
Miedo al miedo
En “Miedo al miedo”, Juan Miguel Matheus recuerda, con la filosofía clásica como espejo, que los tiranos viven presos de su propio terror. Maduro ya no domina: teme. Teme al pueblo que dejó de temerle. Y ese es el principio del fin de toda tiranía.
En el corazón de toda tiranía hay un miedo primigenio: el miedo al miedo. Platón lo comprendió con lucidez en el libro IX de La República: el tirano, que parece omnipotente, vive en realidad esclavizado por los temores que él mismo ha sembrado. Su régimen se funda en la desconfianza, en la sospecha universal, en la convicción de que todos conspiran. Por eso necesita vigilar, castigar, aislar. Al abolir la libertad de los demás, ha extinguido también la suya. En el alma del tirano, la pasión de dominar acaba siendo un castigo: cuanto más manda, más teme.
Jenofonte, en su Hieron, lleva esa intuición a la experiencia. Hieron confiesa al poeta Simónides que la vida del tirano es una cadena invisible: no puede amar ni ser amado, no puede salir a la calle sin escolta, no duerme sin temer al sueño. La seguridad que buscaba se convierte en su mayor angustia. No gobierna, se esconde. En lugar de ciudadanos, tiene cómplices y mercenarios. En lugar de amigos, guardianes. Y en lugar de respeto, una obediencia que huele a miedo. El poder tiránico, en su fondo, no es grandeza, sino paranoia.
Esa tradición clásica nos enseña que la tiranía no es solo un sistema político, sino una enfermedad del alma. El miedo, cuando se hace forma de gobierno, termina invadiendo a su propio cultor. El tirano construye una sociedad amedrentada, pero también un espejo que le devuelve su propio terror. Pretende inspirar pavor para perpetuarse, pero su supervivencia depende de la mentira y del silencio. Vive rodeado de simulacros, midiendo cada palabra, escrutando cada gesto de sus ministros y de sus custodios. Su palacio se convierte en una cárcel agria. Y a medida que su miedo crece, se va quedando solo —muy solo—, prisionero de su propio vacío.
Así ocurre hoy en Venezuela. Nicolás Maduro gobierna desde hace años bajo el signo del miedo. Durante un tiempo logró imponerlo con brutal eficacia: miedo a hablar, miedo a protestar, miedo a perder el sustento, miedo incluso a esperar. Pero el miedo, cuando se prolonga, se degrada. El ciudadano que aprende a callar por miedo termina aprendiendo también a pensar en silencio. Y cuando piensa, se libera. La tiranía venezolana ha comenzado a cosechar su propia siembra: un miedo que se le devuelve como angustia.
Maduro teme a su entorno, teme a sus aliados, teme a las calles, teme a los suyos. No confía en nadie y por eso multiplica los anillos de seguridad, los escoltas, los micrófonos, las cámaras. Vive bajo la custodia de su propio miedo. Las Fuerza Armada ya no es una comunidad de servicio, sino un muro de desconfianza. Los mercenarios rusos, cubanos e iranies sustituyen a los soldados nacionales, y los ministros se vigilan unos a otros. En la cúpula, el poder se ha vuelto una marea de sospechas. Maduro, cercado por su propio aparato, se queda cada día más aislado, más visible en su desnudo moral. No hay soledad más profunda que la de quien no puede confiar ni en su sombra.
En los últimos meses, el miedo del régimen ha adquirido un tono nuevo: miedo al ánimo de cambio. Saben que ya no controlan el pulso moral del país. Intuyen que la sociedad, después de tantos años de humillación, está superando el umbral del temor. El venezolano ha aprendido a convivir con la escasez, con la represión, con la mentira, pero no con la desesperanza. Y cuando el miedo deja de paralizar, se convierte en coraje. Por eso, maduro y su círculo sienten el vértigo de ese cambio invisible.
El miedo al miedo es el principio del fin de toda tiranía. Cuando el opresor comienza a temer al pueblo, la historia empieza a girar. No hay sistema de control capaz de sofocar para siempre el movimiento interior de una nación que ha decidido volver a creer en sí misma. Ese renacimiento moral no se declara: se siente y está ocurriendo. Y los tiranos —como Platón y Jenofonte lo advirtieron hace siglos— siempre lo saben antes que nadie.