¿Quién le teme al silencio?

La gente habla, opina de todo incluso de lo que no sabe, pero no dialoga. Permanecen en sí. De ahí que, entre la polvareda de voces que se alzan en las redes, una buena medicina sea el silencio.

Muchos no caen en cuenta de que la bruma que los aqueja en estos tiempos proviene, en gran medida, del cacareo incesante que impide el recogimiento y del trajín que anula la pausa. Mientras las modas de turno, las figuras públicas y el sinfín de opiniones vanas mantienen ocupadas sus lenguas y despilfarran sus minutos, los sabios del mundo están desatendidos y relegados a los márgenes de la sociedad.

No me refiero a los intelectuales, los estudiosos, los ilustrados… hablo de los sabios, los que han encontrado el camino de la vida buena —y aquí cabe matizar la diferencia entre inteligencia y sabiduría, pues la primera puede convivir con la vileza, mientras que la segunda sólo entiende de bondad—. En un primer vistazo, consideraremos que la obsesión por la utilidad y el progreso material nos ha ido alejando paulatinamente de disciplinas que aparentan ser “inútiles” para tales fines. Luego, una mirada más profunda nos revelará que lo que peligra es el espíritu.

La gente habla, opina de todo incluso de lo que no sabe, pero no dialoga. Permanecen en sí. De ahí que, entre la polvareda de voces que se alzan en las redes, una buena medicina sea el silencio. Sabio el que calla, resumen varios proverbios que nos dan a entender que en el mucho hablar se «derrama la desgracia». Eso es lo que pasa: ante la insatisfacción —que es la manera del alma de alertarnos sobre su vacío— muchos se encargan de culpar al mundo y desentenderse de la responsabilidad que tienen sobre ellos mismos.

Entonces sí, el silencio es medicina para el espíritu. Pero no hay que malinterpretar: guardar silencio no es un mero no hablar. No somos islas. Más bien, el silencio enriquece al habla, pues como señala Romano Guardini «se nota en el que habla si viene del silencio», y esto es porque «el recto callar es contrapolo viviente del recto hablar, pertenece a ello como el inspirar al expirar».

Es necesario valorar más el escuchar, el atender cordialmente al otro, desechar la vanidad que nos recluye en nuestro punto de vista —a menudo bastante ignorante y siempre bastante limitado— para enriquecer nuestras palabras.

Al hablar con espíritu recogido, silencioso, las palabras se cargan de sentido, porque en ellas vibran las tramas de relaciones que constituyen cada realidad y acontecimiento.

Alfonso López Quintás.

Pero el problema que tenemos hoy no es tanto el ruido, sino el miedo al silencio, el cual esconde algo más trágico: ¿un miedo a pensar? ¿A enfrentarse a uno mismo? ¿A conocerse?

¿Será un miedo a la verdad?

Y comprendan, la verdad aquí es esencial, porque como enseña Nuccio Ordine: la posesión de la verdad mata a la verdad.

En efecto, quien está seguro de poseer la verdad no necesita ya buscarla, no siente ya la necesidad de dialogar, de escuchar al otro, de confrontarse de manera auténtica con la variedad de lo múltiple. Sólo quien ama la verdad puede buscarla de continuo.

Así, quien se jacta de poseerla no la posee realmente, y mucho menos la ama. Por eso el vano hablar «nos impide abrir la mente y el corazón a cuanto nos apela desde el exterior y nos habla desde nuestra propia interioridad». De esta manera, a quien habla en demasía al creerse en posesión de la verdad, al que no la ama, le pasa algo triste… se le congela el corazón.

Esto nos lo demuestra Santo Tomás de Aquino, que identifica el «derretimiento» como un efecto del amor, mientras que la «congelación» se presenta como su opuesto:

Lo que está congelado, en efecto, es en sí mismo compacto, de manera que no puede ser fácilmente penetrado por otra cosa (…). De ahí que la congelación o dureza sea una disposición que se opone al amor. En cambio, el derretimiento importa un reblandecimiento del corazón, que le hace hábil para que en él penetre el bien amado.

El temor a la verdad proviene de esa frialdad que le bloquea el paso, y denota, ni más ni menos, una falta de amor. Ese es el vacío del que alerta el alma al mostrarse insatisfecha. Diría, entonces, que un gran problema de nuestro tiempo es la abundancia de corazones de piedra, así como el ruido que hacen al chocarse.

La cordial escucha del silencio fecundo, el recto hablar y el amor a la verdad, requieren de un corazón blando. Nadie que haga mucho ruido ostenta verdadera sabiduría. En cambio, seguro que en la sencillez de lo cotidiano hay grandes maestros, sabios que nadie conoce, héroes anónimos que pasan por la vida sin pena ni gloria, pero santamente. Hombres y mujeres que saben, no de la buena vida, sino de la vida buena.

Puede que, incluso, algunos de los sabios más eminentes de la historia no nos hayan legado nada al haber callado bien, como lo creía Mario Briceño-Iragorry:

En silencio, como aves sin voz, se fueron de la vida, y la Historia ha de ignorarlos siempre. Acaso esos que han enmudecido —¡oh dolor del misterio!— son quienes más han visto y quienes pudieran revelarnos lo que apenas nos hacen sospechar los perfectos de la Historia.

En fin, puede que hallar la verdad entre tanto bullicio nos cueste mucho y creo que la razón es muy sencilla: la verdad es silenciosa.

@filosofandosinfiltros

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.