
El Chapo no es tan malo…
El narcotráfico no es solo un delito: es una ideología autoritaria que sustituye al Estado, impone su moral, sus símbolos y sus héroes. Mientras algunos creen que “solo venden drogas”, lo cierto es que están vendiendo el alma de nuestros pueblos.
Pascuala me aborda para preguntarme sobre Venezuela y los acontecimientos del Caribe. Como siempre, bastó la consulta para que yo comenzara a explicar la vinculación del régimen con el narcotráfico, el autoritarismo, la destrucción de la economía y los problemas cotidianos de la población. En medio de mi perorata, y siendo ella mexicana, saqué a relucir el imperio de la droga creado por el Chapo Guzmán, de modo que sirviera de ejemplo para comprender el asunto. De pronto, me dice de forma llana y con la sinceridad que la caracteriza: “Pero el Chapo no era tan malo; él solamente vendía drogas”. Quedé sin respuesta alguna a aquella afirmación. Terminamos la conversa y han pasado varios días en los que no he dejado de pensar en esa frase: no era tan malo…
Lo narrado es un hecho real que me hizo recordar la conversación con una persona que vive en Caracas, en una zona popular controlada por colectivos armados, quien me decía que, en realidad, ellos no eran tan malos. Entre sus razones estaba que habían mantenido controlado el tráfico de drogas, que antes estaba desordenado en manos de cualquiera; ahora solo ellos pueden traficar. Me aclaraba que también controlan cualquier iniciativa deportiva o recreativa en la parroquia, al igual que el acceso a los servicios como gas y agua, e incluso se encargan de organizar la entrega de los alimentos subsidiados por el gobierno. “Mientras no opines contra el régimen, no los contraríes ni te organices políticamente, puedes vivir con bastante tranquilidad”, afirmaba. En fin, no son tan malos, solo eres su esclavo y no te has dado cuenta, pensé.
Pascuala es migrante en los Estados Unidos. No viene de Noruega o Dinamarca; proviene de una zona caliente de México en la que la violencia y la criminalidad dominan el ambiente. La necesidad de dar mejor calidad de vida a sus hijos la hizo huir de su tierra natal, cuidarlos de la violencia de las calles, de las armas, las desapariciones y asesinatos constantes, del reclutamiento de jóvenes para hacer parte de las organizaciones del narcotráfico, pero también escapando de la violencia institucional: la de la policía corrupta, de las instituciones que nada hacen para garantizar la vida y los bienes de las personas.
La interrogante que surge es evidente: ¿cómo es que alguien que ha vivido de cerca la violencia de nuestros pueblos latinoamericanos no logra establecer la conexión que tiene el narcotráfico con la terrible realidad de la que ha tenido que huir? ¿Cómo es que el Chapo “solamente vendía drogas”, como si se tratara de un pequeño defecto de personalidad?
He repetido una y otra vez que la realidad latinoamericana tiene en el narcotráfico una de las variables principales que influye de forma definitiva en los acontecimientos políticos, sociales y económicos; en el fenómeno migratorio, en el tema ambiental, en las relaciones internacionales… En todo está la mano de la narcocriminalidad. Pareciera que nos hemos conformado con la fuerza de la evidencia, de modo que esta idea es tan cierta que no hace falta insistir en la explicación. Pero no: hay millones de Pascualas en la región que no vinculan nuestras desgracias con la droga. El problema de la percepción es tan complejo que, incluso gente que uno estima como “informada”, subestima el asunto y considera “exagerado” que se declare a los cárteles como organizaciones terroristas o enemigas de los Estados.
Quienes así opinan no han dimensionado el desafío que tienen las democracias del hemisferio por delante. Las organizaciones de narcotráfico, en un momento, se conformaban con corromper para poner de su lado a autoridades locales y nacionales y así garantizar la impunidad. Desde hace algún tiempo han avanzado, pues se dieron cuenta de que no debían esperar que las autoridades fueran electas o designadas para luego cooptarlas, sino que podían participar activamente en los procesos de elección popular y designación de autoridades.
El proceso 8000 en Colombia, por ejemplo, demostró la inversión de millones de dólares del narcotráfico en el financiamiento de la campaña presidencial de Ernesto Samper, quien, a la postre, no solo ganó, sino que asumió políticas blandas con el narcotráfico. En México los escándalos abundan: Erick Ulises Crespo, exalcalde de Cocula (Guerrero); Lucero Guadalupe Sánchez, exdiputada de Sinaloa; Humberto Moreira, exgobernador de Coahuila; Juan Mendoza Acosta, exalcalde de San Miguel Totolapan; José Luis Abarca, exalcalde de Iguala (Guerrero); Fausto Vallejo, exgobernador de Michoacán, y la lista sigue. Todos recibieron apoyo monetario y logístico de distintos cárteles mexicanos.
