
El lápiz rojo tiñe el aire de censura y cobardía
En Venezuela ya no hace falta un censor estatal: basta el miedo, la cobardía y la conveniencia de los dueños de medios.
Exigimos los nombres de los nuevos Vitelio Reyes
La censura en Venezuela ya no se disfraza. Hace mucho que no lo hace; más aún, se exhibe, puesto que callar una información es más ventajoso que divulgarla.
Si en el pasado operó la fuerza bruta del Estado o la asfixia económica lenta, hoy es una colaboración forzada, un acto de supervivencia cínica o, en los peores casos, de complicidad ejecutiva. Las recientes “vacaciones forzadas” de periodistas del circuito Unión Radio, tras informar sobre la concesión del Premio Nobel de la Paz a la líder opositora María Corina Machado, no son un incidente aislado. Son un escalofriante estudio de caso sobre cómo la presión del poder mutó en autocensura corporativa, revelando que el mayor riesgo para la verdad periodística reside ahora en los despachos de los propios dueños de medios.
La noticia del Nobel —no por nada calificada por el presidente electo el 28J de 2024, Edmundo González, como un “carajazo”— es, desde luego, de impacto global y trascendencia histórica; y fue aludida por los equipos de Unión Radio como lo que era: información de primer orden. Tampoco es que la hubieran desarrollado; simplemente le dedicaron unos segundos a lo que el mundo le destinaba horas.
La reacción, sin embargo, llegó desde la propia casa. Un castigo interno por traspasar una línea invisible, impuesta no por ley, sino por la conveniencia y el miedo de la cúpula empresarial.
Este acto de acallamiento y sumisión a la dictadura pone en evidencia la degradación en que ha caído cierta porción de la radio venezolana. El mecanismo es transparente: el régimen de Maduro no necesita clausurar la emisora ni enviar un piquete; le basta con que el temor a perder la concesión y el capital acumulado actúe como un lápiz rojo que traza una línea de no retorno. Los ejecutivos, presionados o plegados, asumen el rol de censores, sacrificando la ética periodística y el derecho a la información de millones de oyentes a cambio de su estabilidad mercantil.
Vitelio Reyes, al menos, daba la cara
En la dictadura de Pérez Jiménez (1952-1958), la censura tenía un método rudimentario pero efectivo; pero, sobre todo, rostro. Uno de sus ejecutores, quizá el más conocido, era un personaje gris llamado Vitelio Reyes, a quien la prensa de la época apodó “el hombre del lápiz rojo”. Reyes no era un funcionario policial, sino el director de la Junta de Censura, que visitaba a diario las redacciones de los periódicos. Armado con su distintivo lápiz carmesí, tachaba, eliminaba y reescribía cualquier texto que osara perturbar la narrativa oficial de orden y prosperidad. Su trabajo era garantizar una “paz” ficticia en las páginas de los diarios, mientras la Seguridad Nacional operaba con impunidad.
El caso de los ejecutivos de Unión Radio es una versión actualizada, más cínica y cobarde, de esta figura histórica. Vitelio Reyes, al menos, era la cara visible de la dictadura. Los censores corporativos de hoy operan en la oscuridad, camuflados como decisiones de “reestructuración de parrilla” o “cambios en la línea editorial”. En los hechos, son los nuevos Vitelio Reyes: acallan noticias, llenan el espacio radial de risitas y boberías; en fin, tachan el nombre de una líder política —¡cuando el Nobel de la Paz, el premio más importante del mundo, recae en una venezolana!— para no molestar a Miraflores.
El paralelo no es un mero ejercicio retórico, es una advertencia histórica. La democracia siempre llega, y con ella, el juicio social. Por eso exigimos saber los nombres de quienes dan la orden de censura y persecución de periodistas. No basta con mencionar el nombre del medio violador de la libertad de expresión y del derecho de las audiencias a estar informadas. Queremos saber cómo se llaman los vitelios de Maduro.
La democracia siempre llega, y con ella la memoria
La historia de las transiciones democráticas en Hispanoamérica enseña que, una vez finalizados los regímenes autoritarios, la sociedad centra su repudio en las figuras que, desde el periodismo, facilitaron o aplicaron la represión informativa. Los vitelios de turno no son recordados como empresarios exitosos o gerentes astutos, sino como cómplices de la tiranía.
Los ejecutivos de Unión Radio y de otros medios que han cedido ante la presión deben tener presente esta lección histórica. La verdad, tarde o temprano, encuentra su cauce (como, por cierto, lo demuestran los medios digitales independientes venezolanos). Sin embargo, el estigma de haber sacrificado la libertad de prensa en el momento crucial —el momento de informar sobre un Premio Nobel de la Paz que reconoce la lucha democrática de un país castigado en todas las formas por una tiranía violadora de derechos humanos— es una mácula indeleble.
El negocio de la radio en la Venezuela crítica de los años 90 y principios de los 2000 fue rentable en gran parte porque la pauta privada seguía a la audiencia crítica, aquella que buscaba la verdad. Hoy, los dueños de estos medios han revertido el modelo: han elegido una pauta menor, condicionada y políticamente segura, a cambio de la estabilidad personal, entregando la independencia que una vez hizo viable y valiosa a la empresa.
El castigo a periodistas venezolanos por informar sobre una noticia de escala planetaria es el ejemplo más nítido de que el problema ya no es solo la represión estatal, sino la pusilanimidad corporativa. Como ha ocurrido antes, cuando regrese la democracia a Venezuela, no se debe desconocer quiénes fueron los ejecutivos que usaron su poder para silenciar la verdad y actuaron como el brazo ejecutor del viejo y abominable lápiz rojo. Su legado será el de la traición a la audiencia, al gremio y a la ética profesional.