
El país que olvidó enseñar a saludar
La verdadera revolución no está en Miraflores ni en un eslogan: comienza en el hogar, en un gesto sencillo, en la decencia cotidiana. Solo así Venezuela dejará de ser una promesa rota y volverá a ser una posibilidad real.
Hubo un tiempo —aunque parezca un mito susurrado por abuelas— en que los niños venezolanos aprendían a decir “buenos días”, a respetar la fila, ceder el asiento, no arrojar basura en la calle y no alzar la voz a los mayores; la palabra empeñada valía más que un documento firmado.
En aquellos tiempos lejanos —antes de los hashtags, los influencers y la pedagogía disruptiva— se hablaba de civismo, deberes y urbanidad. “¡Qué escándalo! ¡Qué horror! ¡Qué burguesía tan descarada!”, dirían luego los profetas de la revolución. Y así, entre risitas ideológicas y desdén, lo que enseñaba ciudadanía fue tachado de opresor, clasista y reaccionario. Porque, según esos iluminados, enseñar modales y normas equivalía a “formar para la sumisión”. Mejor criar al hombre nuevo: desobediente, contestatario y, por supuesto, maleducado.
Desde los primeros catecismos patrióticos del siglo XIX —donde los niños memorizaban preguntas y respuestas sobre héroes de la independencia y valores republicanos— la escuela venezolana surgió con vocación moralizante. Virtudes como el patriotismo, la lealtad y la honradez se enseñaban como ejemplos a emular. Esa función pedagógica, que combinaba historia e instrucción cívica, fue un pilar del currículo escolar hasta bien entrado el siglo XX.
La fundación de la Academia Nacional de la Historia en 1888 y la profesionalización historiográfica en las décadas de 1940 y 1950 reforzaron un discurso nacionalista, heroico y homogéneo: Bolívar como mito, la historia como epopeya y la moral como deber público.
Durante la Venezuela democrática del siglo XX, especialmente tras la Constitución de 1961, el Estado asumió formalmente promover la ciudadanía y la formación ética como parte del derecho a la educación. Se incorporaron sistemáticamente contenidos de civismo, urbanidad, deberes ciudadanos, modales y buenas costumbres al currículo escolar, muchas veces entrelazados con la historia nacional, con el propósito de consolidar una cultura cívica orientada a la convivencia.
Pero hacia los años ochenta surgió una tensión pedagógica: el enfoque memorístico, normativo y moralizante fue visto como anacrónico frente a la demanda de una formación más crítica, reflexiva y contextualmente consciente. El cuestionamiento provino especialmente de sectores seducidos por pedagogías liberadoras al estilo de Paulo Freire. Así, la educación en civismo y urbanidad fue tildada de “burguesa”, acusada de perpetuar estructuras de poder conservadoras.
En los noventa, la educación cívica se deterioró notablemente. Investigaciones y debates en revistas académicas advertían que la enseñanza de valores, moral pública y ciudadanía quedaba relegada a un rincón didáctico: contenidos desactualizados, docentes sin formación adecuada y una percepción creciente de irrelevancia frente a la educación técnica o científica —“no importa que no digan buenos días ni gracias, mientras sean ingenieros”—. Incluso se discutía si esa responsabilidad debía recaer en la escuela o en la familia.
Entre 1997 y 1999, con la reforma curricular durante el segundo gobierno de Rafael Caldera, la Educación Cívica fue eliminada como asignatura independiente. Se incorporó a áreas integradas y competencias transversales, dispersándose dentro de Ciencias Sociales. En la práctica, el currículo se volvió técnico y funcional, pero despojado de valores explícitos vinculados al bien común. La formación cívica quedó diluida, simbólica, sin unidad pedagógica ni propósito claro.
Ese período —previo al chavismo, pero marcado por reformas estructurales— fue decisivo en la erosión de los fundamentos de la educación cívica: las aulas dejaron de enseñar urbanidad, cortesía, ética pública, oratoria y debate plural. Se enseñaban fechas y héroes, pero ya no se formaban ciudadanos.
Paradojas del destino: muchos de los que entonces denunciaban las normas de convivencia como herramientas de control social quedaron integrados en los cuadros ideológicos de la revolución bolivariana. Una revolución que, lejos de proponer pedagogías emancipadoras, suprimió toda formación ciudadana estructurada, reemplazándola por adoctrinamiento, culto al líder y vaciamiento de contenidos críticos. Lo rígido fue sustituido por lo arbitrario; lo normativo, por el caos; lo actualizado, por la ausencia.
El chavismo no inventó la ruina: la profundizó. Su currículo ideológico exaltaba la obediencia, la educación premilitar y el culto al líder. Materias como Cátedra Bolivariana servían para repetir eslóganes, no para cultivar el pensamiento crítico. Textos oficiales sin ética, adoctrinamiento sin pedagogía. El daño ya estaba hecho.
Entonces cabe preguntarse: ¿fue ese deterioro solo simbólico o detonante del vacío cívico que hoy padecemos? Cuando la escuela deja de enseñar urbanidad, ética ciudadana y respeto, deja un vacío que ninguna asignatura complementaria puede llenar. Ese vacío fue semilla de generaciones que no distinguen entre derecho y privilegio, entre lo público y lo ajeno, entre respeto y desorden.
