Las reformas borbónicas de Trump

Comparar a Donald Trump con los reformadores Borbones no es un capricho. Ambos llegaron con un imperio en declive, con burocracias ineficientes y enemigos internos haciendo metástasis.

La palabra reforma aparece registrada en el Diccionario de Autoridades de la lengua española desde 1726. Proviene del latín reformatio: correctio disciplinae, instauratio, restitutio. En la historia occidental, el reformismo es la contracara de las revueltas, de las crisis profundas y hasta de las revoluciones. Así pues, la olla de presión encaminada a estallar puede retomar el equilibrio “reformando” el diseño del aliviadero.

Siempre se han producido en la esfera política, desde la antigüedad clásica en tiempos de Pericles (siglo V a. C.), pasando por las reformas de Augusto, restaurador de la República Romana (63 a. C.–14 d. C.). Algo debería decirnos la sola mención de Lutero y la Reforma Protestante en el siglo XVI. Reformar el entendimiento, como propone Spinoza; las agrarias se cuentan a granel; y hasta la reforma de la filosofía la propone más recientemente Eduardo Nicol.

El cruce anacrónico de las Reformas Borbónicas con la actuación de Donald Trump nos sirve de soporte para destacar cuatro aspectos usualmente presentes en los grandes movimientos reformistas de la modernidad: 1) el reacomodo de las relaciones de poder; 2) hacia el interior de una nación implica la intervención de la burocracia; 3) el reformismo usualmente debe afrontar la resistencia interna y externa a los cambios; y 4) todo lo anterior resulta más complejo cuando se trata de imperios.

Pero considerar a Trump como un reformador imperial impone una reflexión inicial, dado que la pertinencia reformista supone la existencia previa de una olla de presión con posibilidades de estallar. Es decir, si no se admite en EE. UU. la existencia de una tendencia entrópica en las diversas áreas funcionales de esa sociedad, pues entonces Kamala habría sido suficiente para proseguir la exitosa agenda demócrata trazada por Joe Biden, bajo el efecto narcótico de la emisión de deuda pública. No debe extrañar la opinión de quienes niegan la entropía actual, pero vaticinan el fin del predominio occidental en las relaciones globales de poder, como si nada se pudiera hacer para detener “lo inevitable”. Al fin y al cabo, el Imperio Romano de Oriente tardó cerca de mil años en caer.

Sin embargo, los hechos siempre superan la opinión. Y está probado que los imperios no sólo deben ser; también deben parecer. En esta perspectiva, tal vez resulte importante recordar lo vivido en el 2020. El tal imperio no producía mascarillas ni medicinas para afrontar una crisis de ese tipo. Menos podría afrontar un conflicto armado sin semiconductores o renunciando a sus propias fuentes de energía, como hizo Europa para deleite de Greta. Es el recordatorio de la caída de otro imperio, el soviético. Como cuando Gorbachov se atrevió a reconocer de modo elegante y sin detalles escabrosos: “Podemos llevar hombres a la luna, pero no disponemos de papel sanitario…”

Admitir a Trump como reformador puede ser muy irritante. Implica reconocerle visión de futuro y habilidades de estadista, inadmisibles en alguien calificado a priori como émulo de un líder bananero o la nueva versión de Hitler dispuesto a perturbar el mundo feliz que vivimos antes de su aparición en escena. También implica reconocerle liderazgo, fortaleza, portador de sentido común o de un alto nivel de narcisismo necesario para “echarse el mundo encima” y afrontar lo que podría ser otro capítulo en la historia de la decadencia occidental. ¿Otros líderes lo habrían hecho mejor? Sin duda, pero no lo hicieron. Con una Europa renegando de su propio pasado imperial, prisionera de la burocracia, jubilosa por su Estado de Bienestar subsidiado por la desinversión en defensa, no es mucho lo que se debe esperar de esos lares. De manera que… eso es lo que hay.

