
Elías Santana, el chico de la chaqueta de cuero, visto desde la distancia
La reciente muerte del activista de los derechos del ciudadano (¿cómo definirlo y que no suene hueco, después de todo?), Elías Santana, ha desatado consternados comentarios en redes sociales. Puede decirse que ha dejado una huella y un camino abierto; puede decirse, además, que fue un buen venezolano y que, sin embargo, levantó suspicacias y reticencias. Pueden decirse muchas cosas, pero lo que no puede ignorarse es una palabra que tuvo siempre consigo aun sin pronunciarla: empeño.
Algunas noticias nunca mueren, reaparecen como fantasmas bajo diferentes máscaras. Son noticias-chicle, se dilatan y pueden quedarse pegadas en alguna superficie: se mastican pero no se tragan. En los periódicos de papel, antes, se detectaba lo cíclico, lo calichoso, el remake. Ahora no. Ahora no se detecta nada porque todo cae en aluvión: la catarata en las redes no deja ver una sola gota de agua, gran paradoja en la aldea global de McLuhan. Al final del día todo se diluye y te enteras de muy poco; el telón no cae nunca, ya no existen el cierre ni la última página: el alud prosigue durante la noche y al día siguiente encuentras 500 wasaps con artículos que te ha enviado gente que no conoces sobre problemas que no puedes abarcar.
El 15 de junio de 2001, el diario TalCual tituló en portada «TSJ mata la bicha». Era el tiempo en que Hugo Chávez estaba aprendiendo a manipular o prostituir los poderes públicos. Se refería Teodoro Petkoff ―pues en ese tiempo absolutamente todos los editoriales de TalCual los hacía él salvo rara excepción― a una resolución «novedosa» y «sorprendente» por entonces: el Tribunal Supremo de Justicia había decidido «…continuar rodeando con alambre de púas el ejercicio de la libertad de expresión» ya que el magistrado Jesús Eduardo Cabrera dictaminaba que el activista de los derechos vecinales Elías Santana, aludido de manera artera por Chávez en una alocución, no tenía derecho a réplica en el mismo medio que utilizado por el presidente para vilipendiarlo puesto que, en su condición de comunicador social con un programa de radio propio, a Santana no le hacía falta ese derecho que consagra la Constitución en su artículo 58. El derecho a réplica. Santana era víctima, así, de una de las primeras cuchilladas a la libertad de expresión: ah, no, si eres periodista (o simplemente tienes un programa de radio), no tienes el mismo derecho que los demás ciudadanos, que es contestar y dar tus razones en el mismo medio y usando el mismo espacio que el que usó quien te injurió o vilipendió.
Santana tuvo desde los primeros días de su actividad pública plena conciencia de la importancia de los medios de comunicación para llegarle a la gente. Santana lo tenía claro desde el comienzo, tanto lo que deseaba hacer como las herramientas para hacerlo. A menudo se presentaba a El Diario de Caracas, en La Urbina, a hablar con quien quisiera escucharle. Y generalmente allí estaba una periodista en la sección Ciudad que, en efecto, le escuchaba y tomaba nota; igual que otro contumaz declarante, Domingo Alberto Rangel, hijo del político comunista, que iba y llevaba panfletos a favor de la OLP, Organización para la Liberación de Palestina, liderada por Yasser Arafat. Allí militaba el hombre y también se le escuchaba.
Ninguno de los dos era un pesado. Pesado era un dirigente del Partido Electoral del Pueblo, MEP, que iba todos los domingos a un diario, fijo, porque sabía que los domingos podían ser «calichosos» en lo político y a él le darían, al menos, un taquito.
De repente, a propósito del fallecimiento de Elías Santana (1956-2025), que acaba de suceder en Caracas, puede uno recordar su cabezonería, esa tozudez en torno a un tema que acaso conectara con una clase media ombliguista, mayamera y un poco naíf. Elías Santana se la pasaba con una chaqueta negra de cuero, así iba a todas partes, y un amigo periodista se preguntaba retóricamente, en son de chanza, a cuánto ascendería el ph (o sea, el nivel de acidez) de la chaqueta de cuero de Elías Santana.
Elías Santana quizás formara parte de la antipolítica (o al menos tal podía ser la sospecha) que personajes tan investidos de su propia figura como Arturo Uslar Pietri, Alfredo Peña y Marcel Granier pusieron de moda en aquella década de los ochenta.
Para mí, Elías Santana era, más específicamente, sinónimo de bulevar de El Cafetal y el bulevar de El Cafetal siempre estaba limpio y bien pintado. Pero yo tenía mi propia versión del bulevar de El Cafetal, una versión en la que un amigo de la universidad, que vivía en una de las casas del bulevar, invitaba los viernes por la noche no a su casa sino al jardín frente a la fachada de su casa. Allí dejaba su Volkswagen mal estacionado y ponía a disposición de sus panas una botella de ron y Coca Cola con hielo.
