La aritmética de la hipocresía: migrantes que suman cuando conviene y sobran cuando votan

La política regional convirtió a la diáspora venezolana en comodín electoral. En Chile, un millón de migrantes puede definir el resultado de noviembre, pero la izquierda ya conspira para limitar su voto porque no favorece a su bando. En Colombia, el Estatuto de Protección es herramienta propagandística: se usa como hazaña humanitaria o como “apocalipsis fiscal”, según convenga.

La política latinoamericana es el único circo donde el público ya sabe que los trucos son falsos, pero igual compra la entrada. En Venezuela se celebran elecciones que ni los fantasmas del Consejo Nacional Electoral se creen, mientras en Bogotá y Santiago los candidatos hacen lo que mejor saben: usar a los venezolanos en exilio como comodín de campaña. Es un espectáculo grotesco: basta pronunciar “Venezuela” en un mitin para que unos aplaudan como si vieran al Mesías y otros suden frío como si llegara la peste.

El chiste de mal gusto es que la mayoría de esos migrantes no votan, pero pesan en Santiago; no deciden, pero definen discursos en Bogotá. La diáspora ya no es solo un drama humanitario: es un plebiscito con piernas, una marea electoral en tránsito. Cada maleta se ha vuelto una urna portátil, cada frontera cruzada un voto invisible que hace temblar más a los políticos de la región que a Maduro en Miraflores.

Y mientras tanto, el régimen venezolano, maestro en artes marciales de la paranoia, agita la narrativa de la invasión. Cada vez que un buque estadounidense se mueve por el Caribe, en Caracas los voceros del socialismo tropical anuncian el inminente desembarco de los marines, listos para tomarse La Guaira como si fuera Normandía. Entre tanto, en las redes sociales no falta quien crea que la Sexta Flota está a punto de rescatar a Venezuela, como si la geopolítica fuera un capítulo inédito de Netflix.

Chile: el voto migrante como inquietud nacional

El 16 de noviembre de 2025, Chile celebrará elecciones presidenciales en un escenario inédito: con el voto obligatorio ya consolidado y casi un millón de extranjeros habilitados para sufragar. Aunque el peso migrante varía según el territorio, en comunas como Santiago, Independencia o Estación Central el padrón extranjero puede alcanzar hasta un tercio del electorado. Allí, la presencia venezolana deja de ser una cifra y se convierte en una fuerza demográfica con consecuencias palpables.

Las encuestas anticipan la tensión: un 71 % de los chilenos rechaza que los migrantes voten en presidenciales, pese a que la ley lo permite. La contradicción se refleja en los discursos: unos denuncian un supuesto “desbalance democrático” por la incidencia extranjera, mientras otros defienden la participación como expresión legítima de integración cívica.

El dato incómodo para la izquierda chilena es que, según un estudio de la Universidad del Desarrollo, un 71 % de los venezolanos en Chile se inclinaría por candidatos de derecha. La paradoja es digna de sátira: quienes huyeron de un socialismo autoritario hoy favorecen fuerzas conservadoras en el país receptor. La diáspora, lejos de ser una masa homogénea de vulnerabilidad, se revela como electorado pragmático capaz de inclinar balanzas locales y alterar la narrativa nacional sobre soberanía y ciudadanía.

Esta realidad provoca reacciones previsibles y otras más lamentables. Si parte del electorado chileno percibe que su soberanía está en riesgo, no sorprende que florezcan discursos que ofrecen “remediar” la situación. Y allí aparece la contradicción que merece sarcasmo: algunos voceros y diputados de izquierda, autoproclamados defensores de la inclusión y los derechos humanos, impulsan iniciativas para restringir el sufragio de residentes extranjeros en presidenciales. La misma izquierda que predica igualdad ahora coloca el candado al descubrir que el padrón “foráneo” amenaza sus resultados. No es olvido ideológico: es cálculo electoral puro. Hipocresía, más aún, cuando muchos de ese sector son aliados del régimen, lo defienden y otros dudan o tartamudean a la hora de definir “el gobierno” de Venezuela. El razonamiento es brutalmente simple: “los migrantes votan mal para nosotros, cerremos la puerta”. Así, la retórica progresista se pliega a la conveniencia de proteger escaños y coaliciones. Se aplaude la inclusión hasta que deja de servir al propio bando: un espectáculo tan humano como previsible.

En el terreno discursivo, la diáspora es un recurso polivalente: alimenta narrativas de victimización que exigen sanciones internacionales; sirve como base simbólica para reprochar al régimen venezolano; y, en los países anfitriones, se convierte en herramienta electoral, ya sea para prometer mano dura o integración solidaria. El resultado es una politización de la migración que rara vez aborda las causas profundas del éxodo —colapso institucional, crisis económica y violencia— y que reduce a millones de personas a simples fichas de poder.

La lección es clara: la democracia pierde coherencia cuando la ciudadanía se negocia como moneda electoral. Aceptar que la inclusión dependa del rédito político es renunciar al principio fundamental de igualdad, y admitir que la legitimidad se comercializa. La ironía final es brutal: quienes sostienen la bandera de la democracia terminan regulando quién puede ejercerla según la conveniencia del momento.

Colombia: el Estatuto de Protección como plataforma y espectáculo retórico

Un año electoral no es solo calendario: es tablero donde los temas se vuelven fichas. En Colombia, la migración venezolana ya no es cuestión humanitaria, sino estructural: más de 2,8 millones de personas residen en el país y su presencia condiciona agendas, discursos y estrategias de campaña.

