
El caos, la herramienta política más vieja de la dominación
La historia lo demuestra una y otra vez: el caos no es lo que viene después del tirano. El caos es el tirano.
El cuento del caos si me sacan del poder es viejo. Muy viejo. Dictadores y líderes autoritarios han empleado una y otra vez la treta retórica según la cual su caída no solo no traerá el progreso, la justicia y las libertades que sus países anhelan, sino que, por el contrario, lo que vendrá es anarquía, matanzas indiscriminadas, guerra civil y, en suma, el colapso nacional.
La consigna entronca con aquel «Après moi, le déluge» (“Después de mí, el diluvio”), malandreo atribuido al rey Luis XV alrededor de 1757, que quedó fijado en el tiempo como poderosa metáfora política para aludir a la indiferencia de un líder ante las consecuencias catastróficas que sus acciones causarán a sus sucesores o a la nación.
La frase encapsula la argucia del autócrata dispuesto a explotar, agotar o incluso destruir el tejido social y económico del Estado con tal de mantener su poder, sobre la idea de que los problemas graves —la verdadera crisis— sobrevendrán tras su salida de la escena.
“O yo, o el desastre” es la táctica básica para inmovilizar a la población y garantizar que el miedo a un futuro desconocido, a un salto en el vacío, sea más fuerte que el deseo de cambio y de democracia. El objetivo es siempre el mismo: deslegitimar a la oposición, presentarla como una fuerza destructiva o fuente de desorden, y neutralizar al pueblo, forzándolo a calarse al autócrata como el “mal menor” y único garante de una estabilidad precaria, pero estabilidad al fin.
El ardid, de primerito en el manual de supervivencia de los regímenes, ha sido urdido por montones de sátrapas. Hitler (Alemania), por ejemplo, basó su ascenso en la explotación del supuesto desorden de la República de Weimar; azuzó el miedo al “bolchevismo rojo” para presentarse como el único capaz de imponer el orden y la disciplina nacional, y postuló la eliminación de libertades como un acto necesario para prevenir la anarquía. Stalin (URSS) justificó el terror y las purgas con la amenaza constante de la “contrarrevolución” y el “sabotaje” interno. El poder absoluto, en sus manos, claro está, era la única garantía para la supervivencia del proyecto comunista.
Robert Mugabe (Zimbabue) acumuló décadas de poder, incluso ante el colapso económico, sobre el argumento de ser el único baluarte contra el retorno del colonialismo y el desorden. De hecho, solía proclamar: “Solo Dios puede sacarme”.
Idi Amin Dada (Uganda) tomó el poder con la promesa de la “Restauración del Orden Militar” frente al caos del régimen anterior. A pesar de que sus políticas de expulsión de asiáticos provocaron un caos económico real, justificó sus actos como un nacionalismo económico radical contra el enemigo externo.
Bashar al-Ásad (Siria), hasta su reciente caída, en diciembre de 2024, basó toda su justificación en que él era la única barrera contra el terrorismo yihadista. Su advertencia era absoluta: si el régimen caía, Siria se desintegraría en un “caos total” de violencia incontrolable, lo que confirmaría al autócrata como el guardián de la seguridad nacional.
La antigua maña se adapta al modelo de los Estados de partido único. En China, el Partido Comunista no agita la bandera de la guerra civil, sino de la implosión económica, y se presenta como la única fuerza capaz de garantizar la estabilidad social y el crecimiento material. Cualquier desafío al Partido es etiquetado como el “desorden” que devolvería al país a la pobreza. Corea del Norte, por su parte, apela a una amenaza existencial doble: militar —justificando el régimen como el único defensor ante la “agresión imperialista” de Occidente— e ideológica, advirtiendo que la apertura capitalista solo traería el caos y la desintegración de la nación. En todos los casos, el mensaje es idéntico: el poder absoluto es el precio de la supervivencia nacional.
Si no estoy yo, vendrá el abismo
En el ámbito de la hispanidad, la justificación del caos se alinea con la tradición del caudillismo: la idea de que solo un líder fuerte y providencial puede contener las divisiones sociales y garantizar el progreso. Francisco Franco (España) vendió su dictadura como la “Paz de Franco”, asegurando que había “salvado” a la nación de la “anarquía roja” de la Guerra Civil, que volvería por sus fueros si él salía del poder.
