
La conquista de México perdonada
Ni los conquistadores fueron monstruos únicos ni los pueblos originarios, ángeles desarmados. La conquista fue parte de un mundo violento y complejo, y pedir perdón cinco siglos después solo revela ignorancia.
El asunto del papel de España a partir del encuentro de América ya se ha tratado aquí, en varios artículos que seguramente no recordarán, pero debo referirlo de nuevo debido a la disculpa que ha ofrecido el secretario de Asuntos Exteriores de España al gobierno de México por las penas que causaron los conquistadores a los pueblos originarios a partir de la caída de Tenochtitlan. Debido a la absurda actitud del funcionario, propia de gente improvisada y superflua, van ahora unos dardos.
No sin reconocer antes que, para evitar animosidades entre sociedades que hoy se necesitan a la recíproca, convienen los miramientos. El trabajo del funcionario consiste en podar las espinas del camino, a veces tragando grueso para evitar distancias o consecuencias innecesarias, en especial cuando tiene o tuvo como interlocutor en la otra orilla a un sujeto tan rudimentario como López Obrador. Pero no tiene que llegar hasta el extremo de confesar pecados mortales que jamás se cometieron. Ofrecer excusas y sonrojarse por vergüenzas ante hechos habituales de una determinada época, ante situaciones que sucedieron como cosa corriente en un período cabalmente determinado, aparte de una muestra de ignorancia supina, es una estupidez monumental que puede conducir a dislates mayores en el entendimiento del panorama de la actualidad con el que debe lidiar.
Veamos ahora tres puntos que apoyan el argumento.
Primero: la autoridad que autorizó la expansión de Europa hacia finales del siglo XV.
La única legitimada por los poderes europeos de la época, debido a su papel de representante de la divinidad capaz de determinar el destino de toda la sociedad en sentido universal. ¿De dónde proviene el poder de los príncipes que entonces rigen los destinos del mundo conocido en Occidente? A todos entroniza y unge el pontífice de Roma, ante cuyo solio acuden las potestades terrenales cuando litigan por asuntos de importancia: matrimonios y divorcios, pleitos de sucesión, mudanzas de dinastías, títulos fundamentales para la ortodoxia, división de territorios, bendiciones para hacer la guerra y excomuniones para los monstruos que vayan apareciendo. Si así sucede en la generalidad de los asuntos que más importan entonces, ¿no es la autoridad adecuada para repartir las influencias de un mundo inesperado que apareció en ultramar?
Segundo: la violencia que los españoles ejercen en América o, para ser precisos, en los territorios que hoy llamamos México.
Aquí no hay ninguna singularidad a través de la cual se pueda considerar como monstruoso lo que sucede cuando Cortés lleva a cabo sus hostilidades. Las guerras europeas de la época, sucedidas antes y después de los viajes de Colón, se distinguen por la estatura descomunal de su violencia. Se masacra, se tortura, se descuartiza, se viola, se roba y se veja sin compasión cuando los españoles de entonces pelean con los franceses, los portugueses o los alemanes, por ejemplo; o cuando los británicos incursionan en el continente, o cuando los poderes de la península itálica se enfrentan por sus limitados dominios.
Si así son, sin excepción, las maneras europeas de ver por su interés en asuntos de política, de contenido religioso o por apremios económicos, hay que ser miope del todo, o más bien muy necio, para pedirle a Cortés y a sus coraceros que estrenen maneras piadosas y caballerosas con las comunidades que deben avasallar, que parezcan adelantados de la ONU.
Tercero: el holocausto del buen salvaje.
Las culturas aparecidas han creado formas de convivencia, para nada benévolas, a través de las cuales unas comunidades dominan a otras con las herramientas del caso y del contorno. Tales herramientas son tan letales como las que trae el soldado español, ajustadas a su desarrollo cultural pero destinadas a propósitos de dominación y defensa como los del continente europeo. Tienen sus eficaces armas y sus ideas invariables sobre la imposición de unas personas sobre otras y de un gentilicio sobre estirpes distintas, preocupándose solo por los beneficios materiales que obtienen de sus movimientos.
No hay aquí ángeles con taparrabos, ni mancebos angelicales, ni un paraíso que va a ser avasallado por hombres que tienen pólvora y cañones a su servicio, sino un universo de diferentes características que hace lo que hicieron los europeos cuando se afirmaron los poderes del mundo moderno: matar para conquistar, esclavizar, tumbar ídolos para levantar otros, decapitar, sacarse las tripas y comérselas, depredar para imponer un determinado tipo de dominación.
Es una lástima que el ministro Albares, antes de ponerse de rodillas en el confesionario para cantar babosadas, no hubiese conocido la existencia de esos guerreros pavorosos con cuchillas de piedra que venían matándose desde su antigüedad. O que no hubiera entendido que no es lo mismo tratar con el papa Borgia que con León XIV, o que las guerras de antaño en no pocas ocasiones se parecen como gotas de agua a las de ogaño; y que no solo conviene leer al padre Las Casas, sino también a la criolla sor Juana, por ejemplo, para cambiar las informaciones tendenciosas por las sutilezas de un refinamiento nacido de un vínculo cultural que merece atención respetuosa.
O que no se le hubiera ocurrido, cuando vive en la cúpula de una gestión empeñada en la recuperación de la “memoria histórica”, pedir ayuda profesional. Pero no solo de historiadores de izquierda, sino también de un maestro de primeras letras que trabaje como asesor comunicacional.