El Estatuto Temporal de Protección (ETPV), decretado en 2021, es el eje de la disputa. Jurídicamente garantiza identificación y acceso a derechos; políticamente, es oro electoral: puede presentarse como hazaña humanitaria o como “costo fiscal”, según convenga. A la derecha, el libreto es claro: amplificar la percepción de descontrol para activar miedos sobre empleo y seguridad. A la izquierda, la jugada es apelar a la integración y a la responsabilidad regional. El detalle irónico surge cuando ambos bandos intercambian máscaras: la retórica inclusiva se convierte en cálculo, y la securitaria se viste de compasión si suma votos.

Si el ETPV es la caja de herramientas, la caja de resonancia son las declaraciones altisonantes. Álvaro Uribe llegó a pedir intervención internacional en Venezuela avalada por la ONU. No buscaba sutileza, sino titulares y memes: el “plan A: invadir” como gesto simbólico ante un electorado que aplaude mano dura. Gustavo Petro, en cambio, advierte sobre el impacto de dinámicas migratorias —como una eventual deportación masiva desde EE. UU.— y combina pragmatismo con discurso humanitario. Sus cifras, a veces corregidas por verificadores, demuestran que el número y la exageración son también armas políticas.

Uribe ofrece épica militar; Petro, prevención. Ambos compiten en el mismo mercado: el del elector que teme o se compadece. Entre ellos quedan los migrantes, convertidos en recurso narrativo. La “venezolanización” funciona como metáfora comodín: sirve para denunciar desorden social, advertir sobre autoritarismo importado y, de paso, desplazar la atención de problemas internos como la corrupción o la desigualdad.

La ironía final es política y humana: la instrumentalización de la tragedia alimenta políticas erráticas que subordinan necesidades reales —empleo, salud, protección contra explotación— a la utilidad comunicacional del día. Organismos internacionales lo han advertido: el ETPV es un avance, pero sin recursos ni coordinación internacional puede erosionarse, sobre todo si se sigue usando como arma de campaña. En este espectáculo, la migración resulta rentable: da dramatismo (invasión y amenazas), da moral (humanitarismo) y da votos, reales o simbólicos. El migrante, entretanto, queda reducido a ficha.

La lección es obvia: la democracia se degrada cuando los sujetos políticos son tratados como instrumentos de movilización y no como titulares de derechos. La política que usa la vida ajena para ganar adhesiones renuncia a la dignidad.

Más allá de las cifras de Migración Colombia o ACNUR, persiste un vacío revelador: la invisibilización de los colombo-venezolanos retornados. Miles de familias que huyeron del conflicto colombiano hacia Venezuela han regresado forzadas por el colapso de ese país. En las estadísticas no figuran como migrantes, sino como nacionales; en la práctica, son ciudadanos de segunda, con identidades truncadas y derechos frágiles. Así, los “2,8 millones de venezolanos” son una verdad a medias: se cuentan cuando conviene —para pedir recursos o endurecer políticas— y se borran cuando exigen soluciones estructurales.

La ironía mayor es que esos retornados sí votan. Con ellos vuelve también la memoria política del chavismo y del colapso: desconfianza hacia el socialismo, nostalgia de democracia perdida, narrativa que permea campañas y discursos. No aparecen en listados migratorios, pero sí en los cálculos electorales: invisibles en los informes, audibles en cada consigna que invoca a “Venezuela” como advertencia o espejo.

Mercado persa de la ciudadanía

En Chile, el voto migrante es un invitado incómodo: se celebra en discursos y seminarios, pero se teme en las urnas. El progresismo que predica inclusión descubre que la democracia es hermosa… mientras no la ejerzan los extranjeros. Al final, no se protege la soberanía, sino la posibilidad de perder una elección. En Colombia, el Estatuto de Protección es pura utilería: la derecha lo usa para anunciar apocalipsis fiscales y la izquierda para exhibir compasión. Pero todos saben la verdad incómoda: detrás de los 2,8 millones de migrantes visibles están los retornados invisibles, que sí votan y cargan con la memoria del chavismo como vacuna política. La tragedia migrante se convierte así en el comodín más rentable: lágrimas en debates, votos en urnas y titulares en prensa.

En ambos países, el exilio venezolano es espejo deformante: amenaza, símbolo o mercancía, según convenga. La democracia, reducida a mercado persa, negocia derechos al ritmo de encuestas. En este circo regional, Venezuela siempre es el número estelar: en Caracas, dictadura que inventa invasiones; en Colombia, chivo expiatorio electoral; en Chile, ecuación demográfica que aterra ideologías. La paradoja final: la diáspora que no eligió huir termina definiendo campañas de quienes eligieron usarla.

La paradoja es deliciosa: los exiliados redibujan las campañas electorales en Chile y Colombia, mientras el régimen sigue vendiendo la fábula de una invasión yanqui. Unos convierten a la diáspora en tema de campaña, otros la convierten en excusa para justificar su perpetua “resistencia”. En el fondo, todos juegan con la misma baraja: Venezuela, ese comodín de oro que sirve tanto para ganar votos como para perpetuar miedos. Porque al final, lo único que parece democrático en nuestra región es la manera en que todos, opositores, oficialistas y candidatos extranjeros, se disputan el derecho de hablar en nombre de quienes —les guste o no— cargan con la memoria de la libertad perdida.

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