
Sobre el intelectual en la vida de la sociedad
"El hombre de pensamiento verdadero, tendrá como primer deber cuidar su rectitud moral, la responsabilidad en el uso de la palabra, la coherencia entre su vida y los valores que profesa".
Al invitarme a este coloquio para conmemorar el centenario de René Girard, Nelson Tepedino —buen conocedor de la obra del maestro francés y de su trayectoria—, me propuso que hablara sobre el papel del intelectual, en particular el intelectual católico, en la vida de la sociedad. Con alguna referencia al caso de Venezuela.
No me planteaba una tarea sencilla, aunque sí de mucho interés y —diría— parte como de un marco apropiado en la conmemoración que nos reúne. Para atender lo mejor posible a su amable invitación, he procurado preparar algunas breves reflexiones, que ahora ofrezco.
1. Cuando nos preguntamos por el papel del intelectual, acaso mejor, del hombre de pensamiento en la sociedad, de inmediato viene a la memoria la figura arquetípica de Sócrates, tal como nos es presentado en la Apología escrita por Platón. En medio de sus conciudadanos, Sócrates asume —así se describe— el carácter de un tábano que mortifica a un caballo, grande y noble, al que su misma corpulencia hace pesado. Traduce entonces la imagen: “Y así, seguiré diciendo: Hombre de Atenas, la ciudad de más importancia en lo que atañe a sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de afanarte por aumentar tus riquezas todo lo posible, así como tu fama y honores y, en cambio, no cuidarte ni inquietarte por la sabiduría y la verdad y porque tu alma sea lo mejor posible?”.
¿Qué efecto pretendía ese preguntar incisivo al que consagraba su tiempo, con descuido de sus propios intereses?. Encaminado a despertar el alma de sus interlocutores, sumidos en el sopor de la vida cómoda y placentera, buscaba en definitiva la salud espiritual de la ciudad.
Sócrates, sin embargo, no entra en política. Piensa que es otra su misión, marcada por el Oráculo de Delfos cuando lo señaló como el más sabio de los griegos. Es la de una voz que mueve a despertar, a reconocer la propia ignorancia y abrirse a la búsqueda de la verdad. Una voz avalada por la integridad de su vida. Por eso puede decir que, de haber participado en política, pronto habría sido suprimido. La anécdota de su rechazo a servir de escolta para conducir a juicio a León de Salamina, en tiempos de los Treinta Tiranos, valida su afirmación. Aun así, su labor de tábano de las conciencias le costará el ser condenado a muerte.
2.Una sociedad —en la expresión de Eric Voegelin— es un cosmion of meaning, un pequeño cosmos de sentido. Los seres humanos buscan en común aquello que consideran bueno, lo que conduce a su realización como personas, y rechazan lo malo y dañino. Así, se unen en sociedad al edificar un orden según justicia, donde se procura que cada uno tenga lo que necesita y aporte lo que le corresponde, de tal manera que se alcance el bien común.
Da su consistencia a la sociedad lo que Platón llamara vínculo divino de opinión acerca de lo bueno y de lo malo. Esa comprensión compartida acerca de cómo hemos de vivir y en qué consiste la plenitud humana, funda la concordia o amistad cívica clave de la unidad social.
Al contrario, cuando la discordia se hace presente porque se oscurece la comprensión del bien común, la sociedad se divide y entra en conflicto. Cada quien, cada grupo luchará para conseguir lo que a su entender es el mayor bien, aun en detrimento de los otros. En el caso extremo, se llega a la guerra civil, que algunos califican como la peor de las guerras.
Ahora bien, la búsqueda compartida de lo bueno, el rechazo de lo malo y la realización de la justicia requieren, para llevarse a cabo, de una autoridad que dirija el proceso social y conserve ese orden que produce la unidad. Ello implica una acción continua porque, al no estar predeterminado el contenido de las acciones de los ciudadanos, las formas del orden social pueden cambiar y, de hecho, cambian en el tiempo. La unidad del orden ha de ser, pues, dinámica.
Por otra parte, el ideal de lo bueno y la tensión del alma hacia los bienes superiores tiende de continuo a decaer. Gravitamos hacia lo corpóreo y lo más inmediato, como las palabras de Sócrates en Atenas ponen de relieve. Basta entonces que, por ejemplo, un grupo de ciudadanos acumule más riquezas y pretenda por ello una mayor participación en el gobierno, para que aquella sociedad decaiga y se divida, pese a un posible esplendor aparente. No es un ejemplo ficticio ni antiguo.
