Imperiofobia

Desde la leyenda negra española hasta el odio al “imperialismo yankee”, la imperiofobia se volvió una coartada perfecta para justificar el atraso y el fracaso.

El diccionario de la RAE define fobia como aversión exagerada a alguien o a algo. Es sinónimo de asco, repulsión, rechazo. Con respecto al vocablo imperio, se conoce su origen latino (imperium), con sentidos asociados al poder: acción de imperar, mandar, poderío, dominio, potestad, dominación, señorío. Al hablar de imperiofobia remarcamos el rechazo irracional, obcecado, visceral a determinados imperios y, por supuesto, al imperialismo en ejercicio.

La imperiofobia remite a la implícita y permanente condena moral por tratarse de hechos políticos que jerarquizan y se fundamentan en la dominación. El igualitarismo se filtra como ideal entre la porosidad de la crítica moral de los imperios, como si los tribalismos, localismos o nacionalismos pudiesen dar garantías de igualdad y felicidad.

El enjundioso libro de María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y Leyenda Negra, ilustra el aspecto anterior de modo certero:
“Algunos antropólogos piensan que el éxito evolutivo del Homo sapiens frente al neandertal se debió a que fue capaz de organizar (jerarquizar) grupos numerosos, mientras que el neandertal vivía en pequeños clanes familiares de unas veinte personas, no construyó unidades mayores. Quizá eran muy sabios y no quisieron, pero de ellos solo sabemos una cosa cierta, y es que se extinguieron.”

Alguna ventaja ha debido hallar nuestra especie en estas macroestructuras políticas como para ponerle tanto empeño a la faena. Las huellas de los imperios más antiguos (sumerio, acadio, egipcio, chino, persa) se remontan entre dos y tres mil años a. C. En la semblanza del Paraíso Terrenal (lo que más tarde se conoció como América), los imperios parecen ser menos antiguos. El inca, el azteca o mexica, el quiché, el huari y la civilización maya parecen oscilar en una franja de mil años anteriores a la llegada de los europeos.

Por mucho códice, arqueología y paleografía que se utilice para demostrar los horrores de la esclavitud, el canibalismo y los sacrificios humanos (hasta de niños, como en la cultura chimú, en Perú), resulta difícil aplicar el término imperiofobia entre las culturas precolombinas. Están protegidas por el divino manto del victimismo y el horror que ellos sufrieron ante un imperio de verdad: el español.

Y no puede ser de otro modo, pues justamente la leyenda negra soporta la imperiofobia. En el caso español, tal leyenda se funda sobre “la opinión según la cual, en realidad, los españoles son inferiores a otros europeos en aquellas cualidades que comúnmente se consideran civilizadas”. ¿Quiénes podrían admitir y difundir semejante dicterio contra España? Pues los competidores imperiales europeos, y más tarde, los estadounidenses. A esto se añade la condena de sus hijos díscolos hispanoamericanos, quienes asumieron la vida independiente como un bien en sí mismo.

C. Marx profundiza en el estigma moral del colonialismo al asumir la propiedad como un robo. Subraya el expolio, el dominio, la violencia, el saqueo, etc., sufridos por las zonas colonizadas, como fundamentos de lo que llamó acumulación originaria. Europa siguió cavando el foso de la imperiofobia al impulsar el concepto imperialismo. John A. Hobson (1902) considera el imperialismo como la consecuencia de la ambición. Por pura ambición, el capitalismo se explaya procurando la conquista de nuevos territorios. Cuando Lenin expone su famoso texto (1917), lo hace sobre terreno abonado. Se confirma la premisa marxista: el capital es un vampiro que necesita chupar la sangre de los vivos para seguir existiendo. Ahora el imperialismo es igual al capitalismo.

A las dos guerras mundiales sobrevive un imperialismo europeo deprimido, traumado y acomplejado, que no soporta el peso de su culpa. Se autoaborrece en su condición imperial, desea borrar su leyenda negra. Y no podría ser de otro modo cuando la mitad de Europa quedó bajo dominio soviético, con su leyenda dorada de la victoria antifascista. La claudicación europea arrojó dudas sobre la vigencia de valores esenciales de la tradición judeocristiana. Las consecuencias de esto se proyectan hasta nuestros días:

  1. En el plano lingüístico, se confunde imperio con imperialismo y este con capitalismo. Esto consagra la condena moral anticapitalista y la supremacía moral socialista. ¿Puede extrañar la postura plegadiza de intelectuales, académicos y humanistas hacia el socialismo?
  2. La culta y humanista Europa empieza a cambiar de piel. El imperialismo tiene dos apellidos: es capitalista y es yankee. Las bases de su leyenda negra se apoyan en su tendencia expansiva, el consumismo deshumanizante; solo les importa el dólar. En consecuencia, viven para trabajar en lugar de trabajar para vivir.
  3. Para liberarse de pecados imperiales, desde la ONU se dio mayor impulso a la doctrina de la autodeterminación de los pueblos. Surgió una abrumadora burocracia con infinidad de organismos planificadores del desarrollo, innumerables ONG para superar la desigualdad y la pobreza, y cerrar los traumas ocasionados por el imperialismo. Se exigió Justicia y Reparación como deudas eternas.

