Medio siglo de la nacionalización petrolera

Lo que parecía soberanía terminó siendo un diseño institucional que concentró poder, debilitó la democracia y devoró al propio Estado. PDVSA pasó de orgullo nacional a maquinaria del populismo autoritario, hasta colapsar y abrir paso a una privatización de facto, opaca e inconstitucional.

Hace medio siglo, el 29 de agosto de 1975, fue publicada en Gaceta Oficial la Ley Orgánica que Reserva al Estado la Industria y el Comercio de los Hidrocarburos (LOREICH), la cual sentó las bases de la política de nacionalización petrolera. La Ley ordenó la extinción de las concesiones petroleras a partir del 31 de diciembre de 1975 (artículo 1). El 1 de enero de 1976, el Estado, a través de las filiales de PDVSA, tomó control de los activos de las antiguas concesionarias, lo que quedó formalizado en el acto organizado en el cerro La Estrella, en el Campo Mene Grande, sede del célebre Zumaque I.

Este aniversario ofrece una oportunidad para evaluar la nacionalización petrolera después de cincuenta años. La principal conclusión que queremos presentar es que la nacionalización tuvo una consecuencia no prevista: la concentración de funciones en la Presidencia, lo que redujo la separación de poderes. Sin embargo, esta concentración no representó un riesgo existencial para la democracia, gracias al acuerdo político entre las élites de mantener el sistema democrático, basado en el Pacto de Puntofijo. La elección de Chávez en 1998 marcó el fin de ese acuerdo, permitiendo que esa concentración de poderes debilitara las bases de la democracia, al punto de destruirla. El Petro-Estado devoró al Petro-Estado, iniciándose así la marcha hacia la desnacionalización petrolera. 

La nacionalización petrolera y el Petro-Estado

Desde el punto de vista jurídico, la principal consecuencia de la LOREICH fue que creó un monopolio estatal en las actividades petroleras, que solo podían ser emprendidas por el Poder Ejecutivo Nacional, a través de las filiales de PDVSA. La inversión privada solo podía intervenir como contratista de obras, bienes y servicios, y mediante los contratos operativos y de asociación previstos en el artículo 5, sobre los que luego volveremos. 

Pero la principal consecuencia operó en el plano de la economía política, pues la LOREICH consolidó a Venezuela como Petro-Estado, pues (i) el Poder Ejecutivo Nacional asumió el monopolio, en especial, para producir y comercializar petróleo y (ii) capturó la renta petrolera, por medio de las regalías, tributos y dividendos pagados por PDVSA y sus filiales. Como resultado, el Estado —entiéndase, el Poder Nacional— dejó de depender de los ingresos tributarios, pues el financiamiento del gasto público encontró como fuente principal la renta petrolera. 

Estos arreglos eran incompatibles con la Constitución, que fue diseñada pensando en un Estado que, al depender del ingreso tributario, se enfrenta a incentivos para fortalecer la separación de poderes y promover el gasto público eficiente y transparente. 

El Petro-Estado fue determinante en los vicios que caracterizaron al Estado venezolano en las últimas décadas del pasado siglo, como el presidencialismo, el centralismo, la democracia de partidos y la corrupción. Asimismo, la discrecionalidad del Poder Ejecutivo Nacional para la distribución de la renta petrolera facilitó políticas pro-cíclicas que coadyuvaron a desórdenes macroeconómicos. 

No cabe hablar, en todo caso, de ninguna “maldición de los recursos”. En realidad, la causa de esos problemas no fue ni el petróleo ni la dependencia de la economía venezolana del petróleo, sino los arreglos institucionales del Petro-Estado, que magnificaron los efectos adversos del ingreso petrolero como renta. Podría entonces decirse que los vicios del Petro-Estado fueron una consecuencia no deseada de las instituciones políticas consolidadas con la LOREICH. 

La reforma inconclusa del Petro-Estado y la Apertura Petrolera

El Viernes Negro de 1983 evidenció la dimensión económica de la crisis de Venezuela, en buena medida, impulsada por los arreglos institucionales del Petro-Estado. Para responder a las dimensiones institucionales de esa crisis, en 1984 se creó la Comisión para la Reforma del Estado (COPRE), que en realidad quiso atender a los principales efectos adversos del Petro-Estado. 

De esta manera, frente al presidencialismo, se planteó restablecer la vigencia real de la separación de poderes, reforzando las funciones de control y legislativas del Congreso y asegurando la independencia del Poder Judicial.  Ante el centralismo, se impulsaron reformas para avanzar en la descentralización político-territorial. Para hacer frente a la democracia de partidos, se diseñaron nuevos cauces de participación ciudadana. En el marco del restablecimiento de la separación de poderes, se definieron políticas para elevar la transparencia y la rendición de cuentas, respondiendo a la creciente corrupción. Finalmente, el modelo estatista de desarrollo debía dar paso a un modelo económico que rescatase las garantías jurídicas de la libertad de empresa. 

