Antecedentes del Destino Manifiesto

La expansión de EE.UU. no solo se basó en su poder militar y económico, sino en la creencia de que era su deber civilizador.

En su famoso Common Sense, publicado en 1776, Thomas Paine proclama el carácter providencial de los Estados Unidos de América debido al papel que jugaría como inspirador o rector de la historia a partir del siglo XIX. El siguiente párrafo resume la orientación del texto:

«El sol nunca brilló sobre una causa más digna. No es cuestión de una ciudad, un condado, una provincia o un reino, sino de un continente (…) de al menos una octava parte del globo habitable».

Los norteamericanos de entonces no solo habían forjado virtudes singulares como colonos de Inglaterra —debido a que eran sus descendientes más preclaros—, sino que también habían captado a tiempo, gracias a su madurez, la misión civilizatoria que les esperaba. Por ese derrotero discurre el texto de Paine, que no debe verse como una expresión aislada, pues es solo un eco del pensamiento que desarrollaban entonces las élites dirigentes de lo que debía ser, según ellos, un modelo de república capaz de cambiar la historia de la humanidad.

Entre esos voceros dignos de atención destacan tempranamente Thomas Jefferson y John Adams. Ya en 1785, metido a profeta, Adams escribió en un periódico la siguiente afirmación lapidaria:

«Los Estados Unidos están destinados, fuera de toda duda, a ser la mayor potencia de la Tierra».

Al año siguiente, Jefferson escribió:

«Nuestra Confederación debe considerarse como el nido desde el cual toda América del Norte y del Sur será poblada».

En 1799, el renombrado geógrafo Jedidiah Morse afirmó en un ensayo, que gozó de mucha difusión:

«Es bien sabido que el imperio ha estado desplazándose de este a oeste. Probablemente su sede última y más vasta será América, el mayor imperio que jamás existió (…) Solo podemos anticipar el período, no muy lejano, en que el IMPERIO AMERICANO abarcará millones de almas al oeste del Misisipi».

En la publicidad de las nacientes repúblicas hispanoamericanas abundan referencias sobre el comienzo de la época dorada que se establecería después de la derrota de los ejércitos españoles, sentencias parecidas a las que se han resumido aquí. Sin embargo, en nuestro caso no hay imperios por edificar ni misiones universales a la vuelta de la esquina. En cambio, sí es una meta plausible en el caso del norte, debido a las facilidades ofrecidas por el despoblamiento de las comarcas vecinas y a la debilidad de los insurgentes mexicanos enfrentados entre sí. De allí la trascendencia que debe concederse a los fragmentos citados, en cuanto fundadores de un designio de expansión sin motivos retóricos.

Pero también debido a una causa trascendental: la voluntad de Dios, nada menos, que fue expuesta por primera vez ante el Congreso por un representante de los estados de la Unión. El diputado John Harper sentenció:

«Parece que el autor de la Naturaleza ha marcado nuestros límites en el sur, en el golfo de México, y en el norte, en las regiones de las nieves eternas».

El representante Harper se quedó corto en el anuncio, pues, de acuerdo con lo que comienza a suceder desde finales del siglo XIX, no eran tan estrechos los límites de la expansión de los Estados Unidos que había pensado la divina omnipotencia. En su disculpa debemos recordar que solo estaba ante el arranque de un proceso que llega hasta nuestros días en términos dramáticos, afincado en las iniciativas de mandatarios como el primer Roosevelt y el actual Trump, sobre los cuales se debe profundizar en escritos próximos.

De momento, quedan para asombro de los lectores los versos del poeta Timothy Dwight, publicados en esta primera época de profecías expansionistas. Dicen así:

«¡Salve, tierra de luz y alegría! Tu poder crecerá
Vasto como el mar, que rodea sus regiones;
Por los enormes ámbitos de la tierra se extenderá tu gloria,
Y naciones salvajes ante tu cetro se inclinarán.
En torno de playas heladas navegarán tus hijos,
O extenderán tu estandarte en los ámbitos del Asia».

Me atrevería a jurar que Trump los leyó en sus años escolares.

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