
Octubre: ochenta años después — entre la revolución que fue golpe y promesa
En Venezuela, los aniversarios se han convertido en un teatro vacío. El 18 de octubre de 1945 fue una revolución democrática y contradictoria a la vez: parió avances como el voto universal, la Constitución de 1947 y la alfabetización, pero murió devorada por el militarismo. Hoy, ochenta años después, el contraste es demoledor: un país sin educación, sin ética política y con una oposición sin proyecto. Octubre no debe ser mito ni efeméride hueca, sino espejo: recordarnos que la democracia es posible, pero frágil; que se siembra con educación, disciplina y dignidad.
En Venezuela hemos convertido la memoria en un carnaval de utilería, un desfile de efemérides donde se mezclan la solemnidad impostada y el cinismo político más descarnado. Los políticos, extraviados en su propio laberinto de mezquindades, han transformado los aniversarios históricos en rituales de sustitución: como son incapaces de parir futuro, se conforman con saquear el pasado, que desconocen, tergiversan y manipulan a conveniencia de la guerra narrativa del día. Frente a las cámaras posan, agitan banderas y repiten sin sonrojo palabras como “democracia” y “cambio”, mientras en los pasillos negocian lo indecible, aquello que nunca se atreven a confesar en la plaza. Todo suena a liturgia vacía, a misa sin fe, a teatro barato con actores cansados. Y, sin embargo, en medio de esa medianía mediocre, emerge —incómoda e inevitable— la figura de María Corina Machado. No como santa ni salvadora, sino como síntoma: su presencia trastoca el tablero opositor y concentra en ella, para bien y para mal, la expectativa de quienes ya no creen en partidos, ni en cúpulas, ni en liderazgos colectivos. Su centralidad, paradójicamente, desnuda la orfandad política del país: una oposición incapaz de articular proyecto, una dirigencia agotada que se aferra al acto simbólico como a su último refugio de cartón.
El 18 de octubre de 1945, hace ochenta años, Venezuela vivió una de esas sacudidas históricas que dejan huella en generaciones. El episodio ha sido descrito como golpe de Estado, revolución democrática, alianza cívico-militar y hasta traición al orden institucional. En realidad, fue todo eso a la vez. Un grupo de jóvenes oficiales —el célebre Grupo de los 43— junto con Acción Democrática, decidió derrocar a Isaías Medina Angarita, un presidente que, aunque comenzaba a abrir tímidamente el sistema, no parecía dispuesto a entregar el poder mediante elecciones libres. En su lugar se instaló una Junta Revolucionaria de Gobierno presidida por Rómulo Betancourt. Durante tres años, entre 1945 y 1948, se impulsó un programa que transformó la vida política: sufragio universal, voto femenino, Constitución de 1947, ampliación de derechos, campañas de alfabetización e incorporación de nuevos sectores sociales. Fue, como lo llamó Simón Alberto Consalvi, “el ensayo democrático más audaz del siglo XX venezolano”.
Los historiadores han examinado aquel acontecimiento desde ángulos diversos. Germán Carrera Damas lo ubicó en la narrativa de continuidad y ruptura de la historia venezolana: no un hecho aislado, sino parte de una marcha inconclusa hacia la democracia. Manuel Caballero lo analizó con una mezcla de entusiasmo y desconfianza, subrayando la paradoja: se buscaba consolidar un orden civil, pero se apeló a la fuerza militar para lograrlo. Tomás Straka ha advertido que el 18 de octubre no puede reducirse a una simple “cuartelada”, pues detrás había un proyecto civil, aunque tampoco puede mitificarse como revolución pura: fue un híbrido, y como todo híbrido, frágil. En ese cruce de interpretaciones se revela una constante: la historia de Venezuela rara vez avanza en línea recta; suele hacerlo entre paradojas.
La Junta Revolucionaria de Gobierno encarnó esa contradicción. Por un lado, estableció una regla inédita de autocontención: sus miembros renunciaron a postularse a la presidencia, en un gesto que buscaba garantizar la separación entre poder transitorio y ambición personal. Lo que hoy parece una leyenda fue, en su momento, una apuesta moral por la institucionalidad. Pero, al mismo tiempo, la Junta cargaba con la sombra de los militares que habían propiciado su ascenso, entre ellos Marcos Pérez Jiménez, que pronto revelaría su propia agenda. Entre 1945 y 1948 convivieron dos fuerzas: la civilista, representada por Betancourt, Gallegos y Acción Democrática, y la militar, encarnada en los jóvenes oficiales que vieron en la alianza una vía de ascenso y control. Esa tensión terminó con el golpe de 1948 y el inicio de la dictadura perezjimenista.