Lo cierto es que no hubo consenso político para avanzar en estas reformas, en parte, pues la Presidencia, expandida en los hechos en un hiperpresidencialismo, no quiso ceder cuotas de poder. Durante el segundo Gobierno de Carlos Andrés Pérez, en todo caso, se lograron importantes progresos, en especial, en el desmontaje del modelo estatista de desarrollo, hasta que el conflicto con las élites políticas y los golpes de Estado frustraron estas reformas. 

La segunda presidencia de Caldera logró avanzar en dos objetivos centrales, los cuales eran reducir el monopolio estatal y limitar la discrecionalidad del Ejecutivo en la administración de la renta petrolera. Lo segundo se logró en 1998, con el Fondo de Estabilización Macroeconómica. El primer objetivo, de mayor alcance, se implementó por medio de la Apertura Petrolera. 

La Apertura Petrolera, formalmente, consistió en la puesta en funcionamiento de los convenios operativos y asociaciones estratégicas previstos en el artículo 5 de la LOREICH, para ampliar el cauce de la inversión privada. Razones políticas, como explica Ramón Espinasa, impidieron una reforma de mayor alcance basada en una modificación de la LOREICH. En parte, ello explica las críticas a esta política, que en todo caso, fueron canalizadas por cauces democráticos, con debates plurales en el Congreso y un juicio ante la Corte Suprema, que convalidó la constitucionalidad de esta política. 

La Apertura Petrolera no desmontó las instituciones políticas del Petro-Estado, pero sí introdujo una modificación sustancial, al incorporar a la inversión privada en la gestión de las actividades petroleras, fortaleciendo con ello los incentivos para una gestión eficiente y transparente, y creando barreras adicionales frente a las apetencias de la Presidencia de capturar la renta. 

Las peores consecuencias de esas instituciones políticas que lograron mantenerse quedaron en evidencia en 1998, cuando en elecciones libres y justas, un líder autoritario y populista —Hugo Chávez— ganó la Presidencia. 

El Petro-Estado se devora al Petro-Estado

Chávez comprendió muy temprano que, en un Petro-Estado, la fuente del poder político no está en las instituciones tradicionales, sino en el petróleo. Por ello, para avanzar en su agenda autoritaria, Chávez decidió controlar políticamente el petróleo. Para ello, era necesario destruir la autonomía de PDVSA. 

PDVSA fue creada como una sociedad mercantil para controlar a las empresas públicas operadoras, sus filiales. Por lo tanto, formalmente, PDVSA no contaba con ninguna institución que protegiese su autonomía, como directores independientes. La Presidencia de la República tenía control absoluto sobre la estatal petrolera, no solo por medio de los controles de derecho administrativo, sino en especial, a través del ejercicio de los derechos de la República, como único accionista. 

A pesar de la ausencia de mecanismos formales que protegiesen la autonomía de PDVSA, esa autonomía se preservó, más allá de los naturales altibajos, pues como explica Luis Pacheco, las tensiones que históricamente habían existido entre la industria en cabeza de las operadoras extranjeras y el Estado se trasladaron al interior del Estado. A pesar de ello, las fuerzas políticas se autocontuvieron, como resultado de instituciones informales que, arraigadas en el Pacto de Puntofijo como acuerdo de convivencia política, definieron límites al abuso del poder, en concreto, para impedir la politización de PDVSA. 

Pero esta autocontención política acabó con la elección de Chávez. PDVSA fue la primera víctima institucional del populismo autoritario. Acusada de ser una élite corrupta, Chávez prometió construir una nueva PDVSA. En 2002, y en un grave caso de persecución política, Chávez despidió a miles de trabajadores, destruyendo con ello la capacidad operativa de la estatal petrolera. 

Fue el comienzo del fin. Sin barreras políticas de contención, Chávez transformó a PDVSA en mero instrumento de su política socialista, lo que incluyó la arbitraria expropiación de algunos de los contratos suscritos durante la Apertura Petrolera. La PDVSA “roja rojita” se convirtió en el rostro de todos los males del populismo autoritario, incluyendo la cleptocracia transnacional. Mientras la producción colapsaba, el endeudamiento de PDVSA aumentaba, no para financiar gastos de capital sino para financiar el modelo socialista. 

Estos abusos, en parte, fueron posibles pues el Petro-Estado había debilitado la calidad del Estado de Derecho en Venezuela. El resultado es paradójico, pues el Petro-Estado devoró al Petro-Estado. 

