
Nos estamos equivocando de salvador, otra vez
El problema de Venezuela no se resolverá con fórmulas mágicas ni con manos extranjeras. Quienes piden intervención olvidan que la ayuda foránea suele venir con una factura impagable. Y la historia lo demuestra.
No es la primera vez que los venezolanos buscamos la ayuda de los Estados Unidos para remendar nuestros entuertos, pero los resultados de esa búsqueda se han convertido en fracaso y desaire. Puede que el chasco anterior no se repita, es decir, que en esta ocasión se transforme en éxito si insistimos en el socorro del mismo salvavidas. Sin embargo, los vientos que soplan desde el norte indican lo contrario. Un vistazo al pasado tal vez nos permita imaginar o adelantar un pésimo resultado si el problema doméstico encuentra remedio en la fuerza foránea, cuyo auxilio claman muchos políticos y opinadores de nuestros días. Sabemos que la historia no se repite y que, por consiguiente, pueden suceder hechos distintos. Pero ayer, cuando procuramos en el exterior lo que habíamos perdido en casa, todo desembocó en un fracaso y un pesar estrepitosos.
La experiencia de 1902 es contundente. El presidente Roosevelt detiene la invasión armada de los acorazados de Alemania e Inglaterra, que nos atacan para cobrar deudas pendientes, pero ejerce una presión sobre la autonomía del país que deja en ridículo al gobierno de Cipriano Castro. El ataque de las potencias europeas produce manifestaciones masivas ante la embajada estadounidense en Caracas y frente a su consulado en Maracaibo, con agitación de la bandera de las barras y las estrellas y vítores a la Doctrina Monroe. Todo esto ocurre en medio de manifestaciones generalizadas que sirven para tapar una confusión proverbial. Ante la «invitación popular», la Casa Blanca logra que los invasores se retiren e impone una decisión que se acepta en medio de sonoras palmas y con el beneplácito de los escribidores más famosos: el gobierno de los Estados Unidos ocupará las aduanas venezolanas y se encargará de satisfacer las acreencias de los europeos, sin participación del gobierno nacional.
La solución se suscribe en un documento denominado Protocolos de Washington, que se ejecutan en todos sus puntos sin representación nuestra. Don Cipriano, supuesto paladín del nacionalismo, se entera de los trámites porque un compasivo empleado de la Casa Blanca le pasa de vez en cuando un telegrama. El poderoso de turno y los poderosos antiguos se pagan y se dan el vuelto, mientras el régimen de la Restauración Liberal, los caudillos más célebres, los diputados, los profesores, los estudiantes y la gente de la calle observan desde una mudez descomunal o felicitándose por una falta de cara que ha evitado derramamientos de sangre. También evita la bulla de las consignas patrióticas y las expresiones de dignidad.
En 1908 ocurre otra «colaboración» estadounidense, capaz de inaugurar una de las tragedias más pavorosas de la vida venezolana. Como Castro, tras la afrenta de los Protocolos, exagera su beligerancia hasta entorpecer los intereses de Rockefeller en los primeros capítulos de la explotación petrolera en el país, e insulta a Roosevelt hasta provocar la ruptura de relaciones diplomáticas, una escalada de tensiones conduce a una tenaz presión para derrocarlo. Primero, los empresarios de Nueva York promueven una guerra civil que fracasa. Luego, prueban el camino de un golpe dirigido por el Departamento de Estado, que conduce a la eliminación del huésped de Miraflores, cada vez más incómodo. En Venezuela, según un destacado historiador, reina un «cesarismo libertino» que produce justificada incomodidad y alimenta las ganas gringas de quitarse un estorbo de encima. No solo porque el gallo montañés se ha pasado de espueludo con sus enemigos del extranjero, sino también porque en la Casa Blanca consideran que la ineptitud de los venezolanos no permitirá el arreglo del problemón. «Esos mestizos incompetentes no calzarán las piezas del rompecabezas sin el timón de una raza superior, sin el oxígeno del ‘destino manifiesto'», machacan los periódicos del norte.
Una grave enfermedad del caudillo andino, a quien don Teodoro en sus discursos llama «mono indeseable», facilita los movimientos que conducen a un serio desplazamiento. Agentes sabiamente parapetados hacen contacto con gentes de la cúpula para invitarlos a la defección, orientada hacia una operación sigilosa con la colaboración del vicepresidente Juan Vicente Gómez. Mientras el jefe del Estado sale de urgencia a una intervención quirúrgica en Alemania, los espías y los acorazados vigilan sus pasos e impiden su retorno a Venezuela, mientras asume la autoridad el segundo de a bordo. Acorazados en el Caribe y detectives en París y Berlín, cablegramas cifrados en movimiento permanente, vigilantes a granel que custodian los pasos de la víctima hasta conocer la hora de sus visitas al sanitario terminan aprisionándolo en Nueva York. Finalmente, permiten su asilo en Puerto Rico, cada vez más solo y empobrecido, mientras Gómez inicia un régimen que será tan duradero como complaciente con los intereses de sus promotores.
No hay ahora necesidad de bombardeos ni de alardes como los empleados durante el bloqueo de nuestras costas, sino apenas una operación de inteligencia y una persecución meticulosa que solo toca a figuras de la cúpula. Pero es un plan más fulminante que los anteriores y, sobre todo, más funesto, porque conduce a la entronización de la dictadura más feroz y oscura de la historia nacional: un régimen que muchos llamaron entonces «la vergüenza de América». Como resultado de una decisión tomada en Washington con la puntual complicidad de las fuerzas domésticas de rigor, es decir, de los traidores dispuestos a venderse al mejor postor y de los aventureros que se quieren convertir en millonarios en un santiamén, Venezuela experimenta el espanto de vivir veintisiete años en una caverna horripilante.
Ahora se piensa en la posibilidad de un tercer capítulo de la participación de los Estados Unidos en la política venezolana, para remendar el entuerto de una dictadura que no hemos podido expulsar partiendo del vigor y de las ganas que tenemos de cambiar de aires en esta ribera del Arauca vibrador cada vez más confusa en sus pasos y en sus oscuranas. En consecuencia, el vistazo que ya termina puede servir como una sinuosa vela que descubra los errores de antaño, tras las ganas de que no reverdezcan los desatinos y las vergüenzas. Pero lo viejo no debe imponerse necesariamente sobre lo viejo, pero el pasado no puede ni debe calcarse en sus desvaríos, pueden decir ahora los entusiastas del auxilio de una potencia poderosa que ahora ha encontrado un líder que parece dispuesto a grandes hazañas, a epopeyas jamás vistas.
Como se me parece tanto a Teddy y como tiene en la oficina oval, al alcance de quien lo quiera ver, frente a las cámaras, un garrote como el de su antecesor, o quizá más contundente y despiadado, más ajustado a las tecnologías y a las aversiones de última generación, no parece probable que nos ofrezca a los venezolanos la dosis de republicanismo, libertad y democracia perdida en los rincones. Más “destino manifiesto” y peor altivez, en su lugar. Amanecerá y veremos.