Una voz alzada desde Venezuela

Venezuela habla desde la experiencia, no desde la teoría. La voz que hoy encabeza María Corina —Premio Nobel de la Paz— no solo representa a la mayoría democrática que venció el 28 de julio de 2024, sino que se ha convertido en una referencia global en un mundo donde la libertad retrocede.

Como venezolanos, no hablamos desde la frialdad analítica ni desde la comodidad del espectador. Nuestras voces nacen de la experiencia vivida, de un país que ha atravesado la crisis más profunda de su historia contemporánea y que, aun así, ha sostenido su aspiración democrática. Son voces que no se limitan a pedir apoyo, sino que buscan también dar sentido.

De entre ellas, la de María Corina —galardonada con el Premio Nobel de la Paz— es hoy la más potente. Como líder del movimiento democrático que alcanzó la histórica victoria del 28 de julio de 2024, su figura ha adquirido una resonancia global. A partir de ese reconocimiento, sus ideas y su conducta ya no pertenecen únicamente al ámbito venezolano: los asuntos que encarna trascienden nuestras fronteras y, mejor dicho, sitúan nuestra realidad en el centro mismo de varios dilemas contemporáneos del mundo.

Esto confiere al Manifiesto de Libertad que recientemente presentó un valor que va más allá de lo programático. Es un texto que, por la firmeza y la convicción con que reivindica valores políticos esenciales —la dignidad, la libertad, la justicia, la solidaridad, entre otros—, debe ser leído como una contribución al debate global sobre el futuro de las democracias. En un tiempo marcado por la erosión de consensos, el avance de regímenes autoritarios y la fatiga moral de muchas sociedades, la voz que se alza desde Venezuela no se limita a pedir apoyo: interpela, inspira y propone.

Y no es una voz aislada. Es la voz de una mayoría ciudadana que, a pesar de la adversidad, ha elegido la rebeldía democrática, ha sostenido la esperanza y ha reafirmado su compromiso con la libertad. Una voz que, por haber resistido y seguir resistiendo, posee autoridad para ser escuchada y fuerza para abrir caminos.

Concordia, discordia y rebeldía

    El conflicto acompaña toda relación humana: es la expresión inevitable de nuestra pluralidad. Pensamos distinto, valoramos distinto, deseamos distinto. ¿Es entonces la paz un ideal inalcanzable? No, pero sí es una construcción frágil. A menudo se sostiene en equilibrios de poder: pactos tácitos, disuasiones mutuas, silencios estratégicos. Son formas de contención, no de reconciliación. Basta una fisura en la confianza o un cambio en la correlación de fuerzas para que la discordia emerja.

    Existe, sin embargo, otra posibilidad. La paz puede fundarse en algo más profundo que el cálculo estratégico: en la concordia. El filósofo Ortega y Gasset nos invitó a imaginar el sistema de valores y creencias de una sociedad como un conjunto de estratos. En la superficie están las opiniones cambiantes, las preferencias negociables. Allí los desacuerdos pueden ser intensos, pero no nos deshumanizan: son conflictos agónicos, luchas entre adversarios que se reconocen como tales. Más abajo, en cambio, se encuentran las convicciones últimas, los principios que definen lo que somos. Cuando el conflicto toca ese nivel, se vuelve antagónico: ya no discutimos con el otro, lo negamos. Ya no hay adversario, sino enemigo. Por eso, una sociedad que aspire a perdurar necesita algo más que reglas o equilibrios: necesita concordia. No como uniformidad, sino como sintonía de fondo, un latido común, un reconocimiento mutuo de humanidad. Concordia es literalmente “unión de corazones”. Lo contrario es la discordia: corazones separados, incapaces de latir juntos.