El cruce anacrónico de las Reformas Borbónicas con la actuación de Trump es nuestro modo de sacar el tema planteado de los lugares comunes y las descalificaciones fáciles. Retomando los puntos cruciales del reformismo moderno, podemos indicar lo siguiente:

  1. En cuanto al reacomodo de las relaciones de poder a escala global, se puede establecer algún paralelismo entre la España Imperial debilitada seriamente tras la Guerra de los Siete Años (1756–1763) y el país norteño con su reputación imperial seriamente comprometida en la guerra de Ucrania, el conflicto en Gaza, la bochornosa salida de Afganistán, la amenaza rusa sobre Europa, el creciente poderío de China y las perturbaciones en la gobernanza interna. Una crisis de autoridad asomada a la institucionalidad de EE. UU.
  2. Hacia el interior del imperio, Felipe V y Carlos III (sobre todo el segundo) debieron modernizar la burocracia, hacerla “eficiente” y replantearse el marco institucional para mantener el control imperial. Se procuró delegar autoridad en una burocracia menos dependiente de vínculos estamentales. Los reyes españoles no afrontaron la advertencia weberiana: en el orden político moderno, las burocracias poseen las condiciones funcionales para convertirse en entidades autónomas, es decir, un poder dentro del poder. Y es lo que se ha puesto de relieve con DOGE: una burocracia que ya viene sustituyendo los criterios técnicos de selección por vínculos de adscripción al género, la raza y otras formas de victimismo. Es el imperio minado desde adentro; las garrapatas que pueden derribar el coloso. El resultado: ineficiencia, notable corrupción y despilfarro con el agravante de gozar de privilegios suficientes como para obstruir su propia modernización.
  3. Todo reformismo que parte desde el Estado, como máquina esencial de la administración del poder, encontrará en los poderes preexistentes (burocracia incluida) la principal fuente de resistencia a los cambios propuestos. Los primeros en resentir los cambios en la administración son los administrados. En el caso Borbón, las reformas produjeron protestas en todo el reino hispano, aunque al principio se expresaron como queja ante la actuación de funcionarios: ¡Viva el Rey, muera el mal gobierno! En el fondo se trató del reacomodo interno de la autoridad debilitada por la dejadez de los Habsburgo. Este es un aspecto crítico en el caso del señor Trump, obligado a guardar las formas que impone la separación de poderes, sin la extensión ilimitada del tiempo en el mando, lo propio de las monarquías.
  4. La perspectiva MAGA (Make America Great Again) impone una tensión de fuerzas con sentido contradictorio: se trata, por una parte, de gobernar colocando al ciudadano y a Estados Unidos como prioridad, mientras que, por la otra, se desea preservar la influencia y el respeto en el ámbito global, procurando la paz por temor a la fuerza. Algo así como procurarse el visto bueno de Dios y del Diablo al mismo tiempo. Prepararse para la guerra evitando la guerra, pero, ¿cómo reducir el colosal gasto militar o justificar su incremento con un relato cuestionador de los excesos? Tal dilema no lo vivieron los Borbones, entre otras razones, porque la grandeza de la Casa Real se multiplicaba al ritmo de la extensión de sus dominios en ultramar. Así, un rey agorero, anterior a los ya nombrados, se atrevió a decir ufano: “En mis dominios no se pone el sol”. En nuestro tiempo es muy difícil legitimar el expansionismo. El discurso MAGA recuerda la dificultad para introducir un elefante en la nevera: lucir pacifista con ropaje imperialista.

Una variable clave salta a la vista: el tiempo. La mayor parte de la agenda prevista puede ofrecer resultados en el mediano y largo plazo. Trump lo sabe, y también lo sabe el wokismo dominante entre los demócratas. Por ello, mientras el repelente catire intenta acelerar el inicio de los cambios fundados en el “sentido común”, los otros, por su parte, procuran el desgaste en un interminable pugilato de demandas y contrademandas para quemar los cuatro años de mandato y convertir las reformas en el parto de los montes. Lamentablemente, aparte de colocar palos en las ruedas, los demócratas no ofrecen más que adherirse a la agenda globalista, tal como lo hizo Europa, para quedar atrapados entre las pinzas de los otros imperialismos.

El Dragón Chino, en cambio, prohijado por el propio capitalismo occidental, luce descomplicado ante el tiempo. Sin incendios por apagar, sin jueces de distrito paralizando políticas del Comité Central del Partido, sin fronteras asediadas por ilegales, sin connacionales renegados de su propia nacionalidad, sin la juventud atraída por la marihuana, el fentanilo, la cocaína y los cambios de sexo, sin universidades cultivando la idiotez, sin escolares de 12 y 13 años que no saben leer ni escribir, sin medios de comunicación a la caza de cualquier error; en fin, sin las complicaciones de la libertad, Xi Jinping puede esperar la “recuperación del rumbo”. A fin de cuentas, el coloso lleva sus enemigos adentro; las garrapatas están haciendo el trabajo para derribar el coloso y asegurar un futuro amarillo.

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