Una  guerrita de envainados, o el error de pelear en caballo de palo

"Estamos envainados", dijo el seguidor de Joaquín Crespo al rendirse en su fallido intento de invasión en 1888. Pero el Taita no quedó tan mal...

Como considera que la elección del presidente Rojas Paúl ha sido el resultado de un ardid de Guzmán Blanco, que lo ha apartado de la casa de gobierno para colocar a un títere, el general Joaquín Crespo se marcha a regañadientes al extranjero y pretende el retorno a través de un movimiento armado.  Considera que bastará su prestigio militar para el regreso triunfal ante un funcionario  que hasta entonces ha actuado como segundón en las administraciones del liberalismo amarillo, pero las cosas le salen mal. Las vicisitudes del derrumbe pasajero del Taita de la Guerra reflejan los  rasgos de una política que va del timbo al tambo sin encontrar caminos de superación, o que se aferra a las cadenas de la mediocridad sin ver por las necesidades  de la sociedad. No viene mal reconstruirlas ahora, aunque brevemente. 

En connivencia con tropas que se sublevan en Aragua de Barcelona bajo el mando del general José Amparan, y con unas guerrillas dispersas en San Juan de los Morros, Maturín y Güiria, Crespo trata de invadir desde Trinidad. Cuenta con dos goletas de su propiedad, la ¨Ana Jacinta¨ y la ¨Columbita¨, y con otras dos arrendadas a un propietario estadounidense. Ha comprado armamento en Amberes, que está a punto de llegar, pero adelanta las operaciones ante la oportunidad que se ofrece de capturar uno de los vapores nacionales que hacen la ruta entre La Guaira y Ciudad Bolívar. El gobierno recibe oportuna noticia del plan y lo denuncia ante las autoridades británicas, para que impidan las maniobras del rebelde y lo expulsen de sus territorios. La urgencia hace que el caudillo se eche a la mar  después de breve estancia en  Saint Thomas, pero es capturado con facilidad cuando trata de navegar hacia Coro. 

Uno de sus seguidores, José Antonio Velutini, trata de defenderlo  ante el fácil abordaje del jefe de las tropas del gobierno, general Francisco de Paula Páez, quien le pide que envaine la espada para evitar violencias innecesarias. ¨Estamos envainados¨, responde Velutini antes de bajar el arma, y la contestación se hace famosa cuando se conoce después de la captura de Crespo. Pero el Taita no queda ¨tan envainado¨, anota un divertido cronista, debido a las atenciones que  le prodigan cuando llega a La Guaira, el 4 de diciembre de 1888. Es recibido por el ministro Muñoz Tébar, quien tiene órdenes de tratarlo con  cortesía; y por el Consejero Federal  Ignacio Andrade, quien debe conducirlo a La Rotunda. Andrade no solo le ha preparado estancia especial en la  prisión, con cama cómoda, muebles de recibir, alfombra mullida y menú de  hotel, sino que también le auxilia en las diligencias personales que se ofrezcan. Se dice que, conmovido por las filigranas, Crespo le hace entonces a Andrade una  promesa que el futuro convierte en realidad: ¨Si alguna vez vuelvo a mandar, te hago Presidente de la República¨. Episodio verosímil, si vemos cómo se están manejando las cosas entre los figurones del poder. 

O como se manejan de seguidas. Guzmán se ofrece desde París para mediar entre Rojas Paúl y Crespo, pero ellos prefieren una relación  personal. El jefe del estado propone   un indulto general que incluiría al derrotado, a quien  asegura la compra de los armamentos que había adquirido en Amberes para la invasión. El Taita se compromete a cesar su hostilidad y a marcharse silencioso, después de cobrar la plata de los elementos de guerra y de ordenar a sus diputados el cese de las querellas en el Congreso, mientras el futuro depara oportunidades más auspiciosas. Nada de publicidad, nada de documentos engorrosos. Es tiempo de  paces privadas que sella un  apretón de manos  presenciado por el Consejero Federal  Ignacio Andrade, quien será primer mandatario  en las postrimerías del siglo por imposición del complacido huésped de La Rotunda que ahora se marcha sin un rasguño y con la bolsa llena. 

Partiendo de una expresión de Crespo, el presidente Rojas Paúl está entonces  confiado en el acierto de su proceder, o sereno porque el caudillo no lo atacará  otra vez desde el mar.  ¨Quede tranquilo, doctor, tenga la seguridad de que no vuelvo a pelear en caballo de palo¨, garantiza el general  Joaquín  en el trance de la despedida. Tales cosas suceden en 1888, cuando crece hasta extremos escandalosos la descomposición del liberalismo amarillo que se establece después  de la Guerra Federal.  Hoy pensamos con candidez que no se reproducen en el futuro. 

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