadas acordadas en pactos, cabe reflexionar, preguntarse: ¿quién decide? ¿Quiénes toman estas decisiones?
The room where it happens es tanto una canción del musical Hamilton como una metáfora de ese lugar en el que se toman las decisiones de poder, todas las decisiones, de todo tipo: las buenas, las menos malas, las que se toman sin consentimiento, supuestamente por ese bien mayor. En la historia del founding father, en esta versión musical que ha sido galardonada en Broadway y en West End, la sala de reuniones es romantizada y canalizada hacia el símbolo —en esquemas psíquicos— de la representación de “estar allí”, dentro, dentro de la Historia tomando las grandes decisiones, en lugar de ser una pieza más, barrida por las circunstancias. Pero ¿qué habrá realmente en aquellos salones y pasillos, en Teherán, en Doha, en Davos, detrás de las manos que mueven los hilos, en las expresiones de las caras de los emisarios diplomáticos durante estas treguas estratégicas? En lo que a Venezuela respecta, un asqueroso esperpento que hace no mucho se atrevió a desvelar el político Julio Borges, narrando su experiencia en el desquiciado encuentro con miembros del gobierno chavista en uno de tantos diálogos. ¿En una isla del Caribe, en México? Ya no recuerdo. Allí Jorge Rodríguez le clavaba reiteradamente su dedo en la cara a él y a otros presentes, en medio de insultos y gritos. ¿Por qué se tardó tanto en revelar esta humillación, esos encuentros que desde allí se podrían vislumbrar como inútiles, que no llegarían a nada? Preguntas que quedan para otra ocasión.
¿En qué otras condiciones, quizás incluso más oscuras, se habrán llevado a cabo estas reuniones? Es conocida la forma como se pactó la rendición de Francia ante la Alemania nazi: un acuerdo que se llevó a cabo en un vagón de tren, emulando los acuerdos de paz de Versalles con sus injustas condiciones hacia Alemania, que la hundieron económicamente y la llevaron a la debacle. Recuerdo haber visto en un documental sobre la guerra el momento en que Hitler sale del vagón en medio de la reunión, sin poder contener la euforia; o en shock y estupefacto por alcanzar el clímax de la venganza; o simplemente la realización del gesto grosero, la afrenta ante los agentes diplomáticos. O todo ello a la vez. Así se zanjó esta ocupación y fragmentación de Francia: en un berrinche huidizo, en una reescritura-simulación de lo que fue, en un resentir. Un remedo de diplomacia.
Luego están los pactos sobrios, no por ello menos inquietantes. Siempre hay un as bajo la manga, un término que no está escrito, algún Lawrence de Arabia marcando territorio y realizando alianzas en clandestinidad, mientras estas caras de póker proceden a firmar y a estrecharse las manos. Entonces se establecen las fronteras, postergando los conflictos (o generando nuevos conflictos), dibujando las pedantes líneas de ángulo recto, arbitrarias, antinaturales. Sospechosos quiebres que marcan y definen a toda una nación, su forma, su identidad.
A primera vista resulta extraña, por ejemplo, aquella porción en el mapa de Namibia en su extremo nororiental, ese corredor que se extiende creando una forma peculiar. Resulta ser el efecto del Cecil Rhodes Railway Corridor, que buscaba unir las zonas mineras del interior del continente africano con la costa, creando así una conexión ferroviaria para la eficiente exportación de las extracciones. Una ruta anhelada que no contaba con la fractura geológica que milenios en el futuro dividirá a África en dos y que, al dilatado tiempo geológico presente, se manifiesta en la majestuosidad de las cataratas Victoria, abrupta caída de agua de 108 metros de altura y 1,7 km de ancho del río Zambeze. ¿Sabrían los portugueses de este mal negocio en el que estaban embargando a los británicos? Quizás haya sido su venganza silenciosa ante las presiones del imperio para conseguir estas concesiones de tierra.
No es el único caso que brilla en la historia en cuanto a repartición de tierras. Quizás el más colosal sea, nada más y nada menos, el reparto del mundo entre Castilla y Portugal en 1494, en el contexto del surgimiento de estos Estados como potencias marítimas, con la vista puesta en frenar posibles disputas en el inminente auge de exploraciones y conquistas que ya comenzaban a realizarse. En el extremo opuesto, en cuanto a fin de ciclo y reconocimiento posterior a conflictos, los Acuerdos de Abraham entre Israel y varios países árabes.
De igual manera, entre los exabruptos propiciados por los conflictos fronterizos, destaca el paso entre Marruecos y el Sahara Occidental en la vía hacia Mauritania, un tramo de tierra de nadie y de conflicto latente que lo convierte en una de las fronteras más peligrosas del mundo. Podríamos concebirlo como el polo opuesto a la cómoda sala de negociaciones que decide el trazado de estas líneas o, en este caso particular, a los seguros aposentos y salones del rey de Marruecos y su cúpula de poder, en los que habrán planificado la “marcha verde” que dio el golpe de quiebre y propició el abandono de la antigua provincia española por parte del país europeo, dejando abierta así la indeterminación territorial, esencia del conflicto entre los nuevos colonos marroquíes y los antiguos pobladores, los saharauis.
La imagen resulta paradójica en el trecho de Guerguerat. Un recorrido relativamente breve —apenas de unos 3 a 5 kilómetros que puede tomar entre 15 o 30 minutos en carro— muestra una aparente calma, la propia del desierto abierto. El viajero arriesgado que llega a este lugar percibe silencio, inmensidad y tranquilidad (nadie pensaría que es una de las fronteras más peligrosas), pero debajo de esta superficie descansan décadas de conflicto, desplazamientos y disputa por la autodeterminación, y junto a ella permanecen los muros marroquíes, los campos minados y la vigilancia constante.
