
¿Una Venezuela sin memoria?: La “crisis de pueblo” en la obra de Mario Briceño Iragorry
Mario Briceño Iragorry diagnosticó en 1951 una "crisis de pueblo": un país sin memoria histórica, donde cada régimen borra el pasado y donde la modernidad petrolera destruyó tradiciones. Venezuela olvidó su historia y mutiló su identidad. Hoy, el éxodo dispersa aún más la conciencia colectiva, pero también rescata la cultura desde la diáspora.
“Al asentar que padecemos una ‘crisis de pueblo’, no me refiero al pueblo en ninguno de sus valores corrientes de conjunto étnico, de sector social o económico, o de unidad o modo de ser político. Para el caso, más que el ‘pueblo político’, nos interesa el pueblo en función histórica. Y justamente no somos ‘pueblo’ en estricta categoría política, por cuanto carecemos del común denominador histórico que nos dé densidad y continuidad de contenido espiritual, del mismo modo que poseemos continuidad y unidad de contenido en el orden de la horizontalidad geográfica”.
– Mario Briceño Iragorry, 1951.
Las primeras páginas de Mensaje sin destino dejan claras las motivaciones de su autor, un Mario Briceño Iragorry ya maduro y decidido a publicar un ensayo que, aunque se había gestado en trabajos previos como El caballo de Ledesma, alcanzó en esta obra una consistencia teórica más sólida. El trujillano advertía sobre una crisis que trascendía lo político y lo económico, campos habituales en la reflexión nacional, para adentrarse en un terreno menos explorado: una crisis del alma, del espíritu, de la identidad histórica y cultural; en suma, una crisis de pueblo.
En esos años, Arturo Uslar Pietri había encendido un debate entre las élites culturales al hablar de la “crisis literaria” venezolana. Iragorry tomó ese diagnóstico como punto de partida, pero lo amplió: no se trataba solo de literatura, sino de un mal más profundo, ajeno a disputas partidistas y vaivenes económicos, que afectaba a la psique y al inconsciente colectivo de la nación. La “crisis de pueblo” que Iragorry describe en su obra, hace referencia a la carencia de memoria histórica sólida en el inconsciente colectivo venezolano. Esta memoria se haya profundamente fragmentada y distorsionada, lo que impide la construcción de una nación con un sentido de unidad y propósito.
Dos ejes de la tesis iragorrysta
Briceño Iragorry articula su tesis de la “crisis de pueblo”, en torno a dos grandes ejes que considera responsables de la falta de consciencia histórica nacional:
- La incapacidad de un país —al que define como “a-histórico”— para generar un relato común, coherente y continuado de su historia y valores cívicos. Esta incapacidad se debe, principalmente, a la manipulación y distorsión de la historia por parte de las élites gobernantes.
- Las transformaciones sociales provocadas por el boom petrolero y la modernización acelerada de la economía, las ciudades y la sociedad venezolana. Estas transformaciones desplazaron rápidamente la tradición y la cultura autóctona, reemplazándola con influencias extranjeras, principalmente de los Estados Unidos de América.
Una historia escrita por y para caudillos
La historiografía venezolana ha sido, en gran medida, historia de efemérides diseñada para los caudillos y por los caudillos. Para ellos, porque pocas veces se ha intentado escribir una historia integral de la sociedad y la cultura; por ellos, porque cada ciclo político ha reescrito y moldeado el relato nacional según su conveniencia.
Tras la independencia, el proyecto republicano apostó por crear un “hombre nuevo” desvinculado del pasado. La destrucción que trajo consigo décadas de guerras internas facilitó esta iniciativa: el venezolano nacido de los sables de los próceres se distanció de su herencia hispana, buscando una identidad apartada tanto de sus raíces genéticas como de su memoria colectiva.
Cada cambio de régimen repitió esta operación: Guzmán Blanco, Castro-Gómez, Betancourt o Chávez hicieron “tabla rasa” del pasado, denostándolo como bárbaro y proclamando nuevas eras de paz y progreso. Acción Democrática llegó a llamar a su proyecto “segunda independencia”; décadas después, la “revolución bolivariana” replicaría la fórmula.