La irracionalidad que acompaña a la imperiofobia implicó la condición adolescente de los pueblos descolonizados. Y peor aún: tal fobia condujo a la toma de decisiones políticas que hundieron en el abismo victimista, el atraso y el subdesarrollo a los portadores de tal neurosis.

¿Qué tal si Japón, objeto del estreno de dos bombas atómicas lanzadas por el imperialismo yankee, se hubiese perdido en el laberinto lacrimoso del victimismo y la venganza? ¿Qué habría pasado en Vietnam, con sobrados motivos para odiar a los yankees? En el conflicto árabe-israelí, los segundos decidieron cederles a los primeros el rol de víctimas para aliarse con el imperialismo. Sobran las palabras. Y así, hay otros ejemplos: Singapur, Corea del Sur, Taiwán, la India, Pakistán y hasta la propia China. ¿Qué serían hoy sin el influjo imperialista occidental?

A contravía de lo expuesto, tenemos el caso latinoamericano, más bochornoso por lo más viejo. En México, la gran pérdida territorial ocasionada por el imperialismo truncó el luminoso destino de la nación azteca. La victimización mexicana está bien trazada en lo escrito por García Naranjo o Don Porfirio, da igual: “¡Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!”. Tan quejumbroso pensamiento podría leerse diferente con solo imaginar: ¿qué harían los vietnamitas, israelíes o japoneses si tuviesen el mercado más apetecido del mundo entre sus fronteras?

Sin siquiera haber superado la imperiofobia española, la herida abierta por la pérdida territorial le da piso firme a la repulsión anti-yankee. Pero esta inhibe preguntas absolutamente lógicas, además de políticamente incorrectas: ¿si aún con la disminución territorial los carteles de la droga han logrado controlar secciones importantes del territorio mexicano, qué habría pasado con los territorios anexados por los gringos? ¿Estarían mejor siendo parte del orgulloso país azteca? ¿Tiene sentido de futuro aferrarse a una herida abierta ya casi bicentenaria?

La imperiofobia no detiene el curso de la realidad: los mexicanos viviendo en EE. UU. ya se aproximan a los 40 millones, y sus remesas configuran casi el 5 % del PIB azteca (unos 65 mil millones de dólares), sin considerar aportes por el comercio binacional con cifras aún mayores. Pero esto no impide a los gobiernos de este país abrirle las puertas al otro imperialismo, el chino, mostrado con el venerable rostro del señor Miyagi, dispuesto a dar “gratuitamente” sus lecciones de karate para la defensa de los imberbes latinoamericanos.

La imperiofobia latinoamericana se extiende de norte a sur. Y el caso mexicano resume una tendencia de mucho peso e influencia en nuestros países, requeridos de un imperialismo bueno y comprensivo para que nos ayude a superar la orfandad que nos dejó España. Cuba expone un larguísimo memorial de agravios injerencistas de Estados Unidos. Puerto Rico periódicamente revive su nacionalismo, que suspira por la autonomía y el estilo de vida cubanos. Al fin y al cabo, “Cuba y Puerto Rico son, de un pájaro, las dos alas” (Pablo Milanés). Con el liderazgo de Calle 13 y Bad Bunny, sueñan con un mundo mejor.

Panamá mantiene el tema del canal como herida abierta. Guatemala nunca perdonará a los gringos haber truncado su brillante porvenir al cooperar con el derrocamiento de Jacobo Árbenz. El destino luminoso de Chile se torció por culpa de los yankees y su aporte a la caída de Allende. Y así, los latinoamericanos siempre hemos “gozado” la maravilla de tener a quién echarle la culpa de nuestros fracasos: Estados Unidos, el país que más odiamos y al cual más acudimos para enmendar nuestros entuertos.

¿Y qué decir de Venezuela? El caso más bochornoso y patético de imperiofobia. El imperialismo petrolero es responsable directo de haber llevado a Venezuela, que vivía en el siglo XIX, directo al siglo XX. Su injerencismo condujo al replanteo de nuestra cartografía, congelada desde los tiempos de Codazzi. Los geólogos del imperialismo petrolero quebraron nuestra inocencia, permitiendo que se conocieran las dimensiones y riquezas de nuestro país, desde el suelo al subsuelo.

Cuando se cierra el ciclo imperialista de la explotación petrolera, el ensañamiento contra el país ha llegado al extremo de dejarle a Venezuela una renta superior al 90 % de la utilidad bruta (impuestos más regalías), además de una transferencia neta de tecnología que permitió “el horror” de la creación de una industria petrolera conducida plenamente por los venezolanos. Insuficiente para frenar el nacionalismo petrolero y menos para detener la imperiofobia, que hoy nos vende al imperialismo chino y ruso con la pureza de las Hermanas del Buen Pastor. Sin duda, ganaríamos una olimpiada de la idiotez, si existiera.

Titivillus, epublibre, 2018. 

Ob. Cit, p. 12

Ibídem.

Ibídem. p 26.

El Imperialismo, Fase Superior del Capitalismo.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.