El ruido y la furia en el espacio público

Reflexiono sobre nuestra responsabilidad ciudadana en tiempos de autocracia: resistir sin destruir, disentir sin deshumanizar, hacer política sin ruido ni furia. Porque solo así podremos reconstruirnos como sociedad democrática.

En primera persona

No escribo estas líneas desde una pretendida superioridad moral. Lo que aquí planteo nace de una reflexión que interpela, ante todo, a mi propio desempeño en el espacio público. Al compartir este texto, simplemente extiendo una invitación cordial al lector para que emprenda —o continúe— un ejercicio similar.

Tampoco escribo desde un supuesto distanciamiento político. He asumido, con plena conciencia, una postura ante esta coyuntura de nuestra historia. Defiendo el cambio político que los venezolanos aprobamos de manera soberana el 28 de julio, convencido de que la superación de los males que nos agobian solo será posible si ese cambio se materializa. También considero que la negociación con el régimen es un mecanismo válido, pero que solo cobra sentido si se emprende desde una posición de fortaleza. De lo contrario, se convierte en una forma de sumisión.

Por eso discrepo políticamente de los planteamientos y acciones de un sector —minoritario, poco representativo pero activo— que promueve un camino alternativo que, aunque quizá no lo pretenda, implica en los hechos renunciar a la victoria alcanzada aquel día. Este sector insiste en negociar desde la debilidad y termina, en la práctica, siendo funcional al régimen, contribuyendo así a la prolongación de las dificultades que la ciudadanía enfrenta día tras día. Hoy reproduce, además, el discurso oficialista sobre la soberanía nacional frente a una supuesta invasión que no ocurrirá ni debería ocurrir. Lo más grave es que presenta la crisis política como si se tratara de un conflicto entre dos extremos —el régimen y una cierta oposición, como algunos la llaman—, equiparando responsabilidades y diluyendo el mandato ciudadano expresado con claridad el 28 de julio.

Disiento de estos planteamientos, lo reitero. Pero no por ello caeré en la descalificación de quienes los sostienen, ni contribuiré a la erosión del espacio público, como viene intentando la autocracia desde hace ya demasiado tiempo. Estamos, creo, ante un asunto que trasciende la coyuntura actual y que, en verdad, enlaza con la posibilidad de nuestro renacimiento republicano y democrático.

El espacio público

Permítaseme, para entendernos, proponer un concepto operativo de espacio público. Entiendo por tal el conjunto de interacciones —principalmente discursivas— que se producen entre ciudadanos en torno a asuntos de interés común. Estas interacciones se canalizan a través de diversos medios: parlamentos, medios de comunicación tradicionales, redes sociales, entre otros. Conviene no confundir el espacio público con los mecanismos mediante los cuales se expresa, pues varios de ellos también pueden albergar intercambios privados. Lo público no reside tanto en el soporte como en la naturaleza del asunto tratado.

Ahora bien, los seres humanos —plurales en opiniones, valores e intereses— necesitamos del espacio público para convivir en paz y afirmar nuestra condición humana. Allí podemos mostrarnos como individuos singulares y, al mismo tiempo, iguales en dignidad, tal como argumentó con lucidez Hannah Arendt. El espacio público no es, por tanto, un escenario dado ni un simple telón institucional: su existencia depende de que reconozcamos esas premisas fundamentales y actuemos en consecuencia. Si las negamos —si dejamos de vernos como interlocutores válidos, diversos pero equivalentes—, ese espacio se corrompe, se vuelve inhabitable y finalmente se desvanece.

La dinámica de creación y cuidado del espacio público —como quien construye una casa que luego habita y debe preservar— constituye, en esencia, la política bien entendida: no solo como disputa por el poder, sino, sobre todo, como arte de convivencia entre quienes se reconocen mutuamente en el diálogo democrático. Gracias a la política somos libres junto a otros: libres para informarnos, pronunciarnos o denunciar y, esencialmente, para resolver nuestras diferencias, alcanzar acuerdos y tomar decisiones sobre lo común. Nunca ha sido tarea sencilla, ni es probable que alguna vez lo sea.