El trienio, sin embargo, dejó huella. La Constitución de 1947 fue uno de los textos más avanzados de la región. La incorporación del voto femenino amplió de manera inédita la ciudadanía. La educación se concibió como el gran instrumento de transformación: alfabetización, expansión escolar, formación cívica. Para Acción Democrática, la educación no era adorno ni discurso: era el corazón del proyecto ciudadano. Aunque la dictadura interrumpió el proceso, lo sembrado quedó en la memoria como referencia de lo posible.
Ochenta años después, el contraste es demoledor. El sistema educativo venezolano se encuentra devastado: maestros mal remunerados, aulas vacías, deserción escolar, infraestructuras en ruinas. La escuela, que en 1945 fue concebida como taller de república, se ha convertido en espacio de sobrevivencia y propaganda. Y si la democracia necesita ciudadanos formados, críticos y activos, entonces estamos más lejos de ella que hace ocho décadas. Aquí la historia interroga al presente: no basta con invocar la palabra democracia; hay que construir sus cimientos, y esos cimientos siguen siendo educativos.
El 18 de octubre también nos recuerda el dilema del poder militar. En 1945 se pensó que una alianza con los cuarteles podía servir de trampolín hacia la democracia. Tres años después, la misma alianza devoró al experimento civil. La lección parece obvia: cuando lo civil depende demasiado de lo militar, termina subordinado a su lógica. Y esa lección no se ha aprendido del todo. Hoy, las fuerzas armadas siguen siendo sostén de un régimen que se proclama “civil” y “popular”, pero cuya supervivencia descansa en un tutelaje castrense convertido, además, en organización del crimen transnacional.
Otro asunto inevitable es el uso y abuso de la historia. El régimen ha hecho de la memoria un instrumento de propaganda. Episodios como el 18 de octubre han sido reducidos a caricaturas: presentados como fracasos de una “democracia burguesa” para justificar la supuesta superioridad del proyecto bolivariano. Es la historia domesticada, mutilada y reescrita para legitimar el presente. Frente a ese abuso, la tarea del historiador —y del ciudadano crítico— es devolverle complejidad, recordando que la historia no es dogma ni coartada, sino experiencia y advertencia.
Ochenta años después, la Revolución de Octubre obliga a preguntarnos qué hemos hecho con su herencia. Lo que queda son fragmentos: la memoria de un proyecto educativo truncado, la advertencia de que el militarismo puede devorar la democracia, y la huella de un gesto moral de autocontención que hoy parece inconcebible. No se trata de endiosar a Betancourt o a Gallegos, sino de recordar que en ciertos momentos fueron capaces de imponer límites a la ambición, de entender que la política exige renuncia y que el poder solo se legitima si se asienta en instituciones, no en personas.
La oposición actual debería asumir esa lección. La democracia no se construye con selfies conmemorativos ni con pactos de reparto. No basta con denunciar al régimen: hay que demostrar capacidad moral, voluntad pedagógica y espíritu de renuncia. La democracia no se decreta: se siembra. Y se siembra con educación, con disciplina política, con instituciones que limitan el poder.
La Revolución de Octubre no puede reducirse a mito, a fecha de mármol o a pretexto propagandístico. Debe ser espejo. Nos muestra que la democracia es posible, pero también frágil. Nos recuerda que sin educación no hay ciudadanía; que sin reglas éticas el poder se corrompe; que sin autonomía civil el militarismo termina imponiéndose. Nos advierte que los logros de tres años pueden desvanecerse en un instante si no existen cimientos sólidos.
Ochenta años después, octubre no es un mausoleo cubierto de mármol ni un simple recordatorio en el calendario: es herida abierta y promesa incumplida. La política venezolana, hoy degradada hasta la parodia, necesita volver a ese pasado no para embalsamarlo en homenajes vacíos, sino para interrogarlo con crudeza. La democracia no se reduce a urnas ni a discursos: exige dignidad, exige renuncia, exige el coraje de no vender la conciencia por migajas de poder. Exige ciudadanos que se reconozcan como protagonistas de su destino y no como clientes de un reparto mezquino. Octubre nos advierte que los logros más luminosos pueden desvanecerse en un instante si no existen cimientos firmes, y que toda esperanza puede pudrirse cuando se trueca en espectáculo. El eco de aquel 18 de octubre aún vibra como una campana rota: su sonido nos recuerda lo que fuimos capaces de intentar y lo que todavía estamos obligados a construir. Porque la democracia, como toda obra humana, no se hereda: se siembra, se cultiva, se cuida y se defiende, incluso cuando todo alrededor parece condenarnos al silencio.