
Venezuela como oportunidad regional: conjugar derechos humanos y seguridad
Latinoamérica ya no cierra filas con Maduro: el aislamiento crece, pero el silencio de algunos gobiernos aún protege al régimen. Callar frente al autoritarismo es fortalecerlo.
En medio del despliegue militar y la presión de Estados Unidos sobre el régimen venezolano, se ha presentado el sexto informe de la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre las violaciones de derechos humanos en Venezuela. Mientras en Washington y otros gobiernos del hemisferio la atención se concentra en las razones de seguridad, desde el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas se llama la atención, documentadamente, sobre la persecución y represión sistemática por motivos políticos y contra quienes defienden los derechos humanos y las libertades fundamentales.
En lo tenso del entorno de escalamiento de la presión externa, y bajo amenazas y hechos extremos de represión interna, se reavivan en los venezolanos tanto la muy legítima aspiración de cambio como la atención a lo que internacionalmente puede propiciar o complicar esa posibilidad. Regionalmente, la puede complicar la priorización de la seguridad que, en nombre del principio de no injerencia, deja de lado las razones de derechos humanos. En cambio, el equilibrio de la atención democrática internacional sobre los dos conjuntos de razones reduciría los riesgos y aumentaría las oportunidades de recuperación de calidad de vida y seguridad, no solo para los venezolanos, sino también para el vecindario latinoamericano y caribeño.
Hasta ahora, en el balance de posiciones regionales, un primer mapa incluye la declaración de los miembros de la Alianza Bolivariana, convocados por Venezuela, “contra el despliegue militar y su intento de imposición injerencista”. Por separado, el gobierno de Cuba, repetidas veces desde agosto, y los de Nicaragua y Bolivia se han manifestado en términos más directos de defensa del régimen venezolano. Lo mismo que desde Colombia, con sus vaivenes discursivos, el presidente Gustavo Petro, con referencias a la defensa de Latinoamérica y el Caribe como zona de paz. La presidente Claudia Sheinbaum fijó la posición de México al inicio del despliegue estadounidense, sin mencionar a Venezuela, en términos de rechazo al intervencionismo, sin posteriores referencias. El gobierno brasileño rechazó el despliegue militar y el discurso que lo acompaña, posición que expuso el propio presidente Lula da Silva en una cumbre virtual del grupo BRICS y en la Asamblea General de las Naciones Unidas, pero también precisando, con otras voces de su gobierno, que Brasil no tiene controversias internacionales y, desde el Ministerio de la Defensa, que no tomaría parte en un conflicto que no es suyo.
Otra es la posición de gobiernos que, como los de Guyana y Trinidad y Tobago, han apoyado explícitamente el despliegue militar estadounidense contra el tráfico de drogas, la delincuencia transnacional y las amenazas a la seguridad de sus países, con referencias expresas a Venezuela. Se suman a esos apoyos los de los países desde cuyas presidencias o congresos se ha adoptado o planteado a los poderes ejecutivos que se defina al llamado Cártel de los Soles como organización traficante de drogas y amenaza a la seguridad nacional y hemisférica, en los términos en que ha sido definido por Estados Unidos. Así lo han manifestado las presidencias de Argentina, Ecuador, Paraguay y República Dominicana, a las que se han sumado las denuncias y condenas sobre actividades del Cártel de los Soles, como las de los gobiernos de Costa Rica y Panamá. Posiciones también asumidas por el Congreso de Perú y el Senado de Colombia, aparte de similares proyectos legislativos presentados en Panamá y Honduras.
Las divergencias sobre el despliegue estadounidense y los reducidos apoyos al régimen venezolano se han manifestado en las dos convocatorias recientes de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. La primera, solicitada con urgencia desde Colombia, reunió virtualmente a 23 de los 33 cancilleres del foro. Las inasistencias y la falta de consenso en torno a una moderada propuesta colombiana de comunicado final –sobre la región como zona de paz, el flagelo del crimen transnacional y el narcotráfico, sin referencia directa a Venezuela– confirman la diversidad y cautelas de las posiciones regionales. Diversidad y cautelas que también han limitado los apoyos a la solicitud de Maduro a mediados de septiembre, “para que se convoque con carácter de urgencia una conferencia especial por la soberanía y la paz del Caribe, y la Celac asuma la conducción de un proceso intenso de conversaciones y diálogos”.
Lo cierto es que en otros tiempos de la llamada “revolución bolivariana”, por mucho menos, habría sido inmediato y directo un pronunciamiento latinoamericano contra el despliegue de EE. UU. y de solidaridad con el gobierno venezolano. Pero los tiempos son otros. Ahora son muchas las razones por las que en Latinoamérica y el Caribe se han estado calibrando las decisiones y políticas ante Estados Unidos, y ponderando los riesgos y las oportunidades de la evolución de la presión sobre el régimen venezolano.