Uno de los problemas más graves del espacio público en muchas democracias contemporáneas es su escasa relevancia para numerosos ciudadanos, absortos en su vida privada, indiferentes o desilusionados con la experiencia política. Con frecuencia, sin plena conciencia, delegamos en otros la responsabilidad de lo común; otras veces, sencillamente, nos retiramos. Sea como fuere, la responsabilidad cívica es ineludible: cada abandono individual contribuye, inevitablemente, al deterioro del espacio público. No obstante, el desinterés no es la única vía hacia su destrucción: su mal uso también lo corrompe. La despolitización ciudadana —un contrasentido, si se considera el origen de ambos términos— puede adoptar múltiples rostros.

“El ruido y la furia”

Dadas nuestras inevitables diferencias, la política implica siempre situaciones de conflicto, aunque no se reduzca a ellas. Muchos políticos profesionales están habituados a este entorno y rara vez toman como algo personal los debates que se producen en el espacio público. El problema surge cuando algunos perfeccionan destrezas comunicacionales no para argumentar, sino para atacar y denigrar al adversario, incluso mediante expresiones soeces. Estas prácticas despiertan lo peor en nosotros, especialmente el odio hacia quienes adversamos.

Pero existe también una causalidad inversa: para mantenerse visibles y populares, los políticos suelen expresar —con palabras y gestos— aquello que muchos de sus seguidores, actuales o potenciales, ya sienten por diversos motivos. Se configura así una dinámica de mutua causalidad que degrada el lenguaje político y contamina el espacio común. Sus efectos disolventes, como sabemos, pueden trascender lo meramente discursivo y traducirse en conductas violentas por parte de grupos e individuos.

A esta lógica degradante contribuyen hoy instrumentos diseñados para manipular emocionalmente a las personas. En las redes sociales, por ejemplo, es habitual el troleo: intervenciones provocadoras, ofensivas o disruptivas en conversaciones digitales, orientadas a generar polémica y entorpecer el diálogo. Con frecuencia, además, actúan enjambres de bots —conjuntos masivos de cuentas automatizadas— programados, entre otras cosas, para amplificar distorsiones de diverso tipo en la conversación pública digital. Estos bots operan como zombis que devoran la vida política y, aunque puedan ser identificados, muchos de nosotros, de manera no necesariamente premeditada, terminamos contagiados y convertidos en zombis digitales.

A este panorama se suma la posverdad, una distorsión cognitiva antigua que hoy se ha convertido en práctica extendida. En las disputas contemporáneas, a menudo importa más que algo parezca verdadero a quien lo necesita —es decir, a quien busca preservar intacta su visión del mundo— que su veracidad objetiva. Al opinar, pesan más las emociones y las creencias personales que las evidencias empíricas. Las afirmaciones dejan de ser verificables, y todo queda reducido a opiniones muchas veces arbitrarias. En este contexto, incluso el conocimiento científico —que no ofrece verdades últimas ni definitivas, sino que nos mantiene abiertos al debate racional y a la evaluación de evidencias— tiende a ser subestimado o desplazado.

El término “ruido y furia”, que tomo prestado de Shakespeare, describe con inquietante precisión la deriva actual del espacio público. Este se ve invadido por el ruido —provocaciones deliberadas, saturación informativa, distorsión de contenidos— y por la furia —descalificaciones sistemáticas, expresiones de odio, agresiones verbales—. Ambas dinámicas se entrelazan y retroalimentan, enredando y empobreciendo cualquier posibilidad de diálogo constructivo.

Lo más grave es que esta degradación no emana únicamente del poder; también la reproducimos entre nosotros. Al sumarnos al ruido y dejarnos arrastrar por la furia, contribuimos —muchas veces sin advertirlo— a fragmentar el espacio común que deberíamos preservar. E insisto: todo ello puede encarnarse eventualmente en conductas agresivas e incluso, en casos extremos, homicidas.

Cuidar el terreno común

La desintegración del espacio común plantea desafíos especiales a quienes aspiran a liderar. En un entorno marcado por el ruido y la furia, el liderazgo ético exige algo más que visibilidad: demanda templanza, claridad argumentativa y una disposición genuina a someterse al escrutinio público, incluso cuando este sea parcial o desinformado.

