Cambio de ciclo en Bolivia Electoral

Bolivia marcó un punto de inflexión: el MAS perdió el Parlamento tras 20 años de hegemonía, Evo Morales quedó reducido a la irrelevancia y un 94 % de la ciudadanía exige un rumbo distinto. La democracia boliviana entra en una nueva etapa, cargada de incertidumbre, pero también de esperanza.

El domingo 17 de Agosto, Bolivia votó y, al hacerlo, abrió una nueva etapa de su historia política. La jornada no solo evidenció sorpresas electorales, sino que echó las bases de un cambio de ciclo, con una ciudadanía desencantada y un sistema partidista en mutación.

La primera vuelta de las elecciones generales del domingo en Bolivia marcaron un punto de inflexión. No solo porque el hasta ahora partido hegemónico, el Movimiento al Socialismo (MAS), perdió el control del Parlamento tras dos décadas de dominio, sino porque el voto popular expresó un rechazo contundente tanto al gobierno de Luis Arce como a las maniobras de Evo Morales. El resultado sienta las bases de un cambio de ciclo político en el país andino, en medio de un malestar social que alcanza niveles récord: según Ipsos, el 94% de los bolivianos cree que el país va por el camino equivocado (encesta del tercer trimestre 2024).

Este desencanto se expresó de muchas formas en las urnas, pero una de ellas resulta particularmente reveladora: las cartas estaban echadas tras la enorme distancia entre la percepción ciudadana y la narrativa oficial. Una encuesta de Ipsos (3er T 2024) mostraba que un 84% de los bolivianos rechazaba el reconocimiento que dio el gobierno de Arce a Nicolás Maduro como ganador de las elecciones venezolanas. Esa decisión política de alinearse con Caracas, impopular y cada vez más percibida como un lastre, contribuyó a socavar al oficialismo. El intento de blindarse en alianzas externas no funcionó en un contexto en el que la mayoría de la ciudadanía exigía soluciones concretas a problemas internos: la inflación, el estancamiento económico y la inseguridad.

La jornada electoral movilizó a casi ocho millones de bolivianos. El resultado sorprendió porque en primera vuelta se impuso con claridad Rodrigo Paz, que ni siquiera figuraba en las encuestas y logró conectar con el malestar social. Su campaña supo leer los signos de un cambio inevitable y, en un gesto audaz, cerró campaña en El Alto, bastión tradicional del MAS. Ese acto simbólico puede haberle abierto las puertas a buena parte del voto indígena, históricamente determinante en Bolivia y que esta vez migró hacia otras opciones.

El oficialismo llegó dividido a la contienda. El candidato ungido, Andrónico Rodríguez, no solo cargaba con el desgaste del gobierno de Arce, sino también con la fractura interna del MAS. Evo Morales, en vez de apoyar a su exaliado, llamó al voto nulo. Su apuesta era mostrar que él seguía siendo el verdadero caudillo, aun si eso significaba disparar contra su propio partido. Cerca de uno de cada cinco bolivianos lo escuchó, lo cual muestra que Evo conserva cierta capacidad de influencia. Sin embargo, esa decisión estratégica resultó un boomerang: redujo la representación parlamentaria de su movimiento a niveles mínimos y dejó en entredicho su capacidad real de movilización.

Este desenlace obliga a releer una historia que comenzó en 2016. Ese año, Evo Morales perdió un referéndum popular que buscaba modificar la Constitución para permitirle un cuarto período de gobierno. Entonces aún tenía alrededor del 60% de aprobación, pero muchos de sus propios simpatizantes coincidían en que no era correcto cambiar las reglas por el deseo de dos dirigentes de perpetuarse en el poder. Bolivia le dijo NO hace nueve años, pero Evo nunca se resignó. Desde entonces buscó todos los vericuetos para seguir siendo candidato, sin aceptar el veredicto popular. En esta elección cometió un error estratégico de gran magnitud: pudo haber mantenido un bloque parlamentario fuerte con sus leales, pero prefirió dinamitar el sistema y apostar por el voto nulo. Hoy intenta presentar esa derrota como una victoria narrativa, pero lo cierto es que es muy difícil capitalizar políticamente un voto que niega las opciones en disputa.

Aquí surge una ironía de la historia. En política importa tanto cómo se entra como cómo se sale. Evo Morales tuvo la oportunidad de despedirse como un líder exitoso y como un demócrata que supo ceder; prefirió, en cambio, el camino del desgaste y del personalismo. Su apelativo de “Ego Morales” encuentra hoy más fundamento que nunca. Mientras tanto, el presidente saliente Luis Arce parece haber entendido mejor la importancia del legado: cada vez que insiste en que “rescató la democracia” refuerza su propia figura y hunde un poco más la de Evo.

La dimensión parlamentaria del resultado merece un análisis adicional. El MAS quedó reducido a una mínima expresión: sin senadores y con una representación marginal en la cámara baja. Paradójicamente, esto no necesariamente fortalece la gobernabilidad. La fuerza social y sindical que respalda al MAS sigue siendo mayor que la reflejada en el Parlamento, lo que podría anticipar nuevas tensiones en las calles y en la capacidad de los movimientos sociales para resistir o negociar con el nuevo gobierno. Evo apostó a jugar fuera del sistema, pero no es fácil que tenga éxito: ya no es el joven y rebelde líder indígena de hace tres décadas, sino un burócrata desgastado, cegado por el amor propio y la venganza contra Arce.

Lo que se abre a partir de ahora es un escenario inédito. Paz, vencedor en la primera vuelta, se enfrenta al experimentado Tuto Quiroga. Quien quiera que gane deberá gestionar un mandato de cambio en un país exhausto y polarizado. Tendrá que responder a un electorado que en un 94% pide un rumbo distinto, y lo hará en un contexto en el que los viejos liderazgos han quedado debilitados, pero no desaparecidos. Evo Morales ya no es la figura ascendente de hace dos décadas, pero conserva redes, capital simbólico y la posibilidad de agitar. El MAS ya no es hegemónico, pero su músculo social lo convierte en un actor dificil de ignorar.

Bolivia cierra así una era política y abre otra cargada de incertidumbre. Lo hace, sin embargo, con  la convicción ciudadana de que la democracia vale la pena ser defendida. Y esa, al final del día, es la mejor garantía de futuro.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.