    La paz verdadera no se impone ni se decreta: se cultiva, porque su raíz más honda es la concordia, ese acuerdo moral tácito que nos permite convivir sin renunciar a nuestras diferencias. Cuando alguien, un grupo o un sector rompe ese pacto, no solo introduce discordia: declara la guerra al resto. La guerra no es un desacuerdo llevado al extremo, sino la negación radical del otro, la voluntad de excluirlo de la comunidad humana. En estas circunstancias surge para cada uno un dilema existencial: querer vivir en paz, pero rechazar el trato inhumano que imponen los artífices de la discordia. La única respuesta moralmente aceptable es la rebeldía, que no supone violencia ni revancha, porque no busca destruir al adversario, sino impedir —incluso recurriendo en ocasiones al poder defensivo— que la negación del otro se convierta en norma o hábito. La rebeldía es resistencia ética y también acción, porque no se limita a un gesto interior de rechazo, sino que se expresa en actos concretos de afirmación de humanidad y de defensa de la dignidad. En la rebeldía late la promesa de la paz, pues el rebelde, aun en la confrontación, está dispuesto a reconocer la humanidad de quien lo ha negado. El rebelde no se convierte en aquello mismo que lo impulsó a rebelarse.

    Occidente y la invención de la dignidad

      La historia de lo que llamamos Occidente es, entre otras cosas, una historia de evolución moral. Es la lenta y conflictiva gestación de un acuerdo cultural profundo, forjado en medio de disputas, rupturas y reconciliaciones. Nuestros orígenes grecorromanos, nuestra tradición judeocristiana y nuestro pensamiento humanista e ilustrado —pero también las luchas contra la esclavitud, el colonialismo, la monarquía absoluta, el totalitarismo y la tiranía, junto con las guerras religiosas— nos han llevado, con esfuerzo y no sin contradicciones, a reconocernos mutuamente nuestra dignidad: el respeto que cada uno merece y exige por la sola condición de ser humano.

      Es, si lo pensamos bien, una conquista moral admirable: una creación cultural que hace posible la concordia a la que me he referido. Es también a ella a la que alude el Manifiesto de Libertad. A partir de esa raíz comprendemos hoy que atentar contra la dignidad —aun la de una sola persona— no es solo una injusticia individual: es una grieta en el tejido moral que nos sostiene como comunidad. Es abrir paso a la discordia, al quiebre del reconocimiento mutuo que permite la convivencia.

      En el debate filosófico sobre la dignidad humana conviven diversas concepciones, no necesariamente excluyentes. Unas la entienden como un atributo inscrito en la naturaleza humana, expresión de una “ley natural” revelada por la divinidad o descubierta por la razón. Desde esa perspectiva, la dignidad sería una base objetiva para toda valoración moral, pues refleja lo que permite al ser humano desplegar su libertad. Otras visiones, en cambio, sostienen que la dignidad no es un dato previo, sino una creación cultural: fruto de la experiencia histórica, del progreso ético, del reconocimiento mutuo. En este enfoque, la dignidad es objetiva en tanto es intersubjetivamente reconocida, y cumple una función normativa al dotarnos de una “segunda naturaleza”, capaz de fundar acuerdos morales y políticos.

      De cualquier modo, el reconocimiento de la dignidad humana ha permitido dar forma, en nuestras constituciones y en acuerdos internacionales, al sistema de derechos humanos. Este sistema, bien entendido, constituye el programa moral de Occidente: una propuesta con vocación universal, que aspira a ser válida para todos los seres humanos, independientemente de la cultura a la que pertenezcan. No se trata de un sistema acabado ni exento de tensiones. Es una obra en construcción, cuyo perfeccionamiento no está garantizado por el solo curso del tiempo. Tampoco basta con multiplicar derechos sin bases sólidas: lo esencial es no perder de vista la piedra angular de todo el edificio, el reconocimiento de la dignidad de cada persona. Esa dignidad se expresa, de manera concreta, en dos valores que deben sostenerse mutuamente: el respeto por la libertad individual y la solidaridad que impide que alguien viva en condiciones indignas.

