Edificio Ugalde

Las autoridades universitarias quisieron homenajearlo. Él se resistió. Pero la insistencia ganó: el edificio lleva ahora su nombre. Con justicia y con razón.

Cuando llegó a Venezuela desde el País Vasco, el novicio jesuita Luis Ugalde, a punto de cumplir dieciocho años, no tenía ni un vínculo superficial con la tierra que lo recibía. Eran las vísperas de la caída de Pérez Jiménez y solo estaba ocupado de medio enterarse sobre la realidad que lo rodeaba, sin siquiera conocer rumores de lo que pasaba en el vecindario. Era un voluntario juvenil de su congregación para el apoyo de unas actividades de educación y religión restablecidas en 1916 con el permiso del general Gómez, después de una expulsión que se remontaba al siglo XVIII, ordenada por el rey Carlos III y ratificada a mediados del siglo siguiente por José Tadeo Monagas, y solo esperaba las órdenes de los superiores para ejecutar una marcha militante como soldado de la Compañía.

Para ponerlo en conexión con la realidad, sus superiores entendieron que, en su caso y en el de otros novicios que lo acompañaban, era necesario un baño de rudimentos. Uno de sus preceptores criollos, el padre Epifanio Labrador, lo puso a leer la investigación del maestro Rosenblat, Buenas y malas palabras, una introducción a la jerga criolla que no estaba en capacidad de comprender con propiedad. Otro de sus maestros le pidió que leyera el Resumen de la historia de Venezuela, de Rafael María Baralt, y que escribiera un ensayo sobre su contenido. Fue así como el joven Luis Ugalde aprendió a hablar y a recordar desde una perspectiva venezolana. Que lo hicieran hasta escalas de excelencia antecesores nacionales como los padres Plaza y Barnola se comprende con facilidad, debido a que fueron y son criaturas principales de la casa, pero en el caso del muchacho nacido en Vergara, Guipúzcoa, no deja de ser extraordinario debido a la intimidad y a la profundidad de la relación que establece en adelante con Venezuela.

El padre Ugalde es hoy una de las figuras más eminentes del acontecer del país, hasta el punto de que resulta difícil imaginar que hubiera nacido en tierras lejanas y que en su juventud no tuviera ni ideas remotas sobre lo que pasaba entre nosotros. Lo que le debe nuestra sociedad en relación con sus asuntos públicos lo convierte en una referencia imprescindible. La educación, la atención de los barrios humildes, la vida académica, la formación de opinión y la orientación de asuntos políticos lo tienen como protagonista estelar, hasta el punto de que no se pueda comprender la marcha del país contemporáneo sin la consideración de sus aportes. No hace falta llevar a cabo aquí una descripción de sus obras porque generalmente se conocen, hasta el punto de que se pueda afirmar sin vacilación que es una de las figuras más eminentes y respetadas de la Iglesia venezolana. Y porque no es amigo de los ditirambos, de los elogios que jamás le han interesado, aunque ahora solo se trate de un comentario relacionado con el hecho de que un edificio de la Universidad Católica lleva ahora su nombre.

En los predios de la Católica hay un centro de salud que funciona como reloj suizo: el Centro de Salud Santa Inés, fundado por él y por otro jesuita digno de memoria, el padre Luis Azagra, hace veinticinco años, para la atención del cercano pueblo de Antímano, de la gente del barrio La Vega y de los miembros de la universidad, así estudiantes como profesores, empleados y obreros. Aunque no se trate ahora de testimonios personales, sino de la referencia a una obra de indiscutible magnitud colectiva, como paciente asiduo doy fe de las excelencias de una atención cada vez más eficaz y cada vez mejor dotada de tecnología. Las autoridades universitarias decidieron reconocer el trabajo fundacional del padre Ugalde poniéndole su nombre a uno de los modestos edificios del lugar, y el homenaje sucedió el pasado viernes. El homenajeado se opuso al reconocimiento, hasta que no le quedó más remedio que aceptarlo a regañadientes debido a la insistencia de los promotores, y desde aquí se reconoce la justicia de la decisión.

No solo la justicia, sino también su acertado simbolismo. Dada la consistencia de la obra del padre Ugalde, nada más ajustado a la realidad que poner su nombre en el frente de un edificio, es decir, en este caso, de una fábrica maciza de bien común que seguirá prestando servicios hoy y mañana.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.