No obstante, ello no quita responsabilidad a quienes opinan sin haberse informado o reflexionado con seriedad. La libertad de expresión no puede desligarse de la ética del discurso. Nadie puede negar el derecho ajeno a pensar y expresarse, pero hay límites morales —y a veces legales— sobre lo que podemos afirmar públicamente. El respeto al otro, en especial al momento de disentir, forma parte del cuidado del espacio público que hace posible la política.

Este principio adquiere especial relevancia en el entorno digital, donde el espacio público se transforma y se vuelve más vulnerable. Enfrentar el troleo, por ejemplo, exige estrategia, templanza y claridad moral: no basta con ignorar o bloquear; es necesario proteger el espacio público digital como territorio imprescindible del proceso democrático. La regla “Don’t feed the troll” (no alimentes al troll) nos recuerda que responder con enojo o sarcasmo suele reforzar el propósito provocador, mientras que el silencio estratégico puede resultar más eficaz.

Sin embargo, el mejor antídoto contra el ruido es la densidad discursiva: publicar contenido bien argumentado, ético y pedagógico contribuye a desplazar el troleo hacia los márgenes y a preservar el sentido del diálogo público. Se trata, sin exageración, de un antídoto civilizatorio que, aunque no se viralice con facilidad ni acumule numerosos “me gusta”, puede ayudarnos a generar sentido en comunidades deliberativas. Que la inteligencia artificial —con su capacidad para sintetizar, integrar, imaginar, diseñar o traducir, pero también para falsear, simular, descontextualizar o manipular— contribuya o no a este propósito es algo aún por verse. Tengo esperanzas al respecto.

En este contexto, no son pocos quienes proponen regular con rigurosidad el espacio público digital. No comparto esa postura. Es cierto que existen excesos que vulneran derechos individuales —a la privacidad, al honor, a la imagen propia, entre otros—, pero también hay leyes que sancionan la difamación y la injuria, siempre y cuando, desde luego, los responsables puedan ser identificados. Y ahí radica una dificultad persistente: la actuación anónima e impune en el espacio público.

En todo caso, pese a los excesos, cabe confiar en que una sociedad con suficiente temple moral y un Estado de derecho eficaz pueda contener a quienes abusan del espacio público. Delegar exclusivamente en el Estado esa tarea entraña el riesgo de conferir un poder desmedido a políticos y funcionarios —y a quienes puedan influir sobre ellos—, debilitando la capacidad ciudadana para afrontar sus propios desafíos. El civismo, como toda virtud pública, se fortalece en la dificultad. Mi apuesta es al florecimiento de la conciencia y del activismo ciudadano. No concibo un marco legal que nos releve de la responsabilidad de ser decentes.

Doble desafío en un contexto autocrático

Han existido —y siguen existiendo— regímenes autoritarios que, por ambición de poder, primitivismo ideológico u otras razones, aspiran a desmantelar el espacio público y la política que lo configura. En realidad, requieren que ese espacio desaparezca o se pervierta, porque mientras subsista, el poder seguirá en manos de la ciudadanía y la continuidad del régimen no estará garantizada. En su afán de perpetuarse, atentan así contra una dimensión esencial de nuestra condición humana. 

Estos regímenes bloquean y corrompen los mecanismos que permiten la existencia del espacio público y suman a ello la coerción directa, a menudo brutal, contra quienes se les oponen. El miedo a expresarse deriva en autocensura, alejando a los ciudadanos de la esfera pública. La política, así cercada, solo se tolera en la medida en que resulta funcional al régimen:  ya sea para exhibir una disidencia que lo haga parecer abierto a la crítica democrática, o para permitir la actuación de quienes —consciente o inconscientemente— terminan sirviéndole.

Quienes resistimos estos regímenes enfrentamos, pues, una tarea compleja: oponernos con firmeza a sus pretensiones autocráticas —o incluso totalitarias—, al mismo tiempo que salvaguardamos el espacio público que buscan hundir. Es la tensión inevitable de confrontar a quienes niegan la política, sin dejar de hacer política entre quienes nos oponemos a ellos: resistir sin replicar la lógica de la exclusión, disentir sin destruir el terreno común.

