
Las ciudades que prosperan
Durante décadas, el centralismo económico y político ha empobrecido nuestras ciudades, arrebatándoles su capacidad para crecer y reinventarse. La verdadera modernidad urbana no se mide en metros de asfalto ni en discursos, sino en la libertad fiscal que permite construir futuro desde lo local.
Este texto comencé a escribirlo como una breve reflexión sobre nuestras ciudades. En efecto, eran ciertas generalidades que pueden ocurrírsele a cualquier observador al ver el trajinar incesante de cientos de personas que, a todas horas, demandan servicios públicos. Ya solo inventariarlos o bosquejarlos mentalmente abruma por su proporción y sobrecoge la idea de cómo garantizar, en condiciones de razonable calidad, servicios tales como transporte público, calles, avenidas, aceras, electricidad y alumbrado público, agua potable, aguas servidas, seguridad ciudadana, espacios para la recreación, la cultura y el deporte, sistemas de salud primaria, protección civil, ornato público y, de pronto, algún otro servicio dejado al margen de tantos que la civilización ha ido imponiéndonos como imprescindibles.
Después de enumerar rápidamente todo lo que un gobierno local debe garantizar a sus ciudadanos, y un poco al calzarme en los zapatos de quienes están al frente de satisfacer tales demandas, una gran inquietud se me fue planteando sobre cómo atender tantas exigencias —cada día en constante crecimiento— en un escenario de tan punzantes restricciones financieras.
En Venezuela el asunto se complica aún más debido a la particular situación que vivimos: un periodo histórico que abarca más de dos décadas signadas por una conflictividad política extrema que, si acaso cambia de magnitudes en ciertos momentos, nunca ha dejado de estar presente durante lo que, en otro contexto, significarían casi cinco periodos presidenciales consecutivos. En este lapso se ha visto de todo en el país, superando la capacidad de asombro que cualquier persona podría tener en su vida.
Así, justo cuando intentaba dar continuidad al párrafo anterior, una fluctuación eléctrica me dejó congelado frente a la computadora. Entonces, con las ideas flotando en un limbo de rabia e impotencia, acudí enseguida a un trozo de papel y un bolígrafo para impedir que las ideas trabajadas con tanto esmero se esfumaran, como los pájaros que se le vuelan al cazador cuando un imprudente, con su inconsciente torpeza, arroja una piedra sobre el coto de caza. Los pájaros, en efecto, se me fueron; entre la desazón y el temor de que la computadora hubiera sido afectada, apenas pude garrapatear algunas ideas en el papel que ahora trato de exponer.
Decía que la situación se complica en mayor medida para nuestras ciudades y pueblos porque, a diferencia del pasado —ya remoto, por cierto—, las crisis económicas afectaban la capacidad financiera de los gobiernos locales de manera transitoria. La complejidad de la vida urbana era, además, mucho menor, y de algún modo las transferencias del gobierno central se realizaban sin mediar complicaciones políticas.
Cuando se inicia en Venezuela el proceso de descentralización política y administrativa que crea la figura de las alcaldías (1989), según Carlos Mascareño, el 77% de los municipios dependía en más del 50% del situado que les era transferido, siendo estos en su mayoría territorios con menos de 50.000 habitantes. Solo cinco municipios de los estudiados en el lapso 1989-1992 dependían en menos del 10% de las transferencias. Esto nos indica que el financiamiento de los servicios públicos más exigentes y las inversiones de gran escala eran realizadas por el gobierno central, mientras que la cotidianidad de otros servicios públicos era atendida por las autoridades locales con relativa facilidad. Así, nuestras ciudades lograron apuntalar su crecimiento intentando siempre obtener la mayor cantidad de recursos para mejorar su capacidad de gestión. Es una lucha inacabable cuando los recursos son escasos y las necesidades múltiples.
La Venezuela de nuestro tiempo tiene una muy particular característica: vive una crisis sistémica. Es un país problematizado por un cataclismo multifactorial cuyo síntoma más evidente es la ruina general, reflejada en términos estadísticos en el quiebre de todos sus indicadores socioeconómicos.
