El miedo a recibir un castigo por expresar lo que todos sabemos sobre la agonía de nuestra nación

Los motivos para que suceda en Venezuela un cambio de rumbo continúan amontonándose en pilas tan grandes que empiezan a ocultar nuestro horizonte, a enmarañar nuestro futuro con nuestro pasado.

Presiento que me estoy convirtiendo en un hombre de principios; no hago sino empezar ensayos que no logro terminar. No soy capaz de ahondar, de profundizar y llegar a conclusiones. Vivo varado en presentimientos que disfrazo de premoniciones.

Supongo, sin orgullo ni vergüenza, estar sufriendo de una creciente falta de fe en la utilidad de mis razonamientos. ¡Qué reveladora y persistente combinación: “razona” y “miento”!

Estamos saturados de argumentos que, por su peso insoportable, se van hundiendo hasta carecer de lógica, de sentido y dirección. Los motivos para que suceda en Venezuela un poderoso cambio de rumbo continúan amontonándose en pilas tan grandes que empiezan a ocultar nuestro horizonte, a enmarañar nuestro futuro con nuestro pasado.

Añádase el soterrado miedo a recibir un castigo por expresar lo que todos sabemos sobre la agonía de nuestra nación. Mientras  más evidente es el drama más peligroso es denunciarlo o, simplemente, comentarlo.

Todo lo que concluye se nos diluye. Me recuerda una vieja adivinanza: “Mentras más cerca más lejos, mientras más lejos más cerca?” La repuesta es la cerca. La cerca que nos tiene cercados se alarga y se encoge como los pliegues de un acordeón.

Nuestro pesimismo y nuestro optimismo terminan siempre en lo mismo.

Anoché lei a Nietszche y hoy me desperté con una picazón en la nariz. El caso es que inicie una búsqueda en la red introduciendo solo dos palabras: “Nietszche” y “nariz”.

Tuve muchsísima suerte. Resulta que Friedrich Nietzsche pensaba que su genialidad residía justamente en su nariz y escribió uno de los pocos elogios que conozco a los valores especulativos del olfato: «Esa nariz, de la que ningún filósofo ha hablado todavía con veneración y gratitud, es hasta este momento el más delicado de los instrumentos que están a nuestra disposición. Es capaz de registrar incluso diferencias mínimas de movimiento que ni siquiera el espectroscopio registra».

Algunos proponen que esta reflexión podría ser un rechazo directo al omnipresente y eterno Immanuel Kant, quien había calificado el olfato como el sentido “menos gratificante” y “más fácilmente prescindible”. Sin embargo, cuando Kant salía a dar sus cronometrados e inviolables paseos, caminaba solo y en silencio, pues necesitaba respirar solo por la nariz y manteniendo la boca cerrada. La compañia de un amigo estropearía esta vía sagrada como orifico respiratorio, pero menospreciaba como instrumento filosófico.

Con respecto al futuro, ¿crees que serás lo que eres o que eres lo que serás?

El filósofo Francis Bradley dice que el presente es aquel momento en que el futuro se vuelve pasado. Me pregunto: ¿Vivimos bajo el flujo de la corriente del tiempo o avanzamos en contra de esa corriente incesante?

Quisiera alistarme en la propuesta de Unamuno: “Nocturno el río de las horas ruge desde su manantial que es el futuro eterno”.

¿Será Venezuela el único país donde quien sale de Caracas dice que va hacia el interior?

Si el dolor siempre trae una pregunta, quizás el placer siempre trae una respuesta.

Los italianos olvidan con la mente (dimenticare) y recuedan con el corazón (ricordare).

La situación ecológica es tan grave que solo nos queda el medio ambiente.

Dicho de otra manera:

Es importante dar importancia al medio ambiente sin olvidar la otra mitad.

Los avances tecnológicos han acabado con buena parte de los locos. Esos tipos que andaban hablando solos por la calle todo lo que necesitaban era un celular.

Un primo mío no solo perdió la virginidad muy temprano, ademas volvió a encontrarla.

Tengo un amigo que lee para despertarse, y se queda dormido.

Por más de medío siglo creí en un argumento que Pascal propuso en 1670:

“Es mejor apostar  a que Dios existe que no hacerlo”.