      Es necesario subrayar que este programa corre el riesgo de vaciarse si la dignidad humana no se traduce en condiciones reales que la hagan exigible y vivible. La libertad solo adquiere efectividad cuando se apoya en pilares concretos, como la propiedad y la autonomía contractual, que lejos de ser privilegios constituyen expresiones de nuestra capacidad de decidir, de proyectarnos en el mundo y de no quedar sometidos a la voluntad arbitraria de otros, en especial de quienes ejercen el poder público. Del mismo modo, una sociedad en la que cada uno permanezca indiferente ante el destino de los demás no solo pierde decencia, sino también viabilidad. La solidaridad debe expresarse en modos de acción concretos, como políticas sociales eficaces, para que nadie quede excluido del proceso de creación de valor ni de la posibilidad de obtener ingresos propios a través del mercado. No se trata de imponer una igualdad imposible, sino de asegurar la incorporación de todos en un orden de libertad, responsabilidad y progreso. Son solo ejemplos, insisto, de cómo libertad y solidaridad se hacen efectivas; lo esencial es que la dignidad se traduzca en múltiples formas que impidan la exclusión y el sometimiento.

      Un punto adicional merece atención. ¿Implica esta raíz moral y cultural una distancia irreductible con otras civilizaciones? Hay prácticas que nos resultan inaceptables —como el trato a las mujeres en ciertos países— pero que parecen normalizadas en otras tradiciones. ¿Es esto evidencia de una incompatibilidad profunda? Tal vez lo sea en algunos casos. Pero también hay razones para pensar lo contrario. Incluso dentro de esas tradiciones existen voces —a veces silenciadas, a veces marginales— que cuestionan esas prácticas y apelan a principios universales de justicia y respeto. Esas voces, aunque minoritarias, revelan la posibilidad de convergencia. No se trata de imponer una uniformidad cultural, sino de construir una base compartida para la convivencia pacífica entre culturas.

      El asedio a las democracias liberales

        La democracia liberal, entendida como un orden político que combina la soberanía popular con límites jurídicos al poder, constituye hoy el marco institucional que actualiza históricamente el conjunto de valores morales que sustentan nuestra civilización. Sin embargo, ese orden se encuentra amenazado. Más aún: la conflictividad contemporánea ha comenzado a erosionar sus estratos culturales más profundos, constituidos por valores comunes que hacen posible la concordia, y los ha ido desplazando hacia formas crecientes de discordia existencial.

        Es posible distinguir al menos cinco fuentes de amenaza que, como cercos sucesivos, se han ido estrechando con el tiempo. La primera consiste en confundir las instituciones formales con los valores que les otorgan legitimidad. Desde que los principios liberales comenzaron a institucionalizarse, se extendió la idea de que el derecho emana del Estado, en lugar de que el Estado debe someterse a él. Aunque parezca una diferencia sutil, sus consecuencias fueron profundas: consolidó la primacía del aparato estatal sobre la sociedad. Pero el Estado de derecho no es solo una construcción jurídica; es un principio moral y metalegal, fruto de una larga evolución histórica. Y aunque la democracia nos lleve a sostener que toda decisión gubernamental es legítima si proviene de un gobierno electo, no debemos olvidar que existen principios previos —raíces culturales y éticas— que ningún poder puede vulnerar sin quebrar su propia legitimidad.

        La segunda amenaza, de vieja data y todavía presente, es la tendencia a esperar demasiado del Estado. La expansión de derechos ha ensanchado su ámbito de acción, volviéndolo más burocrático y expuesto a la captura de rentas por parte de grupos políticos y económicos. Esa captura se manifiesta en prácticas de privilegio y clientelismo que distorsionan su función y lo alejan del interés general. Al mismo tiempo, se mantiene la expectativa de que el Estado pueda mejorar de manera directa la economía, lo que ha terminado por limitar e incluso pervertir la legítima función empresarial y reducir el dinamismo productivo. El caso venezolano, marcado por la condición de Estado petrolero, refleja con nitidez esta amenaza: la abundancia de recursos fiscales alimentó la ilusión de que el Estado podía sustituir al mercado y garantizar prosperidad directa, pero terminó derivando en clientelismo y dependencia, debilitando la iniciativa privada y el dinamismo productivo. El resultado es un Estado sobrecargado, financieramente tensionado y cada vez menos capaz de responder con eficacia a las demandas de la sociedad.