El hijo del Mayo Zambada, en sus memorias, explica cómo era el encargado de pagar a cientos de funcionarios públicos su “mesada” por dejarlos “trabajar”. Incluso confiesa que su padre sugería nombres de jefes de policía y de la procuraduría para ser promovidos y designados en su región de influencia.
En Ecuador las organizaciones narcos tienen tomado el territorio y amenazan a los funcionarios que no se doblegan; incluso se les atribuye el asesinato del excandidato presidencial Fernando Villavicencio. Desde Paraguay ordenaron el asesinato del principal fiscal contra el crimen organizado mientras visitaba el Caribe colombiano. Las organizaciones narcotraficantes de Brasil controlan el sistema carcelario y las favelas, imponen sus leyes y cada vez adquieren mayor poder.
El caso de Venezuela es tal vez el más escandaloso, en el que, desde quien se sienta ilegalmente en Miraflores, pasando por ministros, jueces, fiscales, gobernadores, alcaldes, militares y policías, han constituido una megaorganización criminal conocida en todo el planeta como el Cartel de los Soles, en alianza con grupos guerrilleros terroristas. Por su parte, Petro coquetea con la posibilidad de asociar al Ejército de Colombia con Los Soles y así controlar la violencia que surge por el dominio de las economías criminales: eso que ha llamado “la paz total”. Incluso se investigan los aportes del narcotráfico a favor de la campaña del presidente colombiano, siendo la confesión de su hijo una de las piezas de prueba más relevantes.
El dinero producto de la narcocriminalidad está en todas partes. En Venezuela construyen, de la nada, edificios de lujo que no tienen agua y les falla el suministro eléctrico: el lujo entre los escombros, sin que nadie sepa de dónde salen esos capitales. Los nuevos ricos abundan en una sociedad absolutamente empobrecida: aviones, carros de lujo, yates y fiestas, mientras los pensionados reciben menos de un dólar mensual. No hace falta ser un erudito para reconocer al narcotráfico tras esa opulencia.
Toda esta dinámica narco se va normalizando, a tal punto que hace unos meses contrajo matrimonio un jefe narco en Margarita: hubo cientos de invitados, lujos y todo lo mejor en comida, bebida y regalos. Entre los invitados estuvieron varios importantes funcionarios del Estado; hasta el fiscal general disfrutó de la narco-velada.
Si tu preocupación es el ambiente y no la corrupción ni la economía, también debes poner atención. Miles de hectáreas de bosques y selvas vírgenes se pierden cada año para la siembra de coca y amapolas. La Amazonía suramericana es la más golpeada con esta dinámica criminal: Perú, Ecuador, Colombia y Brasil llevan la batuta en deforestación ligada a la droga, pero Venezuela la lidera con la minería ilegal, uno de los negocios conexos al narco.
En materia de salud pública, miles de personas mueren anualmente por hechos vinculados con narcóticos: violencia, sobredosis, disolución familiar, pérdida de la productividad, niños y ancianos abandonados, bancarrota… En fin, las consecuencias del consumo son infinitas y afectan gravemente a las sociedades que la padecen y sus economías.
Pero entre los peores legados del narco a la sociedad está la imposición de su cultura. Música, vestimenta, “arte”, lenguaje, modismos y relaciones sociales modeladas por el narcotráfico están frente a nosotros. Se idealiza a los narcos, se les hace “buenos”, se les imita, se convierten en referentes de jóvenes y adultos. Con ello viene la misoginia: cientos de mujeres desaparecen, mueren, son prostituidas o tratadas por las redes narco. Las mujeres son un adorno para el capo o el sicario. Se les hacen series televisivas, lucen como héroes siempre al filo del peligro y desafiando el orden y la ley. Tras toda esta movida cultural está el dinero que pretende convertirlos en actores sociales y políticos aceptados. Se resuelve quitando la “i” a lo ilícito. ¿Les suena?
El avance del narcotráfico es el retroceso de la libertad y la democracia. Sus actores son realmente malos: asesinan, corrompen, secuestran, desaparecen, destruyen las economías y las democracias. Parte del narcotráfico es antioccidental: los talibanes lideran la siembra de amapola; desde China y Myanmar se diseña y fabrica el fentanilo y otras drogas de diseño.
A los narcos no les convienen los Estados de derecho ni la cooperación internacional. El gran desafío actual es combatirlos y contrarrestar la imposición de su versión del mundo. Ellos lo están haciendo bien; la prueba es que, para algunos, el Chapo no es tan malo, “solo vendía drogas”.