
Carlos Alfredo Marín: “Los miedos de hoy provienen de las experiencias del gomecismo y el perezjimenismo”
En su nuevo libro “Divino temor: Iglesia, miedo y guerra en Venezuela”, el historiador aborda un aspecto al que la historiografía nacional pareciera haber ignorado: el miedo como herramienta política , un enfoque que nos permite mirarnos desde nuestro presente
Temor. Esa palabra de cinco letras que pronunciamos con regularidad los venezolanos del presente, sobre todo después del 28 de julio de 2024, viene del latín timor y significa miedo. Se trata de una emoción que, aparte de acompañar a los seres humanos desde siempre, ha cobrado interés para los historiadores de todo el mundo, al menos desde el último siglo. En nuestro caso, el acercamiento es tardío y lo ha hecho Carlos Alfredo Marín.
Marín es historiador, egresado de la Universidad Central de Venezuela y en 2023 obtuvo una mención especial en la novena bienal del Premio de Historia Rafael María Baralt, auspiciado por la Academia Nacional de la Historia y la Fundación Bancaribe. Su obra Divino temor: Iglesia, miedo y guerra en Venezuela, la cual puede descargarse de manera gratuita a través de la Biblioteca Digital Bancaribe, es pionera en el abordaje del tema.
Después de años de consulta en archivos y de una investigación acuciosa en varios centros de documentación, se publica este trabajo que mira, desde otra óptica, la época más estudiada y analizada en la historiografía: la de la independencia, ahora desde un enfoque centrado en los miedos más profundos de sus protagonistas: conocidos y anónimos, militares y civiles, realistas y republicanos; y lejos de omisiones interesadas.
La obra toma como objeto de estudio el papel de la Iglesia y sus integrantes durante el proceso: destaca el papel que jugaron los diferentes miembros del clero frente a la contienda, las numerosas vicisitudes que se presentaron, como el funesto terremoto del 26 de marzo de 1812, y cómo la religión servía como mecanismo de control social en una sociedad que luchaba por deslastrarse de las tradiciones monárquicas y coloniales.
Pese a tratarse de una obra vinculada a la historia social, es evidente que el componente que más resalta en la investigación es esencialmente político: el temor que le tienen a Dios y, desde luego, al sistema republicano que se ensaya a partir del 5 de julio de 1811. Ese temor, como comentábamos al comienzo de estas líneas, ha continuado a lo largo de los siglos y se volvió más visible con la jornada electoral del 28 de julio de este año.
–¿De dónde viene el interés por estudiar el miedo?
–Mi relación con el miedo proviene de mi infancia. Cuando era chamo mis tíos me contaban relatos de fantasmas. Luego entendí que esos temores eran amenazas para que obedeciera en casa. El miedo lograba cambiar mi conducta a través de las creencias. Años después, ya estudiando la carrera de Historia en la Universidad Central de Venezuela, encontré la misma sensación de mi infancia leyendo los Memoriales sobre la independencia de Venezuela del arzobispo Narciso Coll y Prat. En ese testimonio empecé a entender el papel de las creencias en el terremoto del 26 de marzo de 1812. Eso me hizo clic. Aunque esa coyuntura ha sido bastante estudiada, me di cuenta que faltaba investigar aún más sobre la mentalidad de nuestros ancestros frente al discurso del miedo. El miedo fue, en la guerra, una herramienta política. La Iglesia lo utilizó para defender a la monarquía y su doctrina. Eso sembró en mí la hipótesis de que el miedo podía ser historiable si estudiaba la moral religiosa y la relación de los sujetos al orden divino y terrenal.
–Estudiar el miedo no es común entre los historiadores del país; digo, no es convencional dentro de la historiografía venezolana. ¿Fue un desafío para usted?
–Sí. Tuve que armarme una especie de aparato metodológico y teórico para poder comprobar el estudio. Leí filosofía, psicología, política y antropología. El resultado fue un “modo de ver” o una “perspectiva”, como lo denomina el maestro Jean Delumeau, quien ha sido mi guía en este proceso. Al no ser un tema muy transitado, tomé el riesgo de aventurarme y entender la guerra de independencia en clave de amenazas, seguridades, incertidumbres, etc. Recuerda que cuando hablamos del miedo o el temor, nos referimos a creencias, emociones y cosmovisiones de la realidad. Es una perspectiva que revela la condición humana del pasado, y por qué no, la del presente.
–¿Cómo se utilizó el miedo durante la guerra de independencia?
–Se utilizó de varias maneras. Pero antes de tocar ese punto, debo decir que el miedo se señala desde una posición del mundo, ya sea individual o grupal. A su vez, puede infundirse y trasmitirse, así como lo hicieron mis tíos en mi infancia. En el caso de la guerra, el miedo estuvo en dos sectores irreconciliables hasta cierto punto. A grosso modo: por un lado, el partido realista, que defendía al monarca y la Iglesia; y por otro, el partido republicano, que sostenía las ideas liberales, ilustradas y revolucionarias. Cada segmento en pugna señaló las amenazas: por un lado, a los religiosos les produjo terror el libertinaje del ateísmo, el escándalo de la revolución y el caos de una sociedad sin rey ni Dios; por el otro, a los patriotas les desagradaba el oscurantismo del Antiguo Régimen, la explotación del vasallaje y el yugo intocable de los reyes católicos. En el caso de la Iglesia, el miedo era parte consustancial de la doctrina durante tres siglos de colonia: se enseñaba en las escuelas, se bombeaba en la vida privada y se utilizaba como parte de un control moral. Por tanto, más que una herramienta, era el sostén de todo un orden político, social y cultural. Los republicanos, en cambio, una vez en el poder desde 1810, hicieron lo propio: se obligaba a experimentar las virtudes morales de la república, se obligaba a asistir a los alistamientos, se practicaba los fusilamientos. El miedo patriota se convirtió en un deber marcial. En ambos lados, estaba el miedo y la violencia, la amenaza y la orden.
–¿Ha sido utilizado en otros períodos de nuestra historia? Me refiero a momentos como la Guerra Federal o los otros episodios del siglo XIX.
–Por supuesto. El miedo ha sido nuestro acompañante desde hace siglos. Las amenazas históricas cambian de ropaje, pero tienden a ser las mismas en su esencia. Por ejemplo, el miedo al caudillismo luego de la disolución de la Gran Colombia en 1830. Cada temor genera, por antonomasia, su remedio y su propia trampa