La cruel imbecilidad de la xenofobia y el origen de todas nuestras desgracias

Xenofobia, racismo y aporofobia son formas distintas del mismo veneno: la ignorancia mezclada con resentimiento. Y cuando se juntan, forman la cruel imbecilidad.

La noche del 15 de junio de 2025, en Cerro Navia, Santiago de Chile, asesinaron a quemarropa a una mujer venezolana por tener la música a volumen alto en una celebración familiar del Día del Padre. Se llamaba Yaidy Garnica Carvajalino. Era madre. Era abuela. La mataron delante de sus hijas, luego de que un vecino, tras insultarla por su nacionalidad, fuera a su casa, buscara una escopeta y le disparara. Así, sin más. Porque era venezolana. Porque era pobre. Porque algunos creen que eso te convierte en blanco legítimo del odio.

Después del disparo —según reportes periodísticos— varios vecinos ayudaron al asesino a escapar y desinflaron los neumáticos de la camioneta familiar para impedir que llevaran a Garnica al hospital. Algunos chilenos justificaron el crimen diciendo que “así aprenden a no comportarse como bárbaros”. Pero no hay acto más bárbaro que justificar un asesinato. Y hacerlo por razones tan absurdas y profundamente miserables como la nacionalidad, la clase social o la música alta, es la manifestación más acabada de lo que el escritor francés André Glucksmann llamó el odio puro, sin objeto, el odio que simplemente busca una excusa para detonar.

La xenofobia, el racismo y la aporofobia —cada uno por separado— son expresiones de ignorancia, resentimiento y mezquindad moral. Pero cuando convergen en una misma persona o sociedad, forman la cruel imbecilidad que lleva a justificar un crimen como el que acabó con la vida de Yaidy Garnica. Lo vimos en Trinidad y Tobago, donde se disparó contra una embarcación llena de niños. Lo vimos en Perú, donde se crearon leyes y narrativas para estigmatizar a quienes huían de la represión. Lo vimos en México, donde la complicidad política ha silenciado las violaciones de derechos humanos, incluyendo aquel asesinato (porque no hay otra definición) de 40 venezolanos, quemados, en una prisión de Juárez. Y lo estamos viendo ahora también en los Estados Unidos, donde no solo se persigue a quienes entraron irregularmente —algo que, aunque doloroso, puede ser parte de una política migratoria entendible—, sino que se castiga incluso a quienes han escapado con pruebas en la mano del horror sistemático del chavismo.

Eso sí: no olvidamos. Y así como denunciamos, también agradecemos. Argentina y Uruguay, entre otros, han sido excepciones luminosas. Han abierto los brazos, sin necesidad de discursos grandilocuentes. Han sido coherentes con la memoria de sus propias historias.

Pero este artículo no es una queja. No es un grito de víctima. Es una denuncia de ciudadano y un diagnóstico claro: todos estos males, absolutamente todos, tienen una causa originaria. La tiranía chavista.

Antes de Hugo Chávez, Venezuela era un país receptor de migrantes. Recibimos a europeos después de la guerra, a chilenos durante el régimen de Pinochet, a argentinos perseguidos, a colombianos desplazados. Hoy, por culpa del chavismo, somos el país que más ciudadanos ha expulsado en el mundo. 9,1 millones de personas. Más que la población total que tenía el país en 1968. Más que la población entera de Paraguay. Más que la de Libia. Más que la de Armenia. Más que la de Croacia.

Y para los que todavía se burlan de la diáspora, para los propagandistas y siervos del poder que se encargan de relativizar nuestras denuncias y justificar nuestras expulsiones: afuera hay 83,6% más de venezolanos que toda la población del estado Zulia, 143,3% más que en Miranda, 215,3% más que en Carabobo, y 361,1% más que en el Distrito Capital. No somos unos pocos. Somos un país entero. Esparcido. Roto. Pero no vencido.

No se trata solo de Garnica. Se trata de los miles asesinados, violados, explotados, desaparecidos. Se trata de los niños que crecen sin escuela. De los abuelos que murieron esperando un medicamento. De las madres que no han conocido a sus nietos y que temen no volver a ver, jamás, a sus hijos. Se trata de los que se fueron con miedo, de los que se quedaron con rabia, de los que luchan con dignidad.

Y sí: es necesario decirlo con todas las letras. Los venezolanos que, desde la comodidad de su odio o desde sus complejos, justifican lo que ocurrió en Chile, se parecen demasiado a los que nos empujaron al exilio. Justifican el abuso, aplauden el maltrato, se burlan de los débiles. Son, en el fondo, chavismo con otro color, aun cuando escriban desde el falso Olimpo de un lugar regalado en la Academia de Ciencias Políticas y Sociales… ¡Ay, nuestra academia!

Y no puedo cerrar esta reflexión sin recordar una figura que une (a pesar de la molestia de muchos) a Chile y Venezuela: Andrés Bello, caraqueño universal, maestro de generaciones, civilizador de ideas, codificador de leyes, educador de repúblicas. Fue en Chile donde encontró refugio y donde escribió parte esencial de su obra. Que ahora algunos chilenos desprecien al pueblo del que vino Bello es, además de una ironía cruel, una traición histórica.

La xenofobia está mal, siempre y en cualquier lugar.
La aporofobia está mal, siempre y en cualquier lugar.
El racismo está mal, siempre y en cualquier lugar.

Si crees que hay razones válidas para estas formas de odio, entonces solo exhibes tu ignorancia y tu resentimiento.

Pero también quiero dejar claro lo siguiente: todo esto terminará. No por arte de magia. Terminará el día que pongamos fin al chavismo. Terminará el día que podamos volver a una Venezuela libre, sin miedo, sin persecuciones, sin miseria. Terminará cuando recuperemos nuestra República.

Y entonces volveremos. A llorar a nuestros muertos. A reconstruir lo perdido. A reunir lo disperso. A celebrar la vida. En voz alta. Y sin miedo.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.