El Nobel que vino antes de la paz… y el Nobel que vino para la democracia

El Nobel de la Paz ha vuelto a mirar a América Latina. En 2016 lo recibió Juan Manuel Santos por un acuerdo que Colombia rechazó; en 2025, María Corina Machado por su resistencia frente a la dictadura chavista. Dos premios, dos contextos, una misma paradoja: el Nobel que llega antes de la paz y el que busca anticipar la democracia.

Hay ironías que solo la historia se permite, y América Latina parece ser su escenario predilecto. En 2016, el Comité Noruego decidió premiar a Juan Manuel Santos con el Nobel de la Paz “por sus decididos esfuerzos para poner fin al conflicto armado en Colombia”. Lo curioso es que el premio llegó apenas unos días después de que los colombianos rechazaran, en plebiscito, el acuerdo de paz que supuestamente había puesto fin a medio siglo de guerra. El mundo aplaudía el fin de la violencia, mientras en Colombia los votantes decían que no estaban convencidos. Santos recibió el galardón con solemnidad, Oslo se vistió de blanco y la narrativa internacional se llenó de esperanza: “Hoy hay una guerra menos en el mundo”, dijo el laureado. Pero la realidad, terca y poco ceremonial, se encargó de desmentirlo lentamente.

El Nobel de Santos fue, en rigor, un premio a la intención: un reconocimiento a la voluntad política de sentarse a negociar más que al éxito tangible de una paz consolidada. Una medalla que decía: “Bien hecho por querer hacerlo”, aunque todavía nada estuviera hecho. Porque, mientras las cámaras se apagaban y los discursos se disolvían en la nieve de Oslo, en Colombia las comunidades seguían esperando el Estado que nunca llegó; los líderes sociales seguían cayendo asesinados, y las disidencias de las FARC comenzaban a reinventar la guerra en los territorios. La paz firmada en La Habana resultó, en muchos lugares, una paz en papel. Los informes de derechos humanos, las investigaciones académicas y las cifras de violencia lo confirman: el país redujo los combates formales, sí, pero la sangre siguió corriendo, solo que con nuevos uniformes y otras banderas.

Diez años después, la misma institución que celebró la negociación con una guerrilla otorga el mismo premio, pero con una intención radicalmente distinta. En 2025, el Nobel de la Paz recae sobre María Corina Machado, la opositora venezolana que, desde hace años, enfrenta la represión, la censura y la desintegración institucional del régimen chavista. El mensaje, esta vez, no se dirige a quienes firman acuerdos, sino a quienes resisten el poder que no los permite. Se premia la persistencia democrática, la disidencia civil frente al autoritarismo, la fe en la palabra libre. El Comité Noruego cambia de escenario, pero mantiene su guion: señalar el valor moral de quienes, en teoría, sostienen la esperanza.

Y, sin embargo, el eco histórico resulta tan sarcástico como fascinante. Porque fue precisamente Hugo Chávez, el mismo líder cuya herencia política Machado combate con uñas y dientes, quien hace más de una década acompañó, impulsó y legitimó las negociaciones entre las FARC y el gobierno de Santos. Venezuela, bajo su tutela, fungió de mediadora y garante del proceso de La Habana, ayudando a sentar en una mesa a quienes hasta entonces solo se conocían por el sonido de los fusiles. Hoy, el país del antiguo mediador es escenario de una dictadura cívico-militar, y la opositora al heredero de Chávez recibe el mismo premio que, en su día, celebró una paz impulsada gracias a su diplomacia. La historia, una vez más, se divierte con nosotros: el Nobel que un día fue testimonio de la influencia chavista en la pacificación regional hoy es símbolo de la resistencia contra su legado.

Los paralelismos son inevitables. Santos representaba el poder que dialoga; Machado, la oposición que sobrevive. Santos hablaba en nombre del Estado que busca desarmar a la guerrilla; Machado, en nombre de los ciudadanos que buscan desarmar el miedo. Ambos comparten una narrativa de paz, pero desde extremos opuestos del poder: uno desde la institucionalidad, la otra desde la insurgencia democrática. Y el Nobel, siempre tan puntual en su moral global, los envuelve bajo el mismo concepto elástico de “paz”, como si la paz fuera una marca registrada que se ajusta al vaivén del contexto.

Quizás el verdadero hilo conductor no sea ni Santos ni Machado, sino el propio Nobel: ese comité que, década tras década, intenta recordarle al mundo lo que considera justo premiar. En 2016, la diplomacia de la negociación; en 2025, la resistencia de la conciencia. Pero entre ambos extremos se abre una pregunta incómoda: ¿cuánto valen los símbolos cuando la realidad se resiste a imitarlos? ¿Cuántos premios más hacen falta para que la paz deje de ser un gesto y empiece a ser una política?

A veces, el Nobel parece actuar como un espejo invertido: reconoce aquello que el mundo todavía no logra, con la esperanza de que el aplauso lo vuelva realidad. Premió a Santos antes de que la paz existiera y premia a Machado antes de que la democracia sea posible. Celebra el proceso, no el resultado. Quizás por eso estos dos galardones, puestos en la misma línea del tiempo, dibujan un mapa de las utopías pendientes de América Latina: la paz que no termina de llegar y la libertad que aún no comienza del todo.

Tal vez la enseñanza moral de esta historia sea, después de todo, menos política que humana. La paz no se decreta ni se premia: se construye. La democracia no se promete: se ejerce. Los reconocimientos internacionales son luces breves sobre caminos largos, y nada garantiza que quienes los reciben puedan completar la obra que representan. Santos quiso cerrar una guerra que no ha terminado; Machado quiere abrir una democracia que aún no empieza. Entre ambos premios se encuentra la verdad incómoda de nuestro tiempo: la de una región que necesita menos trofeos y más justicia, menos medallas y más memoria, menos discursos y más humanidad. Porque, al final, ningún Nobel reemplaza la paz que se vive ni la libertad que se respira.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.