La desnacionalización: la privatización de facto de la industria petrolera

El colapso de PDVSA, y con él, el colapso de la economía venezolana, era evidente en 2013. Para hacer frente a ese colapso, el Gobierno de Maduro decidió avanzar en lo que hemos calificado como la privatización de facto de PDVSA, esto es, la cesión de activos y derechos de PDVSA al sector privado, por canales informales, opacos y, en no pocas ocasiones, corruptos. 

Es importante destacar que las instituciones principales de la LOREICH permanecieron en vigor con la nueva Ley Orgánica de Hidrocarburos, especialmente porque las filiales de PDVSA, incluidas las empresas mixtas, mantienen el monopolio en exploración, producción y comercialización de crudo. Sin embargo, la destrucción de PDVSA impidió que esas funciones se llevaran a cabo, lo que incentivó la privatización de facto.

Así, en violación de la Constitución y la Ley Orgánica de Hidrocarburos, PDVSA promovió contratos de servicios petroleros para transferir a la inversión privada el ejercicio de derechos privativos de las filiales de PDVSA, incluyendo las empresas mixtas. Entre 2018 y 2020 estos contratos se ampararon en inconstitucionales decretos de emergencia económica, y luego de 2020, se apoyaron en la igualmente inconstitucional Ley Anti-Bloqueo

La flexibilización de la política de sanciones económicas impuesta por Estados Unidos permitió avanzar en esta privatización de facto por medio del llamado contrato de participación productiva (CPP), que es en realidad una modalidad de contrato de servicio petrolero que, en contra de la Ley, delega en el socio minoritario de empresas mixtas el ejercicio de actividades de producción y comercialización. Tal es el llamado modelo Chevron, que, como hemos explicado, da cabida a operaciones petroleras informales y opacas. Este es, también, el modelo con el cual Chevrón “regresó” a Venezuela, con la licencia específica emitida por la OFAC a fines de julio de 2025. 

Esta privatización de facto, por la cual se desmontaron las bases de la nacionalización petrolera, se ha conducido al margen de cauces democráticos. Así, no ha habido debate alguno sobre esta privatización, a lo que ha contribuido el desvío de la opinión pública hacia la política de sanciones económicas. Tampoco los nuevos contratos han sido controlados legislativamente, ni mucho menos ha sido posible ejercer sobre ellos control judicial alguno. No hay ni transparencia ni rendición de cuentas en la gestión de los ingresos petroleros captados al amparo del modelo del CPP, y que, en 2024, pudieron haber representado ingresos entre 1.800 y 2.800 millones de dólares. 

Al amparo de la Ley Anti-Bloqueo, la desnacionalización petrolera ha avanzado por cauces contrarios a los más elementales valores de la democracia constitucional. 

Hacia un nuevo contrato social entre el Estado, la sociedad y el petróleo 

Cincuenta años después, poco queda de la nacionalización petrolera. El monopolio legal se ha fracturado, en medio del colapso estatal y la privatización de facto. PDVSA, que logró acumular capacidades únicas para la conducción de la industria, hoy es una sociedad mercantil irrecuperable, no solo por su colapso operativo y financiero, sino además por su responsabilidad en delitos de corrupción y otros crímenes de naturaleza económica. La producción petrolera actual es menos de un tercio de lo que se producía cuando Chávez fue electo presidente. 

En este escenario, pensar en reconstruir la industria sobre las bases de la nacionalización petrolera no luce como una opción racional, en especial, pues el Estado no tiene capacidad para asumir las tareas que impone tal nacionalización. La LOREICH respondió a un momento político especial, marcado por una geopolítica favorable a la nacionalización. Pero el momento actual es muy distinto, tanto más, con la incierta transición energética. 

En especial, pretender volver a la nacionalización y al monopolio de PDVSA, implica recrear las instituciones del Petro-Estado que de manera decisiva contribuyeron al colapso actual.  Por ello, cualquier reforma institucional de la industria debe partir de esta premisa: hay que desmontar las bases del Petro-Estado. 

A estos fines es necesario repensar el contrato social entre el Estado, el petróleo y la sociedad, en una Venezuela post-petrolera. Para ello, hemos propuesto  un nuevo marco institucional basado en dos pilares: (i) el desmontaje del monopolio estatal, reconociendo el ejercicio de derechos de exploración y producción por la iniciativa privada bajo la supervisión de una agencia, y (ii) la creación de un fondo soberano que inmunice el ingreso petrolero de las apetencias políticas. 

Nada de esto es posible, por supuesto, en las actuales condiciones políticas, marcadas por la ausencia de capacidades institucionales, Estado de Derecho y garantía de los derechos de propiedad. La construcción de un nuevo contrato social petrolero solo es posible en democracia.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.