Los Soles INC.

Mientras en México y Colombia los cárteles se matan entre sí, en Venezuela el negocio está blindado desde el poder.

El 28 de abril de 1982, la aún naciente democracia española celebraba la victoria electoral de Felipe González, un histórico paladín de las libertades ciudadanas en ese país. El PSOE invitó a una gran celebración en el Hotel Palace de Madrid; personalidades de la América Hispana se dieron cita en el evento, por lo que numerosos Estados enviaron delegaciones de las distintas instituciones, y partidos políticos de forma independiente hicieron lo propio. Entre la delegación colombiana se encontraba un pudiente “empresario” que empezaba a dar pasos en la política colombiana, pues aspiraba a ser senador. Acompañando a los parlamentarios Alberto Santofino y Jairo Ortega, se encontraba en esa recepción el mismísimo Pablo Escobar Gaviria.

El histórico capo del Cartel de Medellín, de acuerdo con reseñas de la época, compartió mesa con nada menos que el torero Luis Miguel Dominguín y el empresario Enrique Sarasola. Por aquellos años ya había llamado la atención de algunas autoridades internacionales por sus extravagancias y una inusitada fortuna de cuyos orígenes muy poco se sabía. Hacía gala de su fortuna en actos públicos con contenido filantrópico, como la construcción de viviendas para los menos favorecidos, financiaba equipos deportivos y decía que llevaría a toda Colombia hacia el progreso. Con tales objetivos, y a la par del crecimiento de su imperio de narcotráfico, fundó en 1980 un partido político local llamado Movimiento de Renovación Liberal, mientras financiaba a otros candidatos liberales para que obtuvieran escaños en el Congreso y en puestos de instituciones locales. En 1982 se sentó en una curul del Congreso de Colombia como diputado suplente de Jairo Ortega. En ese momento se produjo la perfecta fusión con la que había soñado: el poder de la narco criminalidad y el poder político.

La historia reciente de Latinoamérica no está completa si no se incorpora el narcotráfico como factor determinante de algunos acontecimientos. Asesinatos políticos, violencia armada, financiamiento de partidos y de líderes regionales y nacionales, debilitamiento de las instituciones, avance de la corrupción institucional, invasiones militares, certificaciones y descertificaciones, avance de cultivos, daño medioambiental, despliegues militares, cooperación internacional, salud pública, entre otras variables fundamentales en el devenir histórico de nuestros países, han tenido en el narcotráfico un dinamizador. Extrañamente, casi ningún pensum universitario en politología, historia o derecho ha incorporado este análisis como materia obligada para comprender el impacto que tiene y ha tenido el narcotráfico en los acontecimientos recientes.

Por décadas, connotados narcotraficantes, siguiendo los pasos de Pablo Escobar, han querido detentar poder político. En nuestra Venezuela, siempre creativa, en la que todo ocurre al revés, un grupo de individuos que tomaron por asalto el poder político valiéndose de las debilidades de la democracia —que permite participar a quienes atentan contra ella y la quieren aniquilar—, luego que consolidaron el control del aparataje estatal, se dispusieron a tomar el control del narcotráfico regional. Esto lo hicieron a través de una gigantesca corporación criminal en la que “gobierno” y cártel se encuentran tan imbricados que no es posible establecer cuándo sus cabezas actúan como funcionarios, o cuándo lo hacen como capos.

Ya no son aquellos tiempos en los que el narcotráfico se posicionaba políticamente en cargos públicos mediante el financiamiento y promoción de figuras claves. En esta nueva dimensión, altos funcionarios del poder estatal desplazaron a cualquier competencia en el plano criminal y pusieron al servicio de aliados estratégicos (ELN, disidencias de las FARC, Cártel de Sinaloa, entre otros) a buena parte de la institucionalidad del Estado, infraestructura, espacio territorial, banca y mercados financieros, en una perversa sociedad delincuencial que difícilmente tenga precedentes. El Cártel de los Soles es una megacorporación criminal que delinque desde la comodidad y ventajas del poder institucional venezolano.

A diferencia de Colombia, México y Ecuador, en Venezuela son muy pocos los eventos en los que se producen acciones violentas por disputas de rentas criminales vinculadas con el narcotráfico. En México, por ejemplo, la guerra entre cárteles deja miles de muertos y desaparecidos al año. Lo mismo ocurre en Colombia, donde son habituales los enfrentamientos del Clan del Golfo con otros grupos como las disidencias de las FARC, el ELN y tantos otros por las rentas criminales, a la par del enfrentamiento con cuerpos policiales y militares.

En Venezuela el negocio narco está custodiado por organismos de seguridad del Estado, por lo que son las armas de la República quienes le brindan seguridad. La droga viaja libremente por carreteras, autopistas, puertos y aeropuertos. Un cargamento de tomates que viaja del Táchira hacia el mercado de Coche en Caracas enfrenta no menos de 30 alcabalas, una decena de revisiones, varias matracas, lo que eleva los costos al consumidor final. La droga, por el contrario, viaja libremente sin pasar por tales vicisitudes. Lo mismo ocurre con el espacio aéreo y las aguas territoriales. No en vano los narcosobrinos se ufanaban ante un agente encubierto de la DEA de sacar cocaína desde la Rampa 4 de Maiquetía.

Los retos de enfrentar a un narcoestado como el modelo venezolano son enormes. Pareciera que los mecanismos ortodoxos de cooperación no son eficaces. El territorio y el Estado todo están secuestrados por el cártel. Las soluciones salen de las formas usuales: acabar con esa organización es fundamental para la paz del hemisferio, pues intentan replicar el modelo. ¿O es que a eso no es a lo que apunta la Paz Total de Gustavo Petro, o la propuesta de quitar la “i” a lo ilícito? Quien no se dé cuenta de ello probablemente esté distraído por los inusitados discursos nacionalistas de los capos.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.