El voto femenino y la humanidad republicana

Hoy, en medio de la opresión, son las mujeres quienes sostienen la República, las que resisten el hambre, el exilio y la represión.

El 27 de octubre de 1946, las mujeres venezolanas votaron por primera vez en una elección nacional. Fue la jornada de los comicios para la Asamblea Constituyente convocada por la Junta Revolucionaria de Gobierno. Ese día, en escuelas y liceos convertidos en centros de votación, se ensanchó definitivamente la idea de pueblo. La política venezolana se hizo más humana porque reconoció en la mujer no solo a la madre o a la esposa, sino al sujeto político que tiene derecho a decidir el destino de la nación.

A lo largo de las décadas, desde 1811, la República ha sido edificada por mujeres que lo dieron todo sin pedir nada: Luisa Cáceres de Arismendi, mártir de la independencia y de la fidelidad; Teresa Carreño, que llevó el nombre de Venezuela a los grandes teatros del mundo con el poder civilizador del arte; Teresa de la Parra, que enseñó a pensar la libertad desde la intimidad moral; y la Madre Carmen Rendiles, que consagró su vida al servicio y a la santidad cotidiana. Ellas, cada una a su modo, encarnaron la dignidad femenina que el voto vino finalmente a reconocer.

La Constitución de 1947 consagró el sufragio universal, directo y secreto, sin distinción de sexo. Fue el acta de nacimiento de una nueva ciudadanía. Pero más allá de la norma, lo esencial fue el sentido espiritual del hecho: que la mujer, con su voto, introdujo en la política venezolana una sensibilidad distinta, una forma más honda de entender la vida pública. La política dejó de ser el terreno exclusivo de los impulsos de fuerza y se abrió a la ternura, a la compasión y a la prudencia, virtudes que ennoblecen el ejercicio del poder.

En varios ensayos he sostenido que la mujer representa, en el alma de la comunidad, la fuerza que humaniza la República. Son las dadoras de vida a la humanidad y también a la República. Sin su presencia moral, la nación se seca. Si el hombre tiende a la construcción institucional, la mujer guarda el fuego invisible que da sentido moral a esa arquitectura. Allí donde el cálculo político amenaza con vaciar la palabra de verdad, la mujer rescata la autenticidad de la acción. Su modo de mirar y de amar el mundo impide que la vida pública se corrompa en pura técnica o en dominación.

El voto femenino fue una afirmación ontológica. Fue la entrada de la humanidad en la política. La mujer, con su presencia cívica, recordó que gobernar no es dominar, sino servir; que el poder no se justifica por la fuerza, sino por la capacidad de cuidar. Como escribió Juan Pablo II en su Carta a las mujeres (1995): “El verdadero progreso de la humanidad pasa por el reconocimiento de la plena dignidad de la mujer”. Esta es una aproximación a la dignidad de la mujer derivada de la naturaleza humana, no de ideologías o agendas artificiales que instrumentalizan lo femenino. El voto de la mujer, en este sentido, es una de las más altas expresiones de la doctrina republicana, porque convirtió el deber político en una extensión del amor.

Hoy, cuando Venezuela atraviesa un proceso prolongado de opresión y de búsqueda de liberación nacional, las mujeres están de nuevo en el centro de la historia. Nos lideran. Son las que sostienen las familias rotas por la migración, las que resisten el hambre, las que organizan la solidaridad en los barrios, las que defienden la verdad en los medios y en las calles. Han sido también las más valientes frente a Chávez y Maduro: madres de presos políticos, periodistas que se niegan a callar, líderes comunitarias que enfrentan el miedo con dignidad. Las tenemos muertas, presas y exiliadas por la dictadura, y aun así no han dejado de luchar por la República. En ellas se preserva el núcleo moral de la nación. Su lucha actual prolonga la de aquellas que, en 1946, comprendieron que sin participación femenina no hay República viva.

El proceso de redemocratización que se avecina —porque inevitablemente se avecina— deberá reconocer esta verdad: la reconstrucción venezolana será femenina o no será. No porque deba excluir a los hombres, sino porque la mujer representa la dimensión de humanidad que puede salvarnos del odio, del nihilismo y del revanchismo. Su mirada reconcilia lo político con lo humano, lo legal con lo justo, lo institucional con lo vital.

Votar, para la mujer venezolana, ha sido siempre más que un acto formal. Es un gesto de afirmación de la vida frente al abuso, un signo de que el país aún respira. En cada maestra, enfermera, madre o joven estudiante que se organiza por el bien común late la misma fuerza que impulsó el voto de 1946: la convicción de que la libertad y la justicia no son abstracciones, sino compromisos cotidianos.

Setenta y nueve años después de aquel día luminoso, el voto femenino sigue siendo una promesa. No solo porque aún hay desigualdades y exclusiones, sino porque su sentido más profundo —la humanización de la política— sigue inconcluso. En un tiempo donde la mentira pública amenaza con imponerse como método, la presencia de la mujer recuerda que la verdad es fecunda cuando nace del amor.

La política venezolana debe mirarse otra vez en el rostro de sus mujeres. En ellas está el espejo de la República posible: firme, compasiva, ordenada y libre.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.