Elías comenzó a hacerse ubicuo, la consigna o marca Queremos Elegir tomó la calle y él amaneció un día en la Copre, o Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, con su cantaleta del voto uninominal y abogando a favor de la elección directa de gobernadores. En algún momento, la revista Time lo destaca en un ranking de jóvenes valores americanos que marcarán futuro; algunos colegas se preguntaron qué clase de mosca le habría picado a la revista. Elías había aprendido en Facur o al lado de la gente de Facur. Facur era (¿lo seguirá siendo?) la Federación de Asociaciones de Comunidades Urbanas. Había nacido en 1971 para agrupar a las asociaciones vecinales que comenzaban a pulular por doquier, en Caracas y fuera de Caracas. Se empeñaba esta gente, bajo el liderazgo de la señora Ligia de Gerbasi (en buena medida, con el apoyo de Carlos Andrés Pérez en algún momento) en incidir sobre los concejos municipales, llevando la bandera ambiental y oponiéndose a desarrollos urbanos que amenazaban, por ejemplo, al monte Ávila.
Elías Santana mamó de todo eso y perseveró. Yo tenía una amiga que lo llamaba «el Pequeño Stalin», queriendo decir con ello que Elías era impositivo, que le gustaba mandar. Tal vez. Tal vez su chaqueta de cuero llegó a estar muy sudada. Tal vez fue un ingenuo que quiso sacar provecho de su propia ingenuidad. El hecho incontestable, entre tantos «tal vez», es que perseveró. ¡Caramba que si perseveró! Se fueron nueve millones de personas del país y él siguió en lo suyo. Perseveró en sus inquietudes sociales, en su voluntariosa manera de ser ciudadanos, en la biblioteca «Raúl Leoni» y en su programa de Radio Capital. Perseveró hasta el hartazgo. Muchos creímos que lo que quería él era ser alcalde o candidato presidencial alternativo o algo semejante.
Pues parece que no. Parece que nos equivocamos con él. Parece que se empeñó hasta su aliento final en la paz comunal y en ese enojoso asunto de llevar decorosamente y en armonía una junta de condominio; apostó, en fin, por el beneficio ciudadano encerrado como posibilidad en la Ley Orgánica del Poder Público Municipal.
¡Llevar decorosamente y en armonía una cosa tan pedestre como una junta de condominio! De eso daba clases Elías Santana. ¡Una junta de condominio! Cierto, no hay cosa más casera que eso. Sin embargo, ni Chávez ni Maduro podrían con esa mínima tarea, nunca aprobarían la materia. De eso no hay duda.
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El último contacto personal que tuve con Elías fue justo al comienzo de la pandemia por Covid-19, a raíz de una visita a la localidad de Zarzalejo, en la Sierra Oeste de la comunidad de Madrid, donde conocí a una pareja de sociólogos conservacionistas, Tomás Villasante (gallego) y Loli Hernández (canaria), que me mostraron una bellísima casa que no funcionaba con energía eléctrica sino solar. A mí me pareció un fastidio espantoso: para calentar café tenían que esperar a que el sol le pegase de una determinada manera a una especie de antena parabólica plantada en medio del jardín. No llegué a tomar café y eso que eran la mar de amables. Al enterarse de mi naturaleza venezolana, lo primero que me preguntaron Tomás y Loli es si conocía a Elías Santana. Habían trabado amistad con él en Caracas, en una reunión en el Teatro Teresa Carreño «a la que convocó vuestro presidente Chávez». Le comenté esto a Elías por el chat de Twitter y me contestó, cordial, que claro, se habían caído muy bien y eran amigos. Villasante había colaborado con la revista Nueva Sociedad. Supongo que a Elías lo invitaban a ese tipo de reuniones, muy en la línea buenista de cierta izquierda alrededor del mundo a la cual, lógico, Chávez también cautivó.
Habrá quien haya pensado en Elías Santana como «normalizador» del régimen madurista, dado que su programa se emitía por Globovisión.
Es cierto: hay noticias-chicle, se dilatan y pueden quedarse pegadas en alguna superficie. Se mastican pero no se tragan. Una de ellas, la del fallecimiento de Elías Santana. Creo que la década de los ochenta es algo que vale la pena recuperar para estudiarla con calma, con su despertar de iniciativas urbanas, el despegue de interesantes experiencias mediáticas y culturales, sus avatares políticos y sus precipicios morales y económicos. Es la década en que probablemente Elías Santana se afirma en lo que desea desarrollar como proyecto de vida. En mi opinión, por contraste, es la década en que se jodió Venezuela (recuerden nada más el Viernes Negro, el caso Recadi y el Caracazo); la década en que hicieron falta, y no nos dimos cuenta, un puñado de tozudos al estilo Elías Santana regados por todo el país, convenciendo a la gente de que había una tercera vía, un tercer sector, más acá de la encerrona electoral AD-Copei-Golpista Militar. Una posibilidad discernible en el propio vecindario, ahí donde debió haber comenzado la reconstrucción de la democracia, ya que tan maltrecha la veía el propio pueblo.