Yo, el experto en asuntos españoles

Mientras en España cada día hay debate, escándalo o una frase para el recuerdo, en Venezuela reina el silencio.

No llego al extremo de expresarme como los peninsulares del vulgo, esto es, como uno de nuestros analistas que se manifiesta ¨flipado¨ por  los acontecimientos del país – eso ha escrito el ¨tontolabas¨-,  pero quiero anunciarme como un avezado conocedor de los asuntos españoles, como un  experto. Especialmente en puntos políticos, porque no hay detalle de lo que sucede en su seno, ni nombre propio de sus protagonistas, ni organización de la cual formen parte que no sea capaz de retener con toda la suficiencia del mundo. Mi conocimiento no solo se solaza en el escenario de Madrid, donde transcurre  lo más llamativo de la vida pública, sino también en las minucias de los  hechos comarcales. Y ni hablar de la vida de los espacios secesionistas como Cataluña y el  país vasco, en cuyos pormenores  me regodeo como si viviera en Girona o en  la ancestral villa de Iturrieta. 

Por ejemplo, soy experto en lo que sucedió ayer  en el ayuntamiento sevillano de Dos Hermanas, espero con ansia las declaraciones del lehendakari y no dejo de ponderar las opiniones  del president de la Generalitat, cuando se toma a veces unos segundos para declarar. Nada se me escapa, en suma, o casi nada, porque he desarrollado una manía en torno a su desarrollo que me ha atado a una larga cadena. Antes sabía solo  de hechos históricos debido a una deformación profesional que hasta me llevó  a averiguar las desventuras de la reina doña Juana provocadas por su católico padre, y ni hablar de los sucesos picantes de la borbónica Isabelona que manejo hasta la escala del chismorreo. Si se agrega que he sido aficionado a los toros desde mi lejana infancia de Boconó, asiduo en becerradas de pueblo y en corridas de gran cartel, postrado ante  Ordóñez y Romero, una sólida relación de méritos prologa la declaración de erudito que anuncio hoy. En estas arenas solo  me falta ver a Morante para ganar la alternativa de aficionado antiguo, y presenciar una goyesca en Ronda. 

Agrego  una última cosa, que tal vez les extrañe: también estoy al día en materia de aristocracia, farándula, gastronomía Michelin   y alta costura, como si viviera en la villa y corte con todo el dinero, el tiempo, la sangre azul  y la despreocupación de la galaxia. También sé de casquería, desde luego, como la espesa multitud. Si se comparan tales conocimientos con lo que entiendo o lo que me interesa de  puntos semejantes en el país de mi nacimiento y residencia, quizá les parezca un pecado mortal en materia de pertenencia y gratitud que ni el cardenal Porras me querrá perdonar, pese a su benevolencia. Cuidado con las franquezas, escribió  el padre Gracián en su oráculo para perplejos. 

Y me faltó decirles, quizá para mayor escándalo, lo mucho que me gustan las intervenciones del desenfadado Gabriel Rufián en el congreso de los diputados, como antes me gustaban las de Aitor Esteban.  Son un buen resumen de la cotidianidad de las cortes, pero también la perla negra de una supuesta subestimación de las cosas venezolanas que discurren frente a mi nariz. Debo, en consecuencia, aunque me parece que saltan a la vista, explicar los motivos de una  ¨erudición¨ que puede conducir a la hoguera de los tontos contumaces. Se trata de asuntos de los cuales me entero todos los días, que llegan a mi conocimiento a través de canales numerosos y heterogéneos  que me permiten tomar partido atendiendo a evidencias suficientes, o también, lo cual es importantísimo, pasar un rato  de buen pie con los amigos. Como ellos también manejan testimonios semejantes a los que yo conozco, florecen  tertulias  que no parecen vanas. Y ahora la pregunta cardinal: ¿podemos hacer algo semejante en el tratamiento de las realidades venezolanas? 

En la Asamblea Nacional no hay una intervención memorable en los últimos lustros, debido a que la voluntad inapelable de su presidente impone el libreto de la unanimidad. La Asamblea Nacional es lo más parecido a un cementerio o, para no parecer exagerado, lo más predecible en materia de decisiones políticas. Todo viene resuelto de antemano para que el parlamentarismo se convierta en remedo. Debido a las imposiciones de la autocracia, la voz de las regiones no solo perdió su diversidad sino también su existencia. Una expresión de Cumaná, cuando se atreve a dar señales de vida, es idéntica a una de Mérida, por ejemplo, pese a la diferencia de talantes y entuertos. De allí que sus demostraciones políticas sean gemelas a la fuerza, aun cuando son hijas de distinta etiología, y que desaparezcan del mapa las instituciones y los voceros comarcales. Si existe una clase alta con recursos suficientes para darse la gran vida en el jardín de los saraos, la ropa y los manjares, no los exhibe para evitar la censura de los predicadores «revolucionarios». Nadie se entera de su existencia. Contra su naturaleza, el jet set se ha aficionado al silencio, o los fiscales de las alturas prefieren que disimule su presencia para que nadie dude de las bondades del paraíso proletario. Entonces no queda nada para comentar, para pensar que hay una vida como la que existió en el pasado. O para el cotilleo. Una vida sobre cuyos pormenores se hablaba largo y tendido en las páginas de la prensa, en tertulias televisadas y en la calidez de las conversaciones rutinarias, pero que hoy parece una manifestación del limbo. 

Dejo hasta aquí mi escrito de la semana porque voy a averiguar cómo le va a Sánchez en su pelea con el líder del PP que aspira a sucederlo, y a pedirle a mi señor El Cachorro que evite el crecimiento de VOX por el bien de gitanos y marranos. Una vuelta a la vida española, en suma, porque mientras tanto  no pasará nada de particular en Venezuela. O no nos enteraremos, si pasa. O nada para “flipar”.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.