        La tercera es el desencanto ante la promesa democrática, que movilizó a amplios sectores con la esperanza de vivir con dignidad y progresar dentro de las democracias liberales, pero que terminó en frustración, desigualdad o exclusión. Esa decepción ha debilitado el vínculo entre ciudadanía y sistema político, dejando espacio para discursos que prometen soluciones inmediatas a costa de las instituciones. En ese terreno fértil han proliferado narrativas identitarias excluyentes, que absolutizan diferencias étnicas, religiosas o culturales, fragmentando el espacio público y erosionando la noción de ciudadanía común. A ello se suma la transformación del ecosistema comunicacional: las redes digitales, lejos de ampliar el diálogo democrático, han incentivado la polarización, la desinformación y la lógica de la indignación. La conversación pública se ha vuelto menos deliberativa y más dominada por el ruido y la furia, debilitando los estratos profundos de la concordia.

        La cuarta amenaza proviene también de dinámicas internas: modelos políticos que, bajo distintas formas, tienden a debilitar la cultura democrática y a reemplazarla por esquemas de dominación. Se presentan como alternativas históricas, pero en la práctica concentran poder, manipulan el descontento, exaltan nacionalismos excluyentes o reducen la política a una tecnocracia deshumanizada. Aunque distintos en sus discursos y contextos, estos regímenes —entre los que destaca el venezolano— suelen reconocerse entre sí y prestarse apoyos mutuos, reforzando su narrativa contra la democracia liberal. En todos los casos transmiten la idea de que la pluralidad es un riesgo y la dignidad una concesión del Estado. Su efecto es fragmentar la sociedad y erosionar la confianza en las instituciones, hasta hacer que la ciudadanía se perciba vulnerable frente al poder.

        La quinta y última amenaza proviene de la influencia externa de regímenes que se presentan —o ya se han consolidado— como adversarios de Occidente y de sus democracias liberales. China, Rusia e Irán —o más precisamente, quienes detentan el poder en esos países— sostienen una visión crítica de nuestra cultura política, a la que consideran decadente e inviable. Desde esa perspectiva, buscan proyectarse como modelos alternativos para quienes, dentro de nuestras propias sociedades, aspiran a ejercer el poder de forma autoritaria. En ese contexto, ciertos actores políticos, intelectuales o mediáticos terminan funcionando como correas de transmisión de esas agendas no liberales, debilitando desde dentro el tejido democrático. A veces lo hacen de forma deliberada; otras, por afinidad ideológica o por oportunismo. Pero en todos los casos contribuyen a erosionar los principios que sostienen nuestra convivencia en libertad.

        La lucha por la dignidad

          El desafío que enfrentan hoy las democracias liberales es tan vasto como complejo. No se trata únicamente de preservar instituciones, sino de sostener un horizonte moral e intelectual: el de rescatar y reapropiarnos conscientemente de las bases culturales que han dado forma a nuestras sociedades occidentales. La dignidad, la libertad individual y la solidaridad no son dogmas ni fórmulas cerradas, sino conquistas civilizatorias que deben ser preservadas, cultivadas y actualizadas con sensibilidad histórica. No existe un único camino que conduzca a esos valores, pero sí un compromiso irrenunciable con su vigencia.  

          En este marco, urge reorientar nuestra atención hacia el desarrollo de las economías, más allá del mero crecimiento. Ello exige elevar de manera sostenida la productividad, pues solo así puede asegurarse una mejora duradera en los ingresos y en las condiciones de vida de la ciudadanía. La expansión del conocimiento productivo —convertido en nuevas tecnologías, en una creciente diversidad de bienes y servicios, y en una mejor capacitación de los trabajadores— resulta imprescindible. Para ello, es necesario articular una economía en la que la función empresarial pueda desplegarse libremente, dentro de un marco que garantice la competencia y de un Estado capaz de proveer bienes públicos fundamentales. Ese marco debe incorporar también mecanismos de flexiseguridad que concilien la adaptabilidad de las empresas con la protección efectiva de los trabajadores, promoviendo trayectorias laborales sólidas y oportunidades reales de reconversión productiva.  