Ante Estados Unidos, las razones de las mayoritariamente comedidas reacciones regionales incluyen la incertidumbre sobre los alcances finales del despliegue militar –más allá de los discursos y ataques recientes a pequeñas embarcaciones fuera de las aguas territoriales venezolanas–, en medio de las contradicciones y giros en la política exterior de la actual administración republicana hacia Venezuela. Pesa también la necesidad de gestionar las tensiones ya existentes en las relaciones de cada país con Washington en materia de incremento de aranceles y reducción de cooperación. Pero también importa, y mucho, el hecho cierto de que el problema del tráfico de drogas ilícitas a través de Venezuela, incremento, y las evidencias del desbordamientocriminal transnacionalizado afectan a todo el vecindario. Afectado también por el flujo migratorio acumulado y proyectado, que propicia sin disimulo un régimen empobrecedor y brutalmente represivo.
Ante Venezuela, muchas razones explican la mesura de las reacciones regionales. Se trata de una acumulación de agravios que tiene amplios antecedentes en deudas no honradas, acuerdos incumplidos, irrespetos personales e institucionales e injerencia política. Un memorial que ha crecido aceleradamente desde el año pasado a medida que se acercaba la elección presidencial y tras la imposición sin actas y por la fuerza de la continuidad autoritaria. En cada uno de sus capítulos hay desde violaciones de compromisos y acuerdos hasta irrespetos institucionales y ofensas personales a países y gobiernos de la región.
Entre los agravios más cercanos a las razones de seguridad se encuentran la vulneración de la zona de paz, una y otra vez, por el régimen venezolano que insiste en citar la declaración de la Celac de 2014 para protegerse. Una declaración que ha contrariado en dichos y hechos: en el espacio que la opacidad y la impunidad han abierto a los tráficos ilícitos y su cultivo de la criminalidad transnacionalizada; en la presencia y movilidad de grupos armados en territorio venezolano; y en la constante apelación a acuerdos de seguridad opacos y secretos, incluidos los extracontinentales de cooperación en ámbitos estratégicos, incluido el militar.
A un resumido registro de agravios se añaden las negociaciones y mediaciones traicionadas, como el Acuerdo de Barbados, cuya firma fue acompañada y celebrada por todas las democracias latinoamericanas, seguida de su mayor violación por los intentos de mediación de Brasil, Colombia y, si bien por menor tiempo, México. En el mismo capítulo de violación de acuerdos, ya en relación con el manejo político de la legítima reclamación territorial ante Guyana, se encuentran los sucesivos irrespetos a lo acordado en Argyle –San Vicente y las Granadinas– a finales de 2023, encuentro promovido y acompañado por los países de la Comunidad del Caribe, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, representantes de las Naciones Unidas y, muy expresamente, por los gobiernos de Brasil y Colombia.
Se suman convenciones y procedimientos internacionales violentados, como abiertamente lo ha sido el derecho de asilo –así como el derecho diplomático y consular–, con el asedio y la negación de salvoconductos a los seis opositores asilados en la embajada argentina, a cargo de Brasil. También el manejo de la salida a Bogotá, sin que se lograra el salvoconducto de la periodista y disidente del oficialismo asilada en la embajada de Colombia. En ese mismo ámbito se encuentra, en materia de derechos humanos, el modo como las desapariciones forzadas, el aislamiento y la “puerta giratoria” afectan también al creciente registro de presos extranjeros, rondando desde hace meses el centenar, a quienes se priva de la debida atención consular y que quedan sujetos a servir como fichas de intercambio en la llamada “diplomacia de rehenes”.
Con todo, tienden a ser menos manifiestas por parte de los gobiernos las razones de derechos humanos, un ámbito en el que el último año se han mantenido la persecución y represión en niveles que los sigue haciendo calificables como crímenes de lesa humanidad. Así lo reitera –ampliando en evidencias lo que hace pocas semanas presentó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ante el Consejo Permanente de la OEA– el nuevo informe de la Misión Internacional Independiente de las Naciones Unidas. Su presentación oral, tras evidenciar la continuidad de la represión en sus más inhumanas y degradantes formas, y la impunidad que el sistema de justicia ofrece a los represores, concluyó con la “exhortación a que las instancias internacionales de rendición de cuentas avancen con mayor celeridad en el marco de sus propios procedimientos”. Ese llamado sobre lo indispensable de la atención internacional es también para los gobiernos, especialmente para los de Latinoamérica y el Caribe: para que integren sus razones de seguridad con las de protección de los derechos humanos y, desde allí, se conviertan en más activos y coherentes constructores de fortalezas regionales. De ese modo propiciarían el tránsito de Venezuela a la democracia, algo a lo que demostrada y claramente el régimen venezolano no ha estado ni está dispuesto a contribuir, escudándose una y otra vez en el principio de no injerencia.
Valga cerrar con algo que dijo el presidente de Brasil ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en relación con Estados Unidos: “el autoritarismo se refuerza cuando guardamos silencio ante la arbitrariedad”. Así es, y ese predicamento debe extenderse a todas las arbitrariedades de todos los autoritarismos, comenzando por los más cercanos, como el venezolano, para evitar que los discursos sobre la seguridad nacional y regional silencien, y hasta justifiquen, la continuidad y el agravamiento de la represión.