Una conversación pendiente: Reflexiones sobre los desafíos para la reivindicación pública de las víctimas de crímenes de lesa humanidad en Venezuela

En Venezuela, miles de sobrevivientes han confiado sus historias a ONG, organismos internacionales y colectivos de víctimas. Pero la gran pregunta sigue abierta: ¿qué haremos con toda esa información?

Un testimonio no es solo el relato de un hecho; es, ante todo, un acto de valentía. Cuando una víctima decide contar su historia, no solo comunica lo ocurrido: expone su vulnerabilidad más íntima, reabre heridas que el tiempo apenas ha logrado cubrir y enfrenta el riesgo de no ser creída, de ser reducida a un número más o a un expediente. Testimoniar es, en este sentido, un gesto radical de confianza en el otro, en la humanidad compartida.

En ausencia de Estado de derecho, los sobrevivientes y familiares de las víctimas han confiado durante años el acto de testimoniar a distintos actores de la sociedad civil: organizaciones de derechos humanos, abogados defensores, comités de derechos humanos de partidos de oposición, así como instancias más formales de documentación y denuncia, entre ellas la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas en Caracas, la Misión Internacional Independiente de Determinación de Hechos, la Sección de Participación y Reparaciones de las Víctimas (VPRS) de la CPI, entre otros espacios que han estado al alcance de las víctimas.

Esto plantea una serie de preguntas que considero deberían estar rondando la agenda pública: ¿Qué vamos a hacer con toda esta información? Ante una transición política a la democracia —que más temprano que tarde ocurrirá—, ¿cómo transitar del testimonio y la documentación hacia la reparación y la reivindicación pública de las víctimas? ¿Cómo se hará justicia? ¿Cómo se llevará a los responsables a rendir cuentas? ¿Será en la justicia venezolana o en la internacional? ¿Cuál será el rol de los sobrevivientes en ese proceso? Me pregunto también: ¿cuánto cuesta reparar a tantas víctimas y de dónde saldrá ese dinero? Es cierto que ningún monto económico puede devolver la vida ni borrar el sufrimiento, y que no se trata de introducir una visión mercantilista del asunto; pero también es cierto que incluso las reparaciones simbólicas, en tanto políticas públicas, requieren recursos.

Sin embargo, la pregunta que más me inquieta —entre tantas sin respuesta— es: ¿cómo se está preparando el liderazgo político opositor para enfrentar estos desafíos de rendición de cuentas y reparación?

La primera condición es obvia pero esencial: debe existir voluntad política. Y creo, genuinamente, que en la actual líder de la oposición esa voluntad se ha expresado. Lo vemos en sus discursos y en la centralidad que otorgó al tema de los presos políticos durante la campaña. Sin embargo, esta «conversación pendiente» ocurre en la intersección necesaria entre tres actores: quienes ejercen la acción política, quienes han documentado durante años las atrocidades y —sobre todo— quienes las han padecido en carne propia. Los sobrevivientes y familiares de víctimas deben ser el epicentro de cualquier proceso. La justicia y la reparación deben construirse con ellos y a partir de sus voces, pues son ellos quienes tienen la legitimidad para orientar el camino. El primer paso hacia la reivindicación pública es ese reconocimiento.

En segundo lugar, se requiere un liderazgo unificador —que puede o no provenir de la dirigencia política— con la legitimidad y sensibilidad de quien se sabe sobreviviente, el conocimiento técnico en derechos humanos y la capacidad de conducción política. Lo digo porque, tras más de una década en el activismo de derechos humanos, me preocupa un riesgo: en Venezuela existen tantas propuestas sobre justicia, reparación y memoria como organizaciones y expertos en la materia. Recuerdo una conversación con una exdiputada que me dijo: “ya todo eso está listo, tenemos el borrador de ley”. Mi reacción inmediata fue de rechazo: ¿y quién puede decidir eso por todos? Entiendo la legitimidad que confiere la democracia representativa, pero ¿se han detenido a valorar las propuestas surgidas desde la academia, desde las ONG de derechos humanos, desde los colectivos de víctimas que durante años han trabajado en silencio? ¿Se ha escuchado realmente a los sobrevivientes de los centros de tortura, a las madres de las víctimas de ejecuciones extrajudiciales en las OLP, a los familiares de desaparecidos, de asesinados en manifestaciones o bajo custodia del Estado?

Este no es un asunto ordinario: es un problema complejo, multifactorial y multidimensional. Se trata de diseñar políticas que sienten las bases de una nueva democracia y, al mismo tiempo, de reconocer que la aplicación de la justicia puede generar tensiones capaces de poner en riesgo una democracia aún frágil durante su proceso de transición, incluso al punto de revertirla. Mucho puede aprenderse de la experiencia colombiana y de la transición argentina, con sus aciertos y errores. Sin embargo, el caso venezolano demanda un abordaje propio y cuidadoso: primero, porque las facultades de la democracia representativa no deben anular la agencia de los sobrevivientes ni de las víctimas secundarias; y segundo, porque no podemos reducir el proceso a un esquema prefabricado —ya sea elaborado desde el escritorio de un experto en Madrid o en fórmulas “tropicalizadas” de experiencias extranjeras—. Hacerlo sería un error si el objetivo real es lograr la reivindicación pública de las víctimas.

Por eso insisto en la necesidad de un liderazgo unificador y de procesos genuinamente participativos. En estos años he visto muchos aciertos de las organizaciones de la sociedad civil, pero también sus fricciones naturales: diferencias jurídicas sobre los criterios que definen a un “preso político”, motivo por el cual hoy no hay consenso sobre el número de presos políticos en el país o una lista unificada; las disputas entre abogados al calor de los tribunales, tensiones por la captación de fondos de cooperación o divergencias estratégicas entre ONG en organismos internacionales. Son diferencias reales, pero no irreconciliables, y esa lección nos la dieron los partidos políticos de cara a los comicios del 28 de julio. Hoy, la experiencia de haber atravesado la barbarie del terrorismo de Estado nos obliga a superarlas en función de lo esencial: justicia, reparación y memoria.

Vale la pena recordar los valientes esfuerzos que hoy sostienen los sobrevivientes y familiares de las víctimas, tanto dentro de Venezuela como en el exilio. Se han organizado en comités, colectivos y diversas formas de articulación ciudadana que, mediante vigilias, protestas y otras acciones públicas, nos conmueven y nos convocan a acompañarlos en su empeño por mantener viva la exigencia de justicia. Un ejemplo emblemático es el Comité por la Libertad de los Presos Políticos (@CLIPPVE), liderado por la ex prisionera política Sairam Rivas y las hermanas Baduel, quienes —aun bajo persecución y hostigamiento del régimen— siguen alzando la voz en las calles del país y han logrado, poco a poco, capitalizar pequeñas victorias a pesar de las circunstancias adversas. De allí la importancia de acompañar y fortalecer el desarrollo de capacidades organizativas: los sobrevivientes y familiares de las víctimas deben ser el epicentro de cualquier proceso que los actores políticos decidan emprender en el marco de una transición.

Es momento de dejar de imaginar este proceso en abstracto. Es hora de abrir, de una vez por todas, esa conversación pendiente. En vísperas de “incursiones extranjeras”, mientras algunos se distraen —o se paralizan de miedo— con los buques americanos, nosotros debemos organizarnos y prepararnos para estar a la altura del compromiso: honrar a las víctimas y llevar a los responsables ante la justicia. Que tanto las víctimas como los perpetradores tengan la certeza de que, dondequiera que estén, la justicia los alcanzará.

Activista por los DDHH en Venezuela. Co-fundadora de Realidad Helicoide

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