Y creo que nadie, cuando por cualquier motivo imaginábamos el futuro, habría podido sospechar que un país tan pleno de potencialidades de todo género, en el primer tercio del siglo XXI —cuando el resto del mundo se pasea por tantos otros temas relativos al progreso humano—, pudiera encontrarse en tan desafortunada circunstancia. Un país con ciudades incapaces de retirar las aguas servidas que corren libremente por sus calles o con esquinas convertidas en basureros públicos, donde personas escarban entre los desperdicios algún sobrante para remediarse la vida.
Ahora bien, dejando un poco al margen la complejidad de nuestro momento histórico, intentemos tratar un aspecto que, a nuestro juicio, es crucial para nuestros municipios.
Comencemos por decir que las ciudades son áreas geográficas en las que se congregan las personas para producir y generar riqueza de acuerdo con una determinada forma de organización de la vida colectiva. Son, en definitiva, realidades urbanas donde se habita, trabaja y comparte la vida, incluso generando una identidad.
Cuando acudíamos al cine para ver una película sobre el futuro, las escenas, por lo general, nos mostraban metrópolis ultramodernas, plenas de robots y pulcramente organizadas. Incluso los documentales, con un libreto mucho más cercano a la realidad cotidiana de estas, nunca nos presentaban la labor de la gestión pública que hacía posible esa visión futurista ni enfocaban trama alguna sobre el aspecto clave que atañe a esta alucinante perspectiva urbanística. Ese ignorado asunto —médula espinal del progreso urbano—, conocido únicamente por los especialistas como gestión fiscal, es el responsable del financiamiento de casi todo lo que nuestra vista aprecia a su alrededor. Así pues, de una acertada política fiscal se deriva la capacidad de las autoridades locales para financiar la construcción y mantenimiento de la infraestructura pública y atender servicios básicos para que nuestras ciudades sean lugares de convivencia integral con la naturaleza.
En dos platos: sin una adecuada provisión de recursos financieros es virtualmente imposible mejorar la calidad de vida urbana.
En Venezuela, de acuerdo con la Constitución Nacional (CRBV), los municipios se financian principalmente por dos vías: las transferencias y subvenciones del gobierno central, y los ingresos propios, entre los cuales existen los de naturaleza tributaria, por una parte, y las tasas por el uso de bienes o servicios, por otra, además de los derivados de sanciones y multas en el ámbito de su competencia.
En tal sentido, el artículo 179 de la CRBV establece lo siguiente:
Los Municipios tendrán los siguientes ingresos:
- Los procedentes de su patrimonio, incluso el producto de sus ejidos y bienes.
- Las tasas por el uso de sus bienes o servicios; las tasas administrativas por licencias o autorizaciones; los impuestos sobre actividades económicas de industria, comercio, servicios o de índole similar, con las limitaciones establecidas en esta Constitución; los impuestos sobre inmuebles urbanos, vehículos, espectáculos públicos, juegos y apuestas lícitas, propaganda y publicidad comercial; y la contribución especial sobre plusvalías de las propiedades generadas por cambios de uso o de intensidad de aprovechamiento con que se vean favorecidas por los planes de ordenación urbanística.
- El impuesto territorial rural o sobre predios rurales, la participación en la contribución por mejoras y otros ramos tributarios nacionales o estadales, conforme a las leyes de creación de dichos tributos.
- Los derivados del situado constitucional y otras transferencias o subvenciones nacionales o estadales.
- El producto de multas y sanciones en el ámbito de sus competencias y las demás que le sean atribuidas.
- Las demás que determine la ley.
Visto el marco jurídico que da soporte a la gestión fiscal en nuestros municipios, vale la pena detenerse en un par de aspectos. El primero es que, estando definidas las fuentes de financiamiento y dotándose a los gobiernos locales de potestades tributarias, la consecuencia natural de tal previsión legal es la creación de una estructura administrativa para la ejecución de dichas atribuciones.
El segundo es el necesario —quizás obligante— diseño de una política fiscal que sirva de fundamento financiero para la gestión pública y que, al mismo tiempo, se convierta en un instrumento para potenciar las ventajas competitivas del municipio.