Modernidad y desarraigo
El boom petrolero inauguró una etapa distinta: el cambio dejó de ser solo discursivo para convertirse en físico. Caracas perdió su perfil de techos rojos, Maracaibo demolió El Saladillo, y el país pasó de ser productor a importador. Cultivos tradicionales como la sarrapia desaparecieron, la mano de obra rural migró a la industria petrolera y la gastronomía se transformó bajo la influencia estadounidense. El árbol de Navidad y el pavo importado desplazaron al pesebre y la hallaca; la modernidad sepultó tradiciones bajo la promesa de progreso.
Este revisionismo histórico, sumado a una modernización acelerada y sin planificación, debilitó aún más los valores culturales autóctonos y erosionó cualquier intento de conciencia histórico-cultural compartida.
La memoria interrumpida
En conversaciones con varios colegas, politólogos, humanistas y economistas, coincidimos en algo que Iragorry ya había detectado: la pérdida -o inexistencia- de una memoria histórica colectiva. Literatos, académicos y episodios históricos significativos han quedado relegados a estantes polvorientos, fuera del alcance del ciudadano común.
Recuerdo la Feria Internacional del Libro Universitario en Mérida, en el Centro Cultural Mucumbarila. Una vez, en el stand de El Nacional, vi un libro titulado La invasión de Cuba a Venezuela: de Machurucuto a la Revolución Bolivariana, de Antonio Sánchez García y Héctor Pérez Marcano. Al comentarlo con un familiar, me sorprendió que desconociera la historia, a pesar de que había ocurrido durante su juventud. Esta anécdota simboliza una clara ruptura no solo en la memoria colectiva, sino en la propia transmisión de nuestra historia reciente.
En Venezuela, incluso episodios vividos en carne propia por padres o abuelos se olvidan y nunca se transmiten, dejando a las nuevas generaciones en un país que ignoran profundamente. Las carencias que presenta la educación formal en nuestro país, tanto privada como pública, solo contribuyen a agravar esta desconexión.
El patrón se repite: quienes reivindican la época del bipartidismo omiten la masacre de El Amparo o los allanamientos universitarios; quienes apoyaron a Chávez olvidan el golpe del 4 de febrero y su epílogo de noviembre, así como la participación de antiguos guerrilleros y criminales en el entorno del teniente coronel.
El resultado es una nación que no solo olvida, sino que tergiversa, reescribiendo sus mitos fundacionales a conveniencia.
El presente: éxodo y fragmentación
La fragmentación de nuestra identidad no es nueva, pero hoy se suma un fenómeno que Iragorry no conoció: el éxodo de más de nueve millones de venezolanos. La ya frágil conciencia colectiva se ha visto aún más dispersa. Generaciones enteras han completado su formación en el extranjero, lejos de las tradiciones, la cultura y la historia nacional.
Sin embargo, este desplazamiento ha generado un fenómeno inesperado: el surgimiento de proyectos culturales en la diáspora que buscan rescatar y preservar la identidad venezolana. Desde la comedia hasta la música, pasando por medios de comunicación y colectivos de investigación histórica, muchos exiliados han encontrado en la distancia un espacio para reflexionar sobre qué significa ser venezolano.
¿Y si Iragorry se equivocaba?
Cabe preguntarse si la tesis de Iragorry es plenamente aplicable a Venezuela. ¿Y si nunca existió una “crisis de pueblo” como tal, sino que la noción misma de conciencia histórica nacional responde a modelos foráneos que no encajan con nuestra realidad? Quizá, en lugar de una narrativa histórica coherente, lo que ha definido al inconsciente colectivo venezolano es la evocación del paisaje.
Frases como “lo mejor que tenemos son nuestras playas” y canciones como Alma Llanera o Venezuela no transmiten un relato histórico, sino paisajes: llanuras, playas, montañas, selvas. Lugares como Los Roques, el Salto Ángel, los Médanos de Coro o el Ávila despiertan orgullo incluso en la diáspora. El paisaje, al ser atemporal a escala humana, ha permanecido como uno de los pocos elementos constantes de nuestra identidad.Si bien la obra de Iragorry -marcada por influencias del historicismo alemán y la noción de Volkgeist de Herder- buscó encajar a Venezuela en un molde de conciencia histórica nacional, quizá ese no sea nuestro verdadero eje identitario. Tal vez nuestra esencia no radique en una continuidad histórica lineal, sino en la persistencia de un imaginario geográfico y emocional que, pese a modernizaciones, exilios y borrados culturales, sigue uniendo a los venezolanos dentro y fuera del país.