El prólogo de las crisis venezolanas

Mientras los mantuanos buscaban poder y privilegios, los pardos —mayoría numérica y económica emergente— se negaban a seguir subordinados. La independencia abrió un vacío imposible de llenar sin violencia. Allí no comenzó el paraíso, sino el primero de nuestros infiernos históricos.

Venezuela pasa por crisis profundas desde su nacimiento como república, pero cuenta con un antecedente sin el cual no se entienden las conmociones del futuro. Las catástrofes que sacudirán a la sociedad encuentran origen en la precariedad del sistema español de gobierno y en la aparición de conductas sin importancia hasta entonces. Tales mutaciones se hacen evidentes en la segunda mitad del siglo XVIII y son capaces de anunciar un profundo dislocamiento de la vida. Veremos ahora las principales.

La debilidad del imperio español debe señalarse como motivo primordial de las mutaciones que sobrevienen. El monarca de turno, Carlos IV, es una figura irrelevante y sin capacidad para el manejo de la administración. Carente de talento para entender las conmociones del vecindario, especialmente las amenazas de la Revolución Francesa y la fuerza de Napoleón, mantiene una actitud pasiva que lo convierte en juguete de las circunstancias. Llega al extremo de permanecer en la parálisis ante maniobras de su heredero, quien conspira abiertamente y lo obliga a la abdicación. Fernando VII accede al trono después de una feroz pugna con su antecesor, situación que aprovecha Bonaparte para encerrar al padre abúlico y al hijo desobediente, pero también para el dominio militar del reino. Comienza entonces la Guerra de Independencia de España, de crucial importancia porque abre a los colonos la puerta para conspirar. Las conmociones peninsulares, la sangría que agobia a los borbones y a sus súbditos, facilitan los manejos de los aristócratas provincianos que pretenden el dominio de su territorio. Si ya no reinan en Madrid los soberanos legitimados por la tradición, sino el francés José I, hermano del Emperador y mal visto por un pueblo aferrado a la tradición, las aguas se van a salir de cauce en Venezuela.

La desviación de la corriente obedece a los intereses de una clase social que la revuelve para aprovecharse de la inquietud: los blancos criollos, en cuya cúspide reinan los más encumbrados, llamados mantuanos. Vienen molestos por el aumento de controles en la vida lugareña cuando reinan los borbones, que reducen sus ingresos y tratan de disminuir su prepotencia. El monopolio de la Compañía Guipuzcoana y los rigores del estanco del tabaco menguan sus ganancias lícitas e ilícitas, que provienen del cultivo y el tráfico de cacao y café. El establecimiento de la Real Audiencia en Caracas los amenaza con la indeseable cercanía del poder judicial, que antes era remoto y, por lo tanto, harto manejable. Un Gobernador con amplios poderes en lo civil y en lo militar, figura inédita en el lugar, es una espina y una afrenta. En consecuencia, las convulsiones metropolitanas les vienen como anillo al dedo para separarse de lo que sienten como una carga incómoda. Se está sirviendo la mesa para una pugna entre las prerrogativas locales y el poder metropolitano, que conducirá a las violencias del futuro.

También está preparada la escena para un enfrentamiento entre los aristócratas y los estamentos populares. Los criollos se proclaman en sus tertulias privadas, pero también en plena calle, como un elenco superior al cual deben plena obediencia “las castas y los colores”. Manifiestan su desprecio por los españoles europeos, pero también su superioridad frente a los canarios, los pardos, los indios y los negros que habitan la provincia. Plantean la necesidad de su elevación automática, de su consagración en la cúpula, mientras el resto de la sociedad permanece en sujeción. Terrible desafío para los pardos, especialmente, que son superiores en número y han hecho fortuna a través del ejercicio del comercio de menudeo, del control de los barrios humildes y de su pericia en el trabajo de la artesanía. Se están sembrando las semillas de un enfrentamiento entre venezolanos, que conducirá a un caudaloso derramamiento de sangre.

En una primera instancia se puede pensar, de los eventos, que el perdedor es el dominio español, que el rey y su burocracia no tendrán más remedio que hacer maletas, pero el asunto no es tan simple. El desplazamiento de la autoridad establecida durante tres siglos, que ahora se está preparando, va a producir un vacío que no pueden llenar a través de medios pacíficos unos aristócratas inexpertos en el terreno de la política de mayor abarcamiento y temerosos ante la posibilidad de perder sus doblones y sus pergaminos. Los pardos, que ahora son más fuertes que nunca y forman la mayoría de la sociedad, no se conformarán con ser espectadores pasivos de un programa organizado por quienes los han subestimado y tiranizado desde la época del poblamiento. Para colmo, hay monarquía para rato. Maltrecha, pero para rato. Los españoles ganan la guerra de su Independencia contra los invasores franceses, y el rey hará lo que esté en sus manos para evitar la pérdida de un Imperio cuyos orígenes remontan al siglo XV.

No estamos en las cercanías del paraíso nacional, por consiguiente, sino ante la próxima inauguración de nuestro primer infierno. En realidad, apenas están empezando los infiernos.

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