Nosotros y la política

El uso agresivo del lenguaje político no es, por supuesto, un fenómeno nuevo; sin embargo, su degradación deliberada y sistemática no tiene precedentes en nuestro período democrático. Este constituye, en realidad, uno de los saldos más lamentables de la revolución chavista-madurista. En la tradición autoritaria —de cualquier signo— se introdujo en el espacio público el uso del epíteto insultante como herramienta de confrontación. Como respuesta buscada, este recurso fue replicado por una parte de quienes se le opusieron y aún se le oponen.

El uso de insultos, la búsqueda del post más hiriente y del meme más mordaz, la lógica del agravio como forma de posicionamiento: todas estas prácticas contribuyen a desfigurarnos como ciudadanos, tanto a quienes las ejercen como a quienes las padecen. Señalar una acción equivocada es legítimo; calificar de imbécil —o algo peor— al que la realiza, es otra cosa.

Los venezolanos que luchamos por la libertad y la democracia hemos afrontado —y seguimos afrontando— serias dificultades para hacer política entre nosotros. Es innegable que existen discrepancias sustanciales en la interpretación de nuestra realidad y en las estrategias a seguir, a las que se suman disputas de liderazgo, desconfianza, desinformación, emociones exacerbadas y, en ocasiones, una limitada capacidad para gestionar las comunicaciones. Todo ello es cierto, pero el verdadero desafío que enfrentamos es ejercer la política, exorcizando del espacio público las prácticas inoculadas por el chavismo-madurismo. La superación de esta involución cultural debe formar parte de nuestra agenda transformadora, que no necesita esperar el cambio político para asumirse.

No niego que este reto se vuelve aún más complejo porque hay quienes, bajo el ropaje de opositores, actúan al servicio del régimen. Su presencia siembra confusión, exacerba los ánimos y profundiza las divisiones. El problema es que no siempre nos consta quién cumple deliberadamente esa tarea de socavamiento. Quizás, ante la duda, lo más inteligente —políticamente hablando— no sea acusar sin pruebas a quien nos parece sospechoso, sino simplemente no darle tribuna para no contribuir, si ese fuera el caso, a su cometido.

Lo más preocupante es que muchos muestran escasa conciencia sobre las consecuencias de sus palabras y actos en el espacio público, especialmente en las redes sociales. Basta un vistazo para advertir, por ejemplo, la proliferación de etiquetas que fragmentan el debate opositor. Se habla de “extremistas”, “radicales”, “maricorinos” u “oposición externa” para descalificar ciertas posturas, mientras otros responden con términos como “colaboracionistas”, “normalizadores” o “traidores”. Y me refiero tan solo a los calificativos menos ofensivos.

De esta manera, sin proponérnoslo, acabamos haciendo el trabajo que el régimen necesita y persigue sin descanso: dispersarnos, fragmentarnos, debilitar nuestra capacidad de ejercer la política y destruir el espacio público. Con ello comprometemos no solo la lucha presente, sino también las posibilidades futuras de reconstruirnos como sociedad.

Coda

Me niego a hacerle el juego a la autocracia que intenta vaciar de sentido el espacio público. Por el contrario, insisto en consolidar un centro democrático que no se limite a la mera búsqueda de acuerdos, sino que se funde en una ética de la palabra, una pedagogía del disenso y una voluntad de reconstrucción compartida. El centro, conviene recordarlo, no existe —ni puede existir— entre un régimen opresor y una ciudadanía oprimida; es un espacio para demócratas, incluidos quienes se hayan apartado del régimen autocrático, que, pese a diferencias significativas, comparten un núcleo de valores y principios políticos.

Espero no pecar de ingenuidad. Sé que el espacio público puede convertirse en un mito que encubra relaciones de poder, exclusión y control. Sé también que probablemente sean minorías las que se encuentren allí con auténtica vocación deliberativa. En todo caso, no me resigno a la idea de que «la política real es así» y de que quien no la tolere deba apartarse. Creo que, en este contexto —como en tantos otros—, podemos estar atrapados en profecías autocumplidas: al asumir que algo es de cierto modo, actuamos de tal manera que, sin intención deliberada, acabamos provocando aquello que anticipábamos. Confío, en cambio, en que es posible ejercer una política distinta y mejor entre quienes luchamos por la libertad y la democracia. La necesitamos.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.