3.Al gobernante —podríamos decir, al rey— toca decidir lo más conveniente para todos. El poder al servicio de la justicia. No está en su mano, sin embargo, conservar en la estimativa de los ciudadanos el amor a los bienes mejores, salvo de manera indirecta. Una decisión acertada al hacer justicia ayuda en esa dirección, al igual que un ordenamiento bueno. Pero una decisión injusta, aun en cosas menores y sin perversa intención, por error, estimula la conducta desviada. Es el caso que vemos de tiempo en tiempo cuando una persona se atreve declarar, por la experiencia que ha tenido: ¿qué provecho saco con ser bueno?.
Entra en juego aquí el hombre de pensamiento —en contraste con el rey, digamos el profeta—, cuyo oficio no es gobernar sino despertar las conciencias. Confrontar con la verdad y mover a la búsqueda de lo mejor. Le toca ver y decir lo visto (J. Marías). Por tanto, a través del cuestionamiento o la exhortación, con una argumentación razonada y palabras significativas, le toca mantener visible ante los ojos de los ciudadanos esa verdad del bien que alimenta la vida de la sociedad.
En tal sentido, su tarea es prepolítica, pero indispensable para el bien común. ¿Le caerá en suerte, como a los antiguos profetas de Israel, hablar contra el pueblo? Acaso sí. En particular, si ocurre —como hoy en día— que fuerzas poderosas imponen un consenso contrario al bien de las personas, para su beneficio económico, su poder y su visión de las cosas. Hablar claro, sin acritud, incluso sin levantar la voz, será entonces un acto de valentía.
En su famoso discurso en Harvard en 1978, Alexander Solzhenitsin se refirió a ello y destacó la necesidad de coraje para decir la verdad. A él, ese discurso le costó el ostracismo en una sociedad norteamericana, que lo había acogido con beneplácito, como testigo de la lucha por la libertad en medio de la opresión soviética. Oían ahora de su boca, la denuncia de los errores en la vida del mundo occidental, lo cual no resultó de su agrado.
Como a él, y con menor capacidad de defensa, a muchos académicos les ha costado su carrera y su reputación decir la verdad.
Para ser capaz de hablar —como Sócrates o Solzhenitsin— se requiere coraje, nos dijo el escritor ruso, un coraje —podemos añadir— que deriva de la libertad interior. Esa libertad personal que se conquista al no tener otra atadura que la verdad misma. Porque, en definitiva, hablamos delante de Dios.
4.Antes de hablar en la ciudad, ese hombre ha buscado asiduamente la verdad. Como diría Platón, con toda el alma. Le han venido las preguntas que marcarán su camino. Y debe buscar respuesta. En ello, se afirmará su vocación, que lo distingue en el conjunto de sus conciudadanos.
Al llegar al Banquete en casa de Agatón, donde expondrá su doctrina acerca del amor, vemos a Sócrates en la puerta, totalmente absorto en sus pensamientos. Así lo describirá luego Alcibíades, cuando narra la prolongada meditación de Sócrates —objeto de curiosidad y admiración— en el campamento militar, con ocasión de la campaña de Potidea.
Tomás de Aquino sabe del oficio del sabio, que debe dar testimonio de la verdad, y usa una fórmula breve: contemplata aliis tradere, entregar a otros lo que se ha visto en la contemplación solitaria.
No asume el pensador por su cuenta la función de guía y maestro. Se ve en conciencia impelido a hablar ante los males —la desorientación y el desconcierto— a los que ha de ponerse remedio para preservar la vida social y, sobre todo, realizar el bien de las personas. Debe comunicar sus preguntas, lo investigado, lo hallado, de tal manera que se retome el rumbo. Sabe que la gente ha de poder interrogarse de nuevo por el sentido de la vida y de intuir al menos a dónde apunta la respuesta.
No es la suya, no puede serlo por la naturaleza misma de su acción, una posición oficial ni un cargo público. Es siempre una función ejercida a título personal y cuando corresponda hacerlo. Será el reconocimiento de sus oyentes lo que le atribuya autoridad a su palabra.
Esto lo llevará a enfrentar a los sofistas.
5.Desde el mundo clásico de Sócrates, Platón y Aristóteles, el pensador, amante de la sabiduría, ha tenido su contrapartida en el sofista: aquel que hace de su saber un medio para ganar dinero y fama, o adquirir poder e influencia, porque en definitiva no busca la verdad. Es relativista, en lo que profesa o en los hechos.
«Intelectual» resulta entonces, un término a menudo desfigurado, por la abundancia de autoproclamados maestros y presuntos guías espirituales, según Eric Voegelin. En verdad, aquel término debería referirse a que la nuestra, humana, es en su nivel superior vida en la inteligencia, donde algunos, acuciados por preguntas que se les hicieron presentes, buscan con ardor la verdad. Por eso preferimos decir hombre o mujer de pensamiento, para evitar la confusión con el sofista.
