Medicamentos adecuados (y recobrar la palabra) para poder salir de la depresión

La dupla necesaria: medicación para equilibrar la química, y palabra para enfrentar los fantasmas.

No hay recetas universales contra la depresión. Cada caso amerita tratamientos específicos. Lo que sí existen son los medicamentos adecuados y el trabajo introspectivo por medio de la palabra, que son la combinación necesaria para superar las crisis depresivas. Esto es tan cierto como lo es aseverar tajantemente que, por más que nos cueste, es posible recobrar el bienestar extraviado. 

Recobrar el bienestar extraviado, a pesar de que quien padece de una depresión piensa, al extremo de una enfermiza convicción, que no hay mañana, que nunca más le será posible salir de ese estado tan lamentable. 

Nunca más le será posible salir de ese estado tan lamentable, sin que importe lo que hagamos, porque vaticinamos que no hay manera de resurgir. En los estados depresivos no hacemos casi nada de utilidad.

Casi nada de utilidad y por eso necesitamos el apoyo y la ayuda de alguien. El deprimido profundo no está en capacidad de proveerse de nada. No tiene idea del momento del día, de los medicamentos que toma, ni de alimentarse, ni de cómo transcurre el tiempo. 

Ni de cómo transcurre el tiempo. No es la palabra que un deprimido utiliza más: no sé qué hora es; no puedo esto… no puedo aquello…. dile que no venga… no tengo hambre… Una palabra que enferma. Prácticamente su pareja actúa en su lugar; hace lo que el deprimido no es capaz de hacer. 

Lo que el deprimido no es capaz de hacer porque está convencido de que es imposible salir, ver la luz de nuevo. Tenemos la mente invadida por imágenes catastróficas, tantas como que, por ejemplo, nos vamos a quedar así para siempre.

Nos vamos a quedar así para siempre, pensamos y, —lo que nos hunde más en el foso—, es que también nos lo decimos. Existe el riesgo de que, de tanto repetirlo, sea eso lo que nos termine sucediendo. Una profecía inducida.

Una profecía inducida porque cuando estamos deprimidos queremos quedarnos deprimidos hasta el final. Una suerte de estado idealizado de postración y de morbosas sensaciones tristes, melancólicas

Sensaciones tristes, melancólicas, causadas por la depresión, que pueden ser enfrentadas y abatidas por el deprimido cuando es capaz de combinar la medicación que lo ayuda a verbalizar sensaciones: la palabra.

La palabra enferma y la palabra cura, dice el psicoanalista venezolano Gerardo Réquiz, y agrega: Lo esencial en el trabajo terapéutico es que la persona se escuche a sí misma en la sesión y el analista sepa conducir lo dicho hacia donde tendrá resonancia en cada caso en particular. No se trata de encontrar sentidos y significaciones como se cree comúnmente, sino de tocar las fijaciones, por ejemplo, melancólicas, que mantienen el sufrimiento. Por supuesto, no es cualquier palabra ni en cualquier contexto.

La palabra para verbalizar nuestras sensaciones, sacarlas de lo más profundo del abismo y aceptar la idea de que urgimos ayuda científica, apoyo profesional. Es insuficiente, nada provechoso, y muy peligroso, tomar decisiones sin el apoyo de los expertos.

El apoyo de los expertos al deprimido en el campo de los psiquiatras, para la dosificación correcta de los medicamentos (antidepresivos), y de los psicoanalistas, para recobrar la palabra y enfrentar su historia y sus fantasmas.

Enfrentar su historia y sus fantasmas es una tarea dolorosa. Una puerta que se abre al mundo interior siempre en tinieblas. Al cruzar ese umbral, el deprimido es capaz de conocerse mejor y precisar con mayor tino lo que debe o no debe hacer. 

Precisar con mayor tino lo que debe o no debe hacer para afinar el trabajo y hacerlo más eficiente, con independencia del precio emocional que debe afrontar, siempre muy alto.

Siempre muy alto, entre otras cosas, porque el deprimido está inmerso en un estado de melancolía tal que se va cerrando día a día, al punto de enmudecer por completo durante un largo tiempo.

Durante un largo tiempo el foso oscuro de la depresión nos lleva a esconder la enfermedad, debido a una cierta vergüenza social por padecerla. El enfermo y su entorno tratan sin éxito de esconderla.

Tratan sin éxito de esconderla para que nadie sepa lo que padecemos. Una pretensión absurda, puesto que la depresión es muy fácil de detectar por nuestros círculos sociales, aunque el deprimido no lo crea.

Aunque el deprimido no lo crea, he aquí una buena noticia: la persona deprimida tiene recursos para salir del foso. El más poderoso de esos recursos, junto con la medicación más apropiada para cada caso, es la insistencia de la palabra.

La insistencia de la palabra para desmitificar la depresión como una condición denigrante para quien la padece. Esa aprehensión no se presenta cuando hablamos de las enfermedades físicas.

Cuando hablamos de las enfermedades físicas nos luce aceptable ventilar las enfermedades que padecemos, por ejemplo, cáncer, hepatitis (que, lo mismo que las depresiones, se curan con medicamentos y todo el mundo lo sabe), y que son eso: enfermedades. Por su parte, estar deprimido, ya se ha dicho, es una vergüenza social, un estigma, una condición, un infortunio del que no se habla. La depresión no es percibida como una enfermedad, sino como una calamidad que se esconde. 

Una calamidad que se esconde ante terceros hasta que llega el día —el menos pensado— en que podemos expresar nuestros sentimientos; hablar; pedir cosas; ver la luz; recordar gratos eventos pasados; leer un libro; sentir hambre; oír música y reír otra vez; ver una película; saborear un chocolate; disfrutar el placer de una ducha; abandonar la melancolía; volver a la vida; recobrar la nutritiva experiencia de sentirse bien. 

Sentirse bien, adicionalmente, también como debida expresión de respeto hacia quienes nos apoyan y queremos entrañablemente, razón más que suficiente para obligarnos a estar en las mejores condiciones. El esfuerzo que hagamos por estar bien es al mismo tiempo emblema de gratitud por la fortuna de haberlos tenido y tenerlos en nuestras vidas, en el hoy, en el mañana. 

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.