Cómo morir dos veces en Chile

Hoy, casi en otro aniversario de su muerte, insisten en invisibilizar a quien murió, el simple migrante, Les tengo malas noticias: el dolor está más vivo que nunca, y haré todo lo posible para que la grúa horquilla de la justicia le ordene los pallets a los desentendidos.

El 21 de agosto de 2023 a las 19:05 p.m recibí la llamada que jamás hubiera querido escuchar: mi hermano querido, José Ramón, había muerto en su trabajo. Yo vivía a cuatro horas de distancia en ese entonces. Sus compañeros, todos inmigrantes venezolanos, me informaron que fue un “accidente laboral” y que murió instantáneamente. “Solo venga, por favor”, me dijeron.

A pesar del shock y de un temporal en el sur, tomé la autopista sin imaginar lo que me esperaba. Creo que en esas cuatro horas lloré tanto como lo hice el 17 de noviembre, cuando murió mi papá. Al llegar a la capital, me estacioné en un mall para llorar un poco más mientras esperaba a lo que quedaba de mi familia: mi primo, mi hermana y mi madre, quien había sobrevivido a un infarto casi fulminante recientemente.

No sabía que la burocracia administrativa y el nivel de estrés serían tan altos y desgarradores que en algunos momentos olvidábamos la tragedia que estábamos viviendo. Eran tantos papeles y trámites que, por varios días, pensé que sería imposible llorar tranquila en una funeraria.

Sin querer morirme en el proceso, comencé un viaje que nunca imaginé: desde la morgue, pasando por la embajada, la funeraria, la Policía de Investigaciones, la Fiscalía, la empresa, y hasta mi familia en Venezuela. Cada paso me hacía sentir que moría lentamente con él una y otra vez. Porque irónicamente, para navegar el trámite post mortem, parece que habría que avisar con tiempo antes de morir. Caminaba sintiendo que me desmoronaba, como flotando en barro, mientras la insaciable necesidad de la vida me presentaba “batallas del tercer mundo”.

Muchas personas comenzaron a llamarme mientras estaba en la morgue, sabiendo que siempre fui quien lo protegió y acogió. “Su querida hermana mayor”, como él solía decirme. Una mujer se acercó en la sala de espera y se ofreció a ayudarme a colocarle la ropa después de reconocer el cuerpo. Me preguntó si lo quería mucho. Le respondí que sí.

La morgue tiene un olor específico, un olor a incertidumbre mezclado con detergente. Me preguntaron si traía tapabocas; les dije que sí. Mi primo también llevaba uno, y le pedí que él pasara primero porque me descompensé un poco en la puerta. Cuando salió del reconocimiento, solo quise saber si su carita estaba bien y su cabello, ya que él se cuidaba mucho físicamente.

Pensé que, si yo muriera, él me habría comprado el mejor traje, así que decidí hacer lo mismo por él. En la recepción, una señora adulta me dijo con voz despreocupada: “¿Usted sabe que para retirar este cuerpo debe probar que es su familiar, cierto?”. Así comenzó la primera de muchas batallas, una que llamaremos: “Constancia de verificación de documentos para efectos mortuorios legalizada y apostillada”. El escenario de esta hecatombe: la Embajada de Venezuela.

Esta última parte la resumo entre la más profunda indignación, la desesperanza y la necesidad de justicia. Cuando se te muere un familiar y no estás en un lugar con personas conocidas, pueden ocurrir dos cosas: das sepultura digna o buscas hacer justicia. 

Compré la mejor ropa, recibimos flores de vecinos, cartas de amor, bendiciones, visitas de sus amados perros, de sus amigos, y de aquellos que no lo eran tanto. Pero cerramos esa etapa, trasladando sus cenizas a Venezuela después de haber luchado incansablemente por su dignidad post mortem en un país destruido.

Intentamos ser dignos entre la usura, la indolencia, la desgracia, los sepultureros y los desentendidos. Entre una madre destrozada, una familia rota y un futuro arrebatado, allí estaba yo, preguntando el factor de conversión del dólar todos los días, porque en Venezuela cada día es un nuevo y primer desmemoriado día.

La lucha por la justicia

Ahora, en Chile, me toca buscar indemnizar a mi familia, y dar la cara como la más fuerte disponible del clan. Mis abogados me dicen que me enfrento a una empresa que tiene cierre técnico desde ese fatídico día, que son mafiosos y que podría morir, como si ya no lo supiera.

Una empresa que, según denuncias, paga a carabineros para que cuiden sus bodegas. Una empresa dominada por el Medio Oriente, cuyos socios son ex constituyentes de la UDI al parecer un partido de corbatas y manos sueltas. Una empresa que, entre murmullos, dice que mi hermano no vale ni un quinto. Una empresa que no atiende el teléfono con muchas ganas. Una empresa que despidió a todo aquel que fuese venezolano.

Una empresa donde un indocumentado arrolló a mi hermano con una grúa horquilla mientras él estaba de espaldas, matándolo instantáneamente mientras estaba cerrando la bodega. Una grúa sin retrovisores, sin permisos, una grúa con la que sueño todos los días y que me hace despertar llorando y me mata a mi también.

Hoy, casi en otro aniversario de su muerte, insisten en invisibilizar a quien murió. Les tengo malas noticias: el dolor está más vivo que nunca, y haré todo lo posible para que la grúa horquilla de la justicia le ordene los pallets a los desentendidos, por mi hermano y por los 72 cadáveres de migrantes que en los congeladores nadie pudo reclamar por indocumentados.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.