
Los problemas del columnista venezolano
No es lo mismo escribir sobre Venezuela desde Caracas que hacerlo desde Miami, Bogotá o Madrid. La cercanía al monstruo impone cautela.
Partamos de una observación fundamental: no es lo mismo escribir sobre la realidad venezolana de nuestros días viviendo en el país, que desde el exterior. Las columnas redactadas desde lugares de otra latitud no solo suelen ser más extensas, sino también más arrojadas y polémicas. Las nuestras, en cambio, escritas en Caracas o en otro lugar del mapa nacional, son más concisas y cautelosas.
La diferencia no depende de la falta de información, porque generalmente los escribidores tenemos acceso a las mismas fuentes, y quizá más las plumas domésticas debido a su proximidad a los sucesos. Es probable que sepamos más sobre tales asuntos los que vivimos en Caracas, o en Maracaibo, por ejemplo, que los observadores radicados en Miami, Madrid y Bogotá que habitualmente son más atrevidos en sus textos. Sin embargo, la notable diferencia del arrojo, o de tratar las cosas sin mayores rodeos, en especial en materias políticas, no es un asunto de manejo de fuentes ni del carácter de cada pluma, sino del cuidado que se debe tener cuando se mete la carne en el asador mientras se siente la cercanía del calor abrasador.
Me parece estupendo que los colegas del exilio se extiendan en acusaciones y requisitorias sobre el horror que se padece entre nosotros, porque sus contribuciones no solo mantienen el impulso de una denuncia sin la cual se frustran las causas de la libertad y la democracia; sino también porque, para su fortuna y para la del país sobre cuyas penurias escriben, la mano de la dictadura no es tan larga para tomarlos por el cogote según la necesidad. O esa mano debe pasar por alcabalas que no tienen en su territorio. Nosotros estamos en el vecindario, listos para un ataque que depende de esfuerzos simples y sencillos como allanar sin autoridad judicial un domicilio, grabar una conversación en medio de total impunidad o sacarte a empujones del mercado cotidiano para meterse entre rejas sin boleta de salida por delitos tan sinuosos en su manejo, o en su interpretación, como uno denominado “instigación al odio”.
No se trata ahora de ver cómo baten el cobre con mayor tranquilidad los de afuera para disminuir la calidad y la profundidad de sus contribuciones, porque, por fortuna, suelen ser más leídas debido a la altura de sus tribunas y a que las mueve el mismo amor por Venezuela gracias al cual mantienen un fanal para que la gente se maneje mejor en la penumbra de nuestros escombros. Especialmente ese exilio numeroso y triste que está pendiente del infortunio de los familiares y amigos que dejaron en el país. Solo se han traído a colación para que se entienda el desafío enfrentado por los que debemos escribir desde las entrañas del monstruo, porque no es poca la hazaña que cada semana debemos hacer para sentarnos frente a la computadora a cumplir con una obligación, o con una vocación que cada cual se impone a título personal sin que nadie lo obligue, ni lo haga rico por sus letras.
Ni siquiera se trata de pelear ahora con aquellos compañeros de actividad que se hacen los pendejos con las cosas pavorosas que pasan a diario frente a sus narices. Prefieren solazarse en asuntos divorciados de la política para ofrecer, por ejemplo, descripciones del paisaje, reseñas de eventos culturales, hazañas de heroicos próceres, análisis de libros, detalles de las ciudades, crónicas lugareñas y cosas por el estilo. También están en su derecho y nadie debe despreciar sus primores, pese al pupitre que les dio en el pasado una formación orientada hacia el republicanismo. Solo conviene afirmar que, pese a que manifiestan sus inclinaciones de acuerdo con unas preferencias indiscutibles, no son del tipo de columnistas que se han singularizado aquí, y de cuya nómina formo parte junto con las plumas que, menos mal, se mueven con el mismo propósito desde el extranjero.
Debido a lo cual espero que no se sorprendan si les ofrezco mañana un escrito sobre la poesía de Cecilio Acosta, que apenas existió, o sobre la moda que prefería la mujer de Guzmán Blanco, verbo y gracia. Serán parapetos, ojalá pasajeros, impuestos por el rigor.