Razones para no votar

En Venezuela, votar ya no es un acto republicano de fe. Es, muchas veces, una validación involuntaria de un sistema que niega y pervierte la esencia de la democracia.

En una sociedad acostumbrada a votar desde 1958 parece absurda una polémica sobre la necesidad de elegir a los representantes de los poderes públicos a través del ejercicio del sufragio de los ciudadanos, pero una duda razonable  sobre el particular no parece peregrinar en nuestros días. Todo lo contrario: en la medida en que una elección llevada a cabo en la actualidad no se parece a la mayoría de las anteriores, sino más bien a los hechos que las niegan y pervierten, son legítimas las cavilaciones  que deben surgir antes de decidirse a hacer cola frente a las mesas dispuestas por el CNE para que concurramos a su llamado. La aceptación automática del venidero acto electoral significa un alejamiento de la realidad, un desconocimiento alevoso de sus contenidos, en lugar del cumplimiento de un acto republicano de fe que nos hará más responsables y maduros. 

No parece sensato ponerse a discutir sobre los actos republicanos de fe que confirman la comunión con unos procedimientos políticos en los cuales encuentra  base esencial un establecimiento antiguo  y digno de continuidad. Todo lo que conduzca a su protección o a su recuperación, especialmente si está inartículo mortis, merece una apabullante marea alta. Más todavía: si de veras el establecimiento pasa por un ciclo capaz de anunciar su entierro, el salvavidas electoral parece una  solución  cercana y manejable. Sería cuestión de recordar cómo votamos en el pasado  nosotros mismos y nuestros antepasados para seguir un ejemplo en cuya práctica tenemos experiencia, y del cual se han sacado frutos que pueden reverdecer. Sería cuestión de revisar los principios proclamados por los fundadores de la democracia representativa para hacerlos valer como sucedió antes, en 1946 o en 1958 y 1964, por ejemplo, sin caer en las redes de la apatía. Una polémica sobre el punto carece de sustento, debido a la obligación que  debemos a unos principios que nos conminan a estar presentes en los trances de los negocios públicos en cualquiera de sus circunstancias, especialmente en las más dramáticas. 

Pero, ¿qué sucede si, como requisito para votar, se prohíbe de antemano la posibilidad de defender los principios en los cuales se sustenta el acto mismo de la elección?; ¿cómo ignorar que, antes de emitir el sufragio, está vedada la alternativa de  velar por los elementos de la realidad que se deben proteger como materia indispensable para que el voto tenga sentido?; ¿cómo se protege el establecimiento democrático, o se pretende su transformación por camino legítimo, si antes de sufragar no se puede hablar de los motivos  que conceden fundamento a la manifestación de la voluntad popular que busca la  recuperación de una forma de vida,  cuya creación costó  sacrificios gigantescos? No se trata de preguntas retóricas, ni de consideraciones triviales, como se tratará de mostrar en el párrafo que sigue. Seguramente se sugerirán ardides para que la elección no sea un remedo, o se asomarán teorías de naturaleza universal que inviten a seguir a la oficina electoral  dependiente de la dictadura, no faltarán argumentos de esas respetables procedencias, pero lo que se describe de seguidas no se puede tragar a la ligera. 

El escandaloso fraude electoral perpetrado el 28 de julio del año pasado no se podrá tratar durante la campaña electoral. Es materia vedada que deben respetar todos los participantes, es decir, los que se postulen para un cargo público y los que acompañen sus candidaturas. Sobre la  represión masiva y descarnada de quienes protestaron  contra ese fraude tampoco se ventilará ni una solitaria brisa, pese a su gigantesca fuerza. La lista de los líderes de la oposición y de las activistas de asociaciones civiles arrestados sin el debido proceso, o de cuyo paradero se carece de noticias concretas, estará ausente de los discursos habituales cuando se buscan votos; y sobre los partidos inhabilitados en forma arbitraria también se guardará silencio sepulcral. La campaña solo referirá temas  que   no pongan en aprietos a la dictadura, es decir, asuntos que  le den acceso a una legitimidad de la cual carece en términos redondos. Ahora pretende obtener esa legitimidad mediante la manipulación de la fuente de autoridad que es el fundamento de la democracia representativa: un proceso electoral que le limpie la cara y eche al olvido miles de agravios a los venezolanos, arbitrariedades infinitas   y torrentes de sangre derramada en el pasado reciente.

Aparte de estos elementos que claman porque nos alejemos de una votación oscura y chueca, debe agregarse el papel que jugarán los candidatos de la oposición que no encuentran  problemas en  la aceptación de tales reglas del juego, o que les parecen tragables. ¿Se puede, con tranquilidad de conciencia, con conocimiento de causa  y sin perder un mínimo sentido del respeto personal, votar por ellos? ¿Van a pasar lisos, como si no fueran cómplices  de un trato deleznable? Es cierto que los principios universales sobre la defensa de la democracia y la necesidad de no abandonar la cancha cuando el juego se enreda insisten en la obligación de participar en todos los actos electorales que se atraviesen en el camino a la sociedad, por duros que sean, por complicados que parezcan, por más que la porquería se les vea en la cara, pero las particularidades de la política venezolana que se han asomado aquí invitan clamorosamente a tomar las de Villadiego. 

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.