Este argumento nos plantea que, aunque no podemos estar seguros de que Dios existe, lo racional es apostar por su existencia. Aunque esta posibilidad sea extremadamente pequeña, sería compensada por una gloria eterna, incesante.

De manera que:

Puedes creer en Dios; si existe, entonces irás al cielo.

Puedes creer en Dios; si no existe, entonces no ganarás nada.

Puedes no creer en Dios; si no existe, entonces tampoco ganarás nada.

Puedes no creer en Dios; si existe, entonces no irás al cielo.

Los ateos refutan con más convicción que placer esta apuesta argumentando que la felicidad no es algo inherente a la creencia en Dios. Incluso sostienen que el cristiano reduce la felicidad al suprimir su libertad en base a una moral más revelada que asumida. El ateísmo ofrece una mayor ganancia psíquica al valorar más la inmanencia (lo que somos) que la trascendencia (lo que podemos ser). La vida es un fin en sí misma y debe ser disfrutada al máximo. El tiempo que malgastamos creyendo en Dios es el mayor de los sacrificios en una vida finita.

La bella justicia está mostrando su debilidad cerrando los ojos y, al mismo tiempo, necesitando una espada y una balanza. ¿De qué te sirven una balanza y una espada sino puedes ver?

Son tan absurdas las lecturas rápidas. Las cosas importantes de la vida deben ser lentas. Dormir es quizás la más lenta; pasamos buena parte de la noche inmóviles y, sin embargo, nos hace tanto bien, es tan efectivo, genera tanta energía y ganas de vivir. Todo lo que tiene que ver con el amor también requiere lentitud: los besos, las caricias. La prisa tiende a hacernos terminar. Comer también necesita lentitud. Rellenar el tenedor antes de haber comido lo que se tiene en la boca, no es ni placentero ni digestivo. Las siestas suelen ser cortas pero no rápidas. A las conversaciones les viene bien en un ritmo pausado y algunos episodios de silencio.

A la vida hay que acompañarla escuchando sus ritmos, sus giros, sus sorpresas, sus designios. Ella es la que se encarga de darle un sentido a nuestra existencia.

Tengo una biblioteca de un solo libro: mi mesa de noche. Alguien me pregunta: ¿Y qué hace durante el día tu mesa de noche?. Esperarme.

Amigos profundos son aquellos con los que estoy profundamente en desacuerdo, y podrían tener razón.

Un día un tío me dijo: “¿por qué siempre tienes cara de que te duele la barriga?” Yo tendría unos ocho años. Recuerdo que fue una pregunta particularmente dolorosa por una razón muy sencilla: lo único que no me dolía era la barriga.

No ceo que los libros haya que leerlos, pero sí conviene tenerlos cerca lo más cerca posible, manosearlos, y hasta olerlos de vez en cuando. Me he dormido con un dedo entre las páginas de un libro apoyado en mi pecho y he logrado soñar con su contenido, y hasta saltarme el final.

Mi capacidad de recordar está intacta, pero la de olvidar lo recordado sí está en auge.

Detesto los matrimonios. Me refiero a la ceremonia, al casamiento. No sé bien el por qué, pero ni siquiera en el mío me divertí. No deben ser tan buenos pues casarse dos veces no está bien visto. Nada bueno debe ser irrepetible.

El amor no es ciego.

El amor te ciega.

Un tipo tan egocentrico que cuando escuchaba una ambulancia exclamaba:

“¡Tan mal estoy!”.

Un tipo tan glotón que no paraba de tomar decisiones.

Toda autobiografía es incompleta. Siempre le falta el capítulo final.

El propósito de la memoria no es recordar el pasado (esto es parte de su naturaleza, tanto que no requiere ningún esfuerzo), sino imaginar el futuro.

¿Qué es lo más diferente y lo más parecido a un hombre? Mi respuesta era una mujer, pero mi nieta me dió una mejor: otro hombre. Hay quienes piensan que incluso puede ser uno mismo.

Descubro, para mi horror, que “Caracas” es una mala palabra en portugués: É uma expressão geralmente usada para espanto, susto ou surpresa.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.