En una sociedad donde se privilegia el consumo y el espectáculo, por tanto, la utilidad y el placer, por sobre la verdadera realización de la persona, no puede sorprendernos el predominio de los sofistas. No es el menor de nuestros males en la actualidad, puesto que sus voces repercuten con fuerza en la orientación del proceso social. Se privilegia el tener más que el ser, y vamos camino de mayores y más severas confrontaciones entre los pueblos de la tierra.
Será necesario, por tanto, desenmascarar al sofista, descubrir sus medias verdades, denunciar el sentido negativo del proceso en curso. El hombre de pensamiento, verdadero intelectual, tendrá como primer deber cuidar su rectitud moral, la responsabilidad en el uso de la palabra, la coherencia entre su vida y los valores que profesa. Solo de esa manera podrá, a semejanza de Sócrates, exponer la falsedad de los sofistas.
6.Acaso la parte más grave de la posible tarea de un pensador en la vida social sea traer a la consideración de sus interlocutores, el fundamento y el destino trascendente de la existencia humana. Platón nos recordará que la filosofía ha de ser una preparación para la muerte, tránsito a la realidad más verdadera.
Solo en tensión hacia el Bien Absoluto pueden las personas alcanzar su plena estatura humana: su madurez, primero, al alcanzar el orden de los afectos; y, en definitiva, su realización. Sin ello, la cuádruple relación en la que se encuentra nuestra existencia —con Dios, con la naturaleza, con nosotros mismos y con los otros, nuestros semejantes— se falsea. Olvidamos a Dios, hacemos de la naturaleza un mero depósito de recursos para nuestros proyectos, absolutizamos nuestro yo y, en consecuencia, vivimos en conflicto con los demás.
En este campo, la del pensador católico es una situación singular, no comparable en verdad a ninguna otra, por ser testigo de la Revelación y por la gracia recibida.
Dice Pascal, en efecto: “No solamente no conocemos a Dios sino a través de Jesucristo, sino que no nos conocemos a nosotros mismos sino a través de Jesucristo. No conocemos la vida, la muerte sino a través de Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos ni lo que es nuestra vida, ni nuestra muerte, ni Dios, ni nosotros mismos”.
Esta visión cristiana, sin embargo, “tiene la peculiaridad de afirmar y justificar el valor incondicional de la persona humana y el sentido de su crecimiento” por lo cual se puede proponer que “el Evangelio es un elemento fundamental del desarrollo”
Es —decía— un caso singular en nuestra vida porque Jesucristo, redentor del hombre, “es el centro del cosmos y de la historia”, como afirmó con fuerza san Juan Pablo II.
Del depósito recibido, destaquemos entonces dos verdades de suma importancia para la comprensión misma del proceso social.
Primero, la doctrina del pecado: “el hombre creado para la libertad lleva dentro de sí la herida del pecado original que lo empuja continuamente hacia el mal y hace que necesite la redención. Esta doctrina no solo es parte integrante de la revelación cristiana, sino que tiene también un gran valor hermenéutico en cuanto ayuda a comprender la realidad humana”.
Ignorada esta condición, “la política se convierte entonces en una «religión secular», que cree ilusoriamente que puede construir el paraíso en este mundo”. Se pierde de vista que “el recto estado de las cosas humanas, el bienestar moral del mundo, nunca puede garantizarse solamente a través de estructuras, por muy válidas que estas sean (…) nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado”.
Así, en segundo lugar, “la verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, solo puede ser Dios”. Porque estamos destinados a la vida eterna, expresión que “trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida”, en expresión de Benedicto XVI. Referida a un más allá del mundo presente, “precisamente por eso tiene que ver también con la edificación del mundo de maneras muy diferentes según el contexto histórico y las posibilidades que este ofrece o excluye”.
Un hombre de fe sabe, por tanto, que no hay paraíso en la tierra, que la política no es un saber de salvación ni una acción redentora. Con la ayuda de Dios, esa gracia que sana y eleva los corazones, sabe, sin embargo, que podemos mejorar las condiciones de vida y preservar la dignidad de cada persona.
Pero nada de ello se hará sin Dios, menos aún contra Dios.
7.La singularidad de su caso viene también marcada porque su labor intelectual y su palabra no están revestidas de autoridad, como corresponde al Magisterio de la Iglesia, depositaria de la Revelación. Al igual que sus pares, de ahora o de tiempo atrás, habla en su propio nombre para proponer lo que ha visto a la luz de la verdad.
Su campo de trabajo, si podemos hablar así, será el de la inteligencia humana, pero abierta a recibir la luz de la fe. No mezclará las razones, asequibles a todo ser humano, con argumentos de autoridad apoyados en la Revelación. Su labor se sitúa en lo que se ha llamado ‘preámbulos de la fe’, en cuanto trata de cuestiones que permiten, incluso propician, recibir la fe en Jesucristo.