La ausencia de una política fiscal en un gobierno local equivale a dejar en la incertidumbre, o propiamente al azar, la calidad del financiamiento de la inversión pública, incurriéndose con ello en un lamentable costo de oportunidad que limita el crecimiento económico de una jurisdicción.
Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), en América Latina para el año 2016 los ingresos locales apenas cubrían alrededor de un 30% del total del gasto de los gobiernos municipales, frente a cerca de un 60% en los países de las economías emergentes de Asia. De acuerdo con esto, nuestras ciudades dependen principalmente de las transferencias de sus gobiernos centrales, y eso no es cualquier cosa, pues podría implicar retrasos en la construcción de infraestructuras necesarias, imprecisión en la definición de prioridades de inversión y, en buena medida, una forma de control político sobre los entes locales.
Al comienzo de estas notas señalé que, en Venezuela, para el periodo 1989-1992, el 77% de los municipios dependía en más del 50% del situado constitucional. Es decir, que en comparación con la realidad señalada por la OCDE, nuestros municipios se encontraban ligeramente en mejores condiciones fiscales al inicio del proceso descentralizador que la media de los países latinoamericanos.
La varianza estadística respecto de la realidad de América Latina muy probablemente se deba a que, en nuestro país, los municipios tienen consagradas potestades tributarias distintas y autónomas de las reguladoras que la Constitución y las leyes atribuyen al Poder Nacional o Estadal, señalando específicamente los rubros de naturaleza tributaria con que pueden gravar a los contribuyentes.
Valdría la pena estudiar cuánto de ese comportamiento estadístico se mantiene en el presente; incluso realizar un análisis de la evolución histórica del peso de las transferencias del gobierno central a los municipios y del correspondiente alcance de los recursos propios percibidos por virtud de sus soberanías tributarias. Así podríamos determinar, de acuerdo con cada momento histórico, cuáles han sido las tendencias y correlacionar el comportamiento de los indicadores de gestión con la capacidad financiera de los gobiernos locales. De ese modo sabríamos si existe una relación directa entre el mejoramiento de los servicios públicos y las competencias municipales con la capacidad para generar recursos propios.
Este aspecto es muy interesante porque, desde la administración central, durante todo el periodo que abarca el proceso político iniciado en 1998, han existido diferentes políticas respecto de las transferencias de recursos financieros a los municipios. Por un lado, se han acordado aportes más allá de los previstos por el situado constitucional, agregando, con base en leyes específicas, los aportes relativos al FIDES, LAES y Fondo de Compensación Interterritorial, para impactar así la capacidad de gestión local.
Al mismo tiempo, se han creado aportes directos a organizaciones comunales y sociales de diversa índole que, ciertamente, no han tenido una relevancia significativa en la atención a las complejidades de nuestras ciudades; sin embargo, no por ello deben soslayarse.
Pero así como durante un periodo se incrementaron las transferencias, posteriormente, en otros momentos, se derogaron varias de las leyes que las hacían posibles y, más recientemente, se ha procedido con la aprobación de una controversial ley que limita las potestades tributarias de los entes locales.
El sentido común nos indica que, debido al colapso económico, los municipios en el presente son más dependientes de los aportes centrales que nunca, reduciéndose así sus capacidades de financiamiento con recursos propios.
Este proceso ha contribuido a que las ciudades se empobrezcan y se arruinen, impidiéndoles la posibilidad de estar a la altura de las expectativas de sus ciudadanos, porque no pueden garantizar un desarrollo sostenible. De este modo, pierden oportunidades, debilitan sus ventajas competitivas y deprecian con el tiempo el valor por metro cuadrado del patrimonio inmobiliario de sus residentes.