          La reconstrucción democrática exige asimismo repensar el papel del Estado. No basta con reconocer sus funciones esenciales: debe ejercerlas dentro de límites claros y con estructuras que reduzcan los riesgos de captura por intereses particulares. Al mismo tiempo, necesita desarrollar capacidades efectivas para actuar en contextos complejos, fortaleciendo su legitimidad social y su articulación con actores diversos. Pero esta transformación no será posible sin una ciudadanía más activa, dispuesta no solo a exigir derechos, sino a participar en la construcción de instituciones más abiertas, justas y responsables.  

          Hoy, la reconstrucción democrática libra su batalla más decisiva: la confrontación con las autocracias y los liderazgos autoritarios que erosionan desde dentro los valores de la vida en común. En ese contexto, la lucha venezolana sigue siendo una fuente de aprendizaje: no ha concluido y persiste como testimonio de una ciudadanía que, pese a la represión y al desmantelamiento institucional, se resiste a renunciar a la libertad. Y aunque esta tarea corresponde ante todo a los ciudadanos, también requiere que las democracias liberales sostengan, con coherencia y continuidad, una presión externa que reafirme los principios compartidos y acompañe a la resistencia democrática.

          Frente a quienes buscan desacreditar la cultura política occidental y proyectarse como modelos alternativos, la respuesta más eficaz no es la confrontación retórica, sino la renovación interna. Lo que está en juego es la legitimidad vivida de nuestras democracias: su capacidad de inspirar formas de vida dignas, de convocar a la participación libre y de sostener la pluralidad sin fragmentación. Regenerar el espacio público es parte esencial de esa tarea: implica recuperar el sentido del diálogo, reconstruir el lenguaje político y cultivar una cultura cívica que combine firmeza ética con apertura plural. La democracia se defiende con instituciones, pero también con cultura.  

          Coraje cívico

            No es posible hablar de los desafíos colectivos sin convocar, finalmente, a cada ciudadano. Porque todos somos, en mayor o menor medida, parte del problema y también de la solución. ¿Cómo esperar que nuestro país se vuelva grato para vivir y propicio para prosperar si cada uno no arrima su esfuerzo para hacerlo realidad?

            Esta exigencia se vuelve aún más apremiante cuando nuestra forma de vida en común—la que hemos elegido y defendido— es negada por quienes detentan el poder. Ante un desafío tan formidable, el coraje cívico no es una opción: es una obligación ineludible. No se trata, sin embargo, de heroísmos individuales ni de gestos excepcionales, sino de asumir, cada uno desde su espacio, la responsabilidad de sostener el pacto moral que nos permite convivir como comunidad libre. 

            Por eso esta reflexión no pretende ser una lección, sino un testimonio. Una voz que, desde la experiencia venezolana, se dirige a quienes aún creen en la libertad, en la dignidad y en la posibilidad de reconstruir un orden común. Si algo puede ofrecer Venezuela al mundo —o, mejor dicho, al mundo que aún quiere ser libre— es esta advertencia: cuando se pierde la dignidad, todo lo demás se vuelve negociable. Y cuando se la defiende, incluso en medio del colapso, se vuelve posible volver a empezar.

            Una voz alzada desde Venezuela no es entonces un grito de auxilio ni de denuncia, sino un acto de responsabilidad cívica: un llamado a cuidar lo que aún nos une, a sostener el pacto moral que hace posible la vida en libertad. Porque incluso en medio del colapso, alzar la voz en defensa de la dignidad es ya una forma de reconstrucción.

            La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.