Étienne Gilson pudo señalar cómo “tuvo lugar una sorprendente innovación en la historia de la Iglesia cuando los papas asumieron la enorme tarea de actualizar la filosofía cristiana”. En efecto, muchas encíclicas —“de estilo completamente diferente a las antiguas”—, desde León XIII al papa Francisco, han abordado con sabiduría, autoridad y una audacia doctrinal quizá más fácil para un papa que para cualquier maestro menor, los principales problemas morales y sociales de nuestro tiempo.
Ese corpus, la Doctrina Social de la Iglesia, será para el pensador católico fuente de orientaciones claras, así como una obligante llamada al estudio para propiciar su asimilación y el desarrollo de las cuestiones planteadas por las realidades nuevas.
8.No podemos ignorar que, cuando busca hacer presente la verdad en la vida social, será a menudo “signo de contradicción”. Lo “expulsarán de las sinagogas”, de los lugares de reunión acreditados; sin la marca de la Bestia, “no podrá comprar ni vender”, esto es, tendrá verdadera dificultad para ejercer su oficio.
Le corresponde, sin embargo, vivir aquella palabra de san Pablo: no te dejes vencer por el mal, antes procura vencer el mal con el bien. Será entonces como un fermento, una fuerza ascensional que ayudará a otros a vivir con plenitud, humana y cristiana. Si estos otros son suficientes en número, en un momento dado de la historia, podrán elevar el nivel de la sociedad en su conjunto.
Nunca seguirá el camino ancho del éxito, del triunfo y la aclamación pública. Su contrapartida, el sofista, juega a ello. De un modo u otro, la meta de este es el engrandecimiento personal. So capa de servir y de dar orientación, busca los primeros puestos y la aprobación de los grupos de influencia que saben recompensarlo. No intenta que el poder se modere en busca de la justicia —su meta propia— sino, como hábil spin doctor, busca justificar las acciones, incluso los desmanes, del gobernante. No que este haga el bien, sino que lo que hace en el ejercicio del poder se vea bien.
9.El caso de Venezuela exigiría quizá una argumentación detallada, de la que solo podemos esbozar ahora algunas líneas importantes.
Quizá debamos comenzar por una constatación un tanto negativa. El nuestro, es un medio donde hay un desconocimiento práctico de la vida intelectual: no se sabe bien en qué consiste, cuáles son sus condiciones existenciales ni para qué sirve. Acaso por el predominio del positivismo en nuestra historia, con su prédica de un esfuerzo colectivo hacia el progreso, más un cierto materialismo derivado del impacto de la renta petrolera, lo cierto es que hemos tenido pocos intelectuales, con escaso influjo en la vida social.
No han faltado, eso sí, sofistas, potenciados ahora por el surgimiento del mundo virtual de las redes sociales. Ello acentúa, es penoso decirlo, nuestra orientación a lo que nos viene del extranjero, eso que puede llamarse mentalidad colonial, que más allá de las formas y figuras externas toca a la capacidad de juicio y nos sume en una situación de perpetua dependencia.
Sin embargo, en la tradición civil de Venezuela, esa otra tradición que nos ha permitido por momentos vencer el autoritarismo de caudillos y militares, que da cuenta de la mayor parte de nuestra historia como nación independiente, no han faltado voces con un poderoso alcance en la sociedad. Podemos mencionar el caso arquetípico del maestro Gallegos, en campaña por los caminos del país. Y, más cercano en el tiempo, recordamos el profundo impacto de la palabra de Luis Castro Leiva en el Congreso de la Nación.
Junto a ellos, antes o después, habríamos de situar un conjunto de figuras civiles en las cuales el predominio de la razón y la adhesión a la verdad fue práctica cotidiana. No todo ha sido negativo.
10.Es el nuestro un tiempo signado por la dictadura del relativismo y un empeño constante en transgredir el límite de nuestra condición de creaturas. Ante una voluntad que se concibe sin atadura alguna, ese límite constitutivo aparece ahora como una limitación, que lograremos superar por el desarrollo tecnológico.
Tales ingredientes no conducen a la afirmación de la persona y su verdadera libertad, sino al totalitarismo.
Tiempo oscuro, cuando la amenaza de guerra atómica no es un simple temor infundado. Cuando el despliegue de la técnica, ahora con la Inteligencia Artificial, presagia severas dificultades en la sociedad, acaso una nueva esclavitud.
Pero, ¿cómo sorprenderse de todo ello si hemos llegado a presenciar que naciones, paradigmas de la razón ilustrada, declaran el aborto como un derecho humano, de rango constitucional?
Será necesario, más que nunca, alimentar la esperanza y, en primer término, en el corazón mismo de los hombres de pensamiento.
Al impulso connatural de comunicar la verdad a aquellos con los que se comparte esa “unidad de propósito” que edifica la sociedad, se añade la percepción de la gravedad de la hora.
Razón de más para volver a los fundamentos mismos de la razón y abrir la conciencia a Dios, señor de la historia.