
El espectro de la Barquereña
Venezuela, como en la novela de Gallegos, puede volver en sí: limpiar la casa, abrir las ventanas y dejar entrar la luz. La civilización no es una meta, es una lucha diaria contra la barbarie.
Hay capítulos en la literatura que no envejecen porque contienen la vida moral de un país entero. El espectro de la Barquereña, de Doña Bárbara, es uno de ellos. Santos Luzardo, recién llegado de la ciudad, busca entender el corazón enfermo de los llanos y se encuentra con Lorenzo Barquero: alguien que fue promesa y terminó convertido en un escombro humano. La escena, cargada de sombras, es un espejo de moral patria. Venezuela, tantas veces, ha sido esa casa en ruinas donde la razón contempla la injusticia y se pregunta si todavía vale la pena creer en el bien.
Gallegos describe a Lorenzo Barquero como un alma vencida y devorada por el mal. Fue un hombre instruido, con ideales, pero la barbarie lo desbordó. Dejó de luchar, se refugió en el alcohol y se convirtió en espectro de ánimo errante. Su figura encarna la tragedia del venezolano que, habiendo conocido la ley y la palabra recta, cedió ante la violencia y la desesperanza. En él se vislumbra la enfermedad moral de una nación que perdió el sentido del deber y cayó en la tentación de asumir que no es capaz de engendrar el bien en la historia.
Santos Luzardo, en cambio, representa el retorno de la conciencia. No es un héroe armado, sino un hombre que vuelve para ordenar, para ponerle razón al caos. Su visita a la Barquereña es también un descenso a los infiernos: debe mirar de frente el rostro del fracaso antes de redimirlo. Ese encuentro entre Santos y Barquero es la metáfora del país que somos: el que cae y el que se levanta, el que se corrompe y el que todavía cree que hay redención posible.
Como Barquero, en la Venezuela de hoy hay quienes, sitiados por la barbarie, se han habituado a vivir entre ruinas morales: mentira, corrupción, miedo y desesperanza. Muchos —como Barquero— se refugian en la resignación o en el cinismo, convencidos de que ya nada tiene remedio. Pero hay también —como Santos— quienes vuelven al llano del deber con el alma erguida y la voluntad intacta, convencidos de que la civilización es posible y se construye cada día.
La lección de Doña Bárbara es que el mal no desaparece solo: hay que enfrentarlo. Santos no destruye la barbarie con buenismo ni por mero voluntarismo. La vence con trabajo, educación y ley. Su victoria no es espectacular, sino paciente. Lo mismo nos corresponde a nosotros. Venezuela no se salvará en el largo plazo con grandilocuencia, sino con un regreso íntimo a la responsabilidad, a la decencia y al orden de la justicia.
El diálogo entre Luzardo y Barquero podría repetirse hoy en cualquier esquina del país. “¿Vale la pena?”, preguntaría el espectro, agotado por la historia. Y la respuesta de Santos sería la misma que la de Gallegos: sí, vale la pena; y la esperanza también es una forma del deber. La civilización no es un punto de llegada, sino una lucha permanente contra la oscuridad de la barbarie.
En estos tiempos de reconstrucción inminente, conviene recordar que toda República empieza por un alma que vuelve en sí. Como Lorenzo Barquero, el país puede recobrar la conciencia. Pero no basta con lamentar la ruina: hay que abrir las ventanas, limpiar la casa y dejar entrar la luz.
Rómulo Gallegos escribió una meditación sobre el alma republicana criolla. Su mensaje sigue vivo: la barbarie puede arrasarlo todo circunstancialmente, menos la posibilidad del bien. Venezuela ha padecido como el espectro, pero no está condenada a serlo. Mientras existan hombres y mujeres dispuestos a volver a la razón, como Santos Luzardo, la civilización seguirá teniendo la última palabra.