Entender cómo se fragmentó aquel proyecto republicano —convertido en retórica sin contenido, sin docentes capacitados ni espacio curricular definido— equivale a mirar el abismo de nuestra historia educativa.
No se trata de buscar chivos expiatorios, sino de comprender cómo llegamos al punto en que muchos venezolanos no saben convivir dentro ni fuera del país.
Una casa sin cimientos puede mantenerse en pie… hasta que tiemble. El primer sacudón la derrumba. Así ocurrió con nuestra educación cívica: una estructura inestable, disfrazada de asignatura, que en lugar de evolucionar hacia la formación crítica fue borrada —no abruptamente, sino con sutil abandono progresivo. ¿Reformarla? No. Mejor dejarla morir entre excusas ministeriales y promesas incumplidas.
Y luego, como si no supiéramos por qué, nos preguntamos con gesto de tragedia griega: “¿En qué momento se jodió esta vaina?”. Tal vez mucho antes de que enseñaran a ser ciudadanos criollos: obedientes a líderes mesiánicos, gritones de consignas, marchistas compulsivos. Guerreros patriotas de día, que se orinan en la calle, tiran basura por la ventana y se pasan un semáforo con el argumento de que “aquí no hay ley que valga”.
Celebrábamos nuestro ingenio mientras exportábamos petulancia, arrogancia y prepotencia. Concedo: no todos. Pero si se observa con atención según regiones, se empieza a entender por qué somos como somos, dentro del país y fuera también.
¿La xenofobia? Existe. A veces injusta, otras ganada. El problema es que, en vez de autocrítica, optamos por la humildad impostada. Asumir responsabilidades no es lo nuestro. Preferimos mirar hacia otro lado mientras pequeñas malas costumbres hacen tanto ruido juntas que explican, sin discursos, por qué el país se nos vino encima.
No se trata de culpas, sino de aceptar que permitimos pulverizar los cimientos. Entonces sí: de esos polvos vinieron estos lodos. Si no recuperamos la raíz cívica, seguiremos criando obedientes sin criterio, gritones sin conciencia.
Cada pueblo tiene los gobernantes que merece. Si los nuestros son corruptos, patanes y violadores de derechos, no vinieron de otro planeta. Salieron de nuestras escuelas, hogares e iglesias. Hijos legítimos de una mezcla letal entre criollismo mal entendido y viveza institucionalizada.
A veces ofende más que nos lo digan que el hecho mismo. No son extraterrestres: son hijos aplaudidos de una sociedad que confunde astucia con virtud, presume de belleza mientras entierra en silencio a sus viejos sin pensión, sus maestros sin sueldo, sus médicos sin insumos.
¿Fuimos alguna vez el país que todos querían visitar? Sí, quizás. ¿Y qué hicimos con eso? Lo derrochamos en reinados, discursos vacíos y el eterno “cuánto hay pa’ eso”. Hoy celebramos talentos venezolanos en el extranjero como si brotaran de tierra fértil. Mentira: muchos florecieron lejos porque aquí los marchitábamos.
Decimos querer democracia, pero vivimos en una república de apariencias: ciudadanos que saben votar, pero no decir “permiso”; que conocen el código electoral, pero no respetan un semáforo; que hacen campaña, pero no ceden el asiento. Queremos cambiar dictadores, pero no cuestionamos el régimen mental interno. El problema no es solo Maduro o Chávez: es la sociedad que los aplaude… y luego finge no conocerlos.
No basta con sustituir al ladrón de turno. Hay que transformar la forma de ser país. Venezuela está llena —aunque a veces no lo parezca— de gente decente. Pero los decentes no llenan plazas ni prometen “mano dura”. No emocionan al caudillo que todos llevamos dentro.
¿Saben por qué? Porque apoyar a un decente exige decencia. Y eso, por estas tierras, incomoda. Los honestos no se dejan sobornar ni aceptan favores ocultos. Vienen con principios. Y en esta república de la viveza institucionalizada, los principios son mala palabra. Cuando Venezuela quiera recuperar la democracia —no la del discurso, sino la de calles limpias, transporte respetuoso y maestros valorados— tendrá que dejar de aplaudir al más “arrecho” y empezar a escuchar al más sensato. Debe comprender que patria no es un grito ni un récord Guinness, sino un compromiso silencioso que empieza en el hogar.
Porque la revolución verdadera no nace en Miraflores ni en una urna electoral. Nace cuando alguien recoge un papel del suelo sin que nadie lo vea. Cuando se cede un puesto sin esperar aplausos. Cuando un niño aprende que pedir permiso no lo vuelve débil, sino digno.
Una nación no se construye con petróleo, eslóganes o hashtags. Se construye con ciudadanos. Y aunque aún sean pocos, lo bello —y urgente— es que existen. Están, silenciosos, haciendo lo correcto, aunque nadie los celebre. Quizás, cuando sean mayoría —no solo en el censo ni en el padrón electoral, sino en la conciencia colectiva— Venezuela dejará de ser una promesa rota y se convertirá, por fin, en una posibilidad.