Según el BID, la vía para consolidar ciudades con razonables niveles de calidad en los servicios públicos es otorgar a los gobiernos municipales más libertad para gestionar sus propias fuentes de ingresos tributarios, una apuesta a la que el gobierno de Venezuela no se acoge, moviéndose, precisamente, en sentido contrario. A nuestro juicio, la recientemente aprobada Ley Orgánica de Coordinación y Armonización de las Potestades Tributarias de los Estados y Municipios se orienta en tal propósito. Creemos que todo intento de limitar a los municipios para aminorar su dependencia de las transferencias del gobierno central abona el terreno de la coacción y el chantaje político, postrando en el largo plazo a las ciudades en el atraso.
Ahora bien, no obstante lo expresado, tenemos el reto de impulsar municipios y ciudades —aun en el escenario adverso y complejo que domina el presente— capaces de ofrecer a su gente razones para vivir en ellas, donde las personas las escojan por sus bondades urbanas y concepto humanista. En especial, este último aspecto cobra relevancia en un mundo donde el horror del cambio climático comienza a dibujar una nueva convivencia urbana. Las ciudades son espacios para vivir y garantizar los medios que satisfagan las necesidades de las personas. Son organismos vivos para producir y generar riqueza, en cuya dinámica compiten para atraer inversiones.
Asimismo, las ciudades son espacios para el desarrollo de la creatividad y del ingenio colectivo, donde las personas deciden invertir en proyectos de carácter estrictamente económico y también de vida, para convivir junto a otros. Las personas aspiran a tener, cerca de sus lugares de trabajo, viviendas y espacios para el disfrute y la recreación. No pareciera ser una gran cosa, pero constituye un importante reto para la gerencia pública de las ciudades.
En abril de este año, en la ciudad de Denver, Estados Unidos, se llevó a cabo la Primera Cumbre de Ciudades de las Américas. De este encuentro, representantes del BID señalaron algunas de las características más resaltantes de las ciudades en América Latina. Entre ellas, por ejemplo, que ocho de cada diez personas viven en áreas urbanas, lo que obliga a los gobiernos locales a incrementar en cortos tiempos las inversiones en infraestructura y servicios para los ciudadanos, con restricciones fiscales tan evidentes como el hecho de que las administraciones municipales dependen de las transferencias centrales en un promedio ponderado del 56% de sus ingresos.
De ahí que una de las inquietudes principales de la cumbre fue plantear la necesidad de buscar fuentes alternativas de financiamiento para evitar el colapso de las ciudades. De todos los mecanismos mencionados, a nuestro juicio tres podrían considerarse en nuestro país:
- Aumentar la base tributaria a fin de reducir la evasión fiscal, lo cual implica modernizar y actualizar —con las automatizaciones debidas— el padrón de contribuyentes, con particular énfasis en los rubros de impuestos sobre actividades económicas y propiedad inmobiliaria.
- Privilegiar el impuesto inmobiliario como referencial tributario, dado el potencial catastral que representa.
- Desarrollar zonas especiales para el asiento de inversiones privadas, ofertando un portafolio de beneficios una vez que se determine rigurosamente cuáles son las ventajas competitivas que cada municipio o ciudad posee, a fin de presentarlas sin divagaciones en el mercado. En tal sentido, las autoridades locales han de considerar la posibilidad de crear un despacho exclusivamente para realizar marketing promocional ante ruedas de negocios, expoferias industriales y todas aquellas instancias en donde pueda evaluarse la expansión de negocios.
“Las ciudades que realmente prosperan a largo plazo son las que tienen la energía, la capacidad y la infraestructura para seguir reinventándose”. Eso dijo uno de los expertos a cargo del diseño de la ciudad del futuro conocida como La Línea en Arabia Saudita.
Abrigo la esperanza de poder ver hecha realidad esta afirmación respecto a la ciudad donde vivo, esa que veo desde mi ventana con el mismo semblante de siempre, donde los árboles permanecen del mismo tamaño, como si se negaran a crecer para que todo al final siga siendo igual. Una ciudad que, como congelada en el tiempo, a veces luce como una de esas postales que los viajeros enviaban a sus amigos desde remotos lugares, para que sus recuerdos resistieran el transcurrir de la vida. Aspiro ver a mi ciudad reinventándose desde su destino minero —que ya el mundo comienza a desechar— para transformarse, entonces, en un nuevo espacio de convivencia colectiva.