En Hispanoamérica, la amenaza del caos se centra en la supuesta inestabilidad inherente de la sociedad, en su eterna minoría de edad y, claro, en la necesidad de un “hombre providencial” que garantice el orden. Augusto Pinochet (Chile) justificó el golpe de 1973 con el lema de haber “salvado a la patria” de un colapso. En Cuba, Fidel Castro consolidó su poder en la amenaza constante del “enemigo imperialista” y la “contrarrevolución”, con la cantinela de que cualquier desviación ideológica traería el caos capitalista y la pérdida de la soberanía. Por ese camino, Anastasio Somoza (Nicaragua) se presentó como el único bastión contra el “comunismo”, mientras que Alfredo Stroessner (Paraguay) construyó su dictadura en torno al emblema “Paz y Progreso” y a la prédica de que solo su régimen podía evitar la “anarquía” y la “corrupción” que devorarían al país en caso de un retorno a la democracia.
Las Juntas Militares del Cono Sur se posicionaron como la respuesta necesaria para detener la “subversión” y evitar que sus naciones cayeran en el comunismo, insistiendo en que las libertades debían sacrificarse para asegurar la supervivencia del Estado.
Nuestro gendarme necesario
El caso venezolano es un ejemplo contemporáneo nítido de cómo esta antigua artimaña ha sido adoptada, modernizada y perfeccionada por un régimen que busca legitimarse a sí mismo como la única opción viable.
Desde luego, tenemos linaje. La idea del “gendarme necesario”, acuñada por el sociólogo venezolano Laureano Vallenilla Lanz en su obra Cesarismo Democrático (1919), sirvió como sustento intelectual para la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935), con el argumento de que, debido a su historia de inestabilidad y caudillismo, la sociedad venezolana solo podía ser gobernada y conducida al progreso por un líder fuerte y autoritario que impusiera el orden por encima de la democracia.
El argumento era simple: del Táchira nos había llegado la “Paz de Gómez”; y cualquier atisbo de libertades políticas implicaría un retorno inmediato a las revueltas y la fracturación de la unidad nacional. La estabilidad de las cárceles y los cementerios fue, según esa narrativa, lo que atrajo la inversión petrolera, y la propaganda del régimen ligó su permanencia a la prosperidad del país. La dictadura se vendió como un pacto existencial: era la tiranía o la disolución definitiva del país.
Hugo Chávez (1999-2013) actualizó el sermón del caos. La Revolución Bolivariana era una “salvación” que no podía ser revertida sin graves consecuencias. El golpista del 92 empleaba horas de cadenas audiovisuales para asegurar que la oposición buscaría devolver a Venezuela al pasado de la “Cuarta República”, un período que él presentaba como un trastorno odioso y excluyente (sin detenerse en el hecho de que si él y sus cómplices tuvieron tanto que devastar fue, justamente, por lo mucho que había construido la etapa democrática). La amenaza de caos también era asociada, cómo no, con el asedio del “imperio yanqui”.
Cuando yo me haya ido, te envolverán las sombras
En la época de Nicolás Maduro (2013-presente), la marramucia del caos se ha intensificado hasta el paroxismo como su gran mecanismo de supervivencia ante la crisis económica y humanitaria. Una de las añagazas fijas del régimen es amenazar con un derramamiento de sangre y una guerra civil cuando el régimen caiga. Con eso aspiran a forzar la inacción ciudadana y desarticular la protesta.
Según el apolillado guion, cualquier problema interno —desde las fallas de servicios públicos hasta la escasez de alimentos y medicinas— es atribuido a “planes desestabilizadores” y “complots” orquestados por enemigos internos y externos. La lógica es que el problema no es el régimen, sino el intento de derrocarlo.
El mensaje de Nicolás Maduro no difiere del de los autócratas que lo precedieron en Siria, Zimbabue y la propia Venezuela: “Si no estamos nosotros, vendrá el caos y la guerra entre venezolanos.”
El truquito del caos, que Maduro blande como amenaza, es un arma probada y antigua. Este recorrido confirma que su propósito siempre fue político: desactivar a la ciudadanía, haciendo de la libertad un sueño inalcanzable.
Claro que esta táctica, aunque deshonesta, no siempre fue refutada por los hechos. El ejemplo de Muammar al-Gaddafi en Libia indica que la caída de un dictador que ha diseñado deliberadamente la fracturación institucional para asegurar su monopolio de poder puede ser seguida por el desastre que él mismo profetizó y auspició. Determinar si esa anarquía fue un castigo inevitable o una consecuencia directa de la perversa ingeniería del tirano será el punto central de la próxima entrega de esta serie de artículos que comenzamos con este.