
El negocio de la negociación
La verdadera negociación no es un negocio entre élites ni un cálculo de poder, sino un acto moral. Solo reconociendo esa verdad podrá construirse un pacto de pueblo para liberar a Venezuela del crimen organizado y reconstruir la democracia.
San Juan Pablo II trazó con claridad los fundamentos morales de toda negociación auténtica. Señaló —quizás inspirado en la Pacem in Terris de Juan XXIII— que el diálogo verdadero se asienta sobre cuatro pilares: la verdad, la justicia, el amor y la libertad. La verdad, porque sin el reconocimiento honesto de los hechos y de las responsabilidades no hay posibilidad de entendimiento duradero; la justicia, porque lo que se pacta debe ser conforme a lo que legítimamente corresponde a cada uno y no una imposición arbitraria del poder; el amor, porque el espíritu de reconciliación exige superar el egoísmo y disponerse al encuentro con el otro; y la libertad, porque ningún acuerdo que nazca de la coacción puede considerarse válido. Estos principios no son meramente doctrinales, sino las condiciones mínimas para que una negociación sea humana y moralmente legítima.
La negociación, en consecuencia, no es un negocio; una técnica vacía ni un simple ejercicio de acomodos coyunturales, cálculos de poder o maniobras maquiavélicas. Cuando se reduce a negocio de sobrevivencia en favor de los poderosos, la negociación degenera en trampa y violencia. Cuando se pone al servicio del bien común, se convierte en un acto de justicia y en un camino de reconciliación. Y resulta todavía más grave cuando algunos, como hemos escuchado recientemente, se escudan en una negociación de mentira en nombre del cristianismo, como si la fe pudiera justificar el acomodo con la mentira y con la injusticia. Nada más ajeno al Evangelio que disfrazar la claudicación bajo palabras de diálogo o de paz mal entendidas. ¡Al César lo que es del César, y a Dios lo que es Dios!
Trasladar estos fundamentos al terreno venezolano nos muestra la magnitud de lo que la dictadura no ha cumplido. En 2018, cuando el régimen de Nicolás Maduro buscaba consolidar su dominio a través de una negociación amañada con José Luis Rodríguez Zapatero y Jorge Rodríguez, fue Julio Borges quien, con lucidez y firmeza, evitó que Venezuela cayera en esa trampa. Su papel resultó decisivo para impedir la entrega del país al tridente que pretendía liquidar cualquier resquicio de rescate de la soberanía popular.
El fracaso del proceso de Barbados, por su parte, vino después a confirmar que sin fundamentos morales el diálogo se convierte en simulacro. Aquella mesa fue promovida con grandes expectativas, pero se redujo a un juego de desgaste del régimen. Se habló de concesiones mínimas y de supuestos avances institucionales, pero en realidad se trató de un espejismo. Barbados mostró que sin principios ni mecanismos de garantías y cumplimiento no hay camino hacia la paz democrática. Y no se debe olvidar: muchos de los mismos auxiliares de dictadores que hoy piden “negociación” fueron los que se sentaron en Barbados y fracasaron estrepitosamente.
Hoy, el punto de partida ineludible de cualquier negociación es el reconocimiento del 28 de julio de 2024. Ese día, el pueblo venezolano se expresó de manera libre y contundente, otorgando la legitimidad democrática a Edmundo González y a María Corina Machado. Negar ese hecho es desconocer la verdad. Pretender una negociación sin aceptar ese veredicto popular sería insistir en la injusticia. El 28 de julio es la piedra angular de todo lo que puede construirse hacia adelante, y cualquier proceso que lo ignore estará condenado a la falsedad.
Resulta paradójico que ahora todos hablen de negociación. Pero, en el fondo, quien la quiere (malamente) es Maduro. Y la quiere porque necesita intentar legitimarse en medio del repudio nacional e internacional. Para lograrlo, utiliza a sus auxiliares: figuras que se presentan como opositores, pero que en realidad actúan como operadores del régimen. Son negociantes sin moral, mercenarios del poder. Repiten los guiones diseñados para ganar tiempo, normalizar la existencia de un narcoestado y prolongar la opresión a un pueblo. Con discursos ambiguos pretenden revestirse de pragmatismo, pero en verdad sirven como engranajes del aparato de dominación de Maduro.
Sin embargo, incluso entre esas voces sombrías que antes hablaban de la política y negociación “potables”, se comienza a admitir lo evidente: que la verdadera negociación debe contar con la anuencia de los venezolanos representados por María Corina Machado. Curioso que, en estos momentos, reconozcan a la otrora “señora” como la legítima representante de la Venezuela democrática que se expresó el 28 de julio, aunque todavía eviten pronunciar con claridad esa fecha histórica. Ese silencio sobre el 28 de julio revela la dificultad de asumir la verdad, pero también muestra que la fuerza moral de ese día es incontenible.
La comunidad internacional tiene un papel importante que desempeñar, pero debe comprender que la negociación es, ante todo, un asunto venezolano. El apoyo internacional de las democracias del mundo, agradecible, debe servir para reforzar la voz del pueblo y no para distorsionarla. Ello implica, de manera urgente, sacar de la ecuación a las potencias dictatoriales que hoy actúan como protectoras de Maduro. China, Rusia, Irán y Cuba no pueden ser árbitros ni garantes de un proceso de liberación nacional: son, más bien, cómplices del secuestro de Venezuela.
La negociación moral será aquella que nos disponga a un pacto de pueblo. Un pacto para derrotar al crimen organizado que se enquistó en las instituciones, para desmantelar el Cártel de los Soles y para edificar un Estado fuerte en el que pueda anidar la democracia. Esa fortaleza institucional no se logra con acuerdos entre élites o con componendas de ocasión, sino con un compromiso moral del pueblo venezolano de reconstruir su destino en libertad y justicia.
San Juan Pablo II señaló la brújula moral que debe guiarnos. La paz que anhelamos no es la paz del silencio impuesto, sino de la reconciliación genuina; no es la paz de la injusticia consolidada, sino de la justicia restablecida. Venezuela merece esa paz, y el pueblo venezolano tiene la dignidad y la fuerza para alcanzarla.
El momento es grave, pero también es esperanzador. Si la verdad del 28 de julio se asume como punto de partida, si la justicia se convierte en horizonte, si el amor al pueblo guía cada paso y si la libertad es la condición de todo acuerdo, entonces la negociación será instrumento de redención social y no de sometimiento. Y será posible que de la oscuridad del presente brote la luz de un futuro democrático.