De tierra de nadie también es la esencia de uno de los enclaves más particulares en lo que a legalidad internacional respecta. Se trata de Bir Tawil, un área de 2.060 km², territorio que ni Egipto ni Sudán querrían reclamar, pues implicaría reconocer otros mapas con los que perderían un territorio más relevante en mutua reclamación: el denominado Triángulo de Halaib, con sus costas del mar Rojo.
Pero volviendo al meollo, a la noticia de los pactos de Ginebra, no hay que olvidar lo que significa un intercambio de barajitas: dos niños jugando en el recreo se revisan mutuamente las pacas adquiridas, los álbumes coleccionables desplegados en el suelo. “Me tocó esta y a ti esta, ¿la tienes repetida? ¿Viste? Sí, pero esa se la voy a dar a mi primo, que también está coleccionando; te puedo dar esta otra”. Me sirve.
Un juego de niños con armamento nuclear, un movimiento de prisioneros que son todo un país. Uno para ti, otro para mí. Y los mayordomos de los chicos ya no juegan con los pequeños reyezuelos que activan las puertas giratorias, el eterno aval de rehenes: ahora hablan de tú a tú, como quien esquiva a los payasos y va directamente con el dueño del circo. “Señor, a mi cliente le interesa su elefante. Tiene permiso para aproximarse, es todo suyo si logra zafarlo de los amarres”.
Y la garra mecánica en el contendor de peluches o juguetes, esa que confiere una única oportunidad y casualmente está programada para alejarse del portal al inicio del intento. Sí, la bendita garra: porque, a fin de cuentas, es un juego de suerte, con todas las posibilidades en contra. Pero habrá quienes esperen incluso salir victoriosos de la mejor manera posible, sorprendiendo a muchos como a Sid con Buzz y Woody: ¡premio doble!
¿Quiénes somos en ese intercambio? Expectación silenciosa o conversación clandestina dentro de Venezuela; y, en todo el mundo donde esté la diáspora, todo tipo de teorías (me sorprende la cantidad de detalles elucubrados que me han contado, la seguridad de tales especulaciones: “Están esperando a que llegue el portaaviones Gerald Ford, pero atacarán justo antes para que sea de sorpresa”. Y hasta he sabido de apuestas online a favor de que los ataques americanos se efectúen antes de que termine el año).
Resulta notable que estos pactos que se realizan en Suiza coinciden con el momento en que se declara al Cártel de los Soles como organización terrorista, designación que permitiría atacar al régimen chavista sin tener que ser aprobado por el Congreso de Estados Unidos, puesto que no se trataría de una declaración de guerra a otro Estado. La sincronicidad parece confirmar la conexión de ambos procesos.
¿Quiénes somos en ese intercambio? Estamos en la misma celda y alguien debe tomar el palito más corto para sacrificarse, pero no decidimos nosotros ese azar. ¿Y qué mirada nos dirige entonces, al estar por salir, nuestro compañero de celda condenado? ¿Un leve suspiro de alivio en solidaridad, a pesar de su destino? Quizás. Con ese afecto de aquel con quien hemos compartido penurias (cabe recordar las mutuas muestras de reconocimiento y solidaridad en medio de las protestas que se desataron en 2014 en ambos países), o un nudo en la garganta en estas últimas palabras simbólicas, breves, apresuradas, por la visión a futuro de cómo se hundirá el barco y con los recuerdos desagradables (Why don’t you wear a suit…? en la sala Oval, drones armados sobrevolando, bombardeos de hospitales…).
¿Y Rubio? ¿Una mirada de “solo pude librar a uno”? Rubio, quien —como comenta David Placer— no podría mencionar a Venezuela en Suiza en este momento, no podría hacer la mínima referencia, pues sería reconocer que se trata de un intercambio; pero, como dice el periodista venezolano, “las ayudas diplomáticas no son de gratis”.
“Solo pude librar a uno” suena en eco mientras salimos por la puerta, al borde de un abismo: no a una libertad inmediata, sino a la incertidumbre, al umbral de la contienda, de buques en guardia, de milicianos armados, fanáticos, de posibles planes de huidas explosivas, entre tantos escenarios inimaginables posibles, terribles.
Nos partimos la mente. No somos ingenuos, sabemos que así funcionan las esferas de poder, que en la mayoría de los casos así se desarrollan los acontecimientos, pero nos partimos la mente para, con aquella porción de humanidad donde no hay cinismo ni egoísmo, gritar en silencio, en soledad, pensando en el pueblo ucraniano: ¡qué injusto!
Little Marco, recuerdo que comentaba Trump en un debate presidencial en el que se enfrentaban hace unos años, con su menosprecio habitual, su ninguneo. Ahora el Little Marco es su emisario y asesor de confianza, el que mueve la historia en el room where it happens, liderando al bando de los crazy cubans que se le opuso a los del America First dentro de la facción trumpista republicana. Se retrata con “las guacamayas de la embajada”, asiste a Riad y encara las negociaciones. Asciende. ¿Cuántos, así como él, se repliegan para ascender? ¿Funcionará? ¿Se salvarán los otros en otra ocasión?
Recuerdo también a Putin con Angela Merkel, años atrás, y la vil introducción de un perro en la sala de reuniones. El único motivo: aflorar la conocida fobia de la canciller ante el animal. Su expresión congelada de pánico quedó plasmada. Otra imagen significativa de nuestro tiempo.
Que los perros les sean leves, lo deseo fervientemente.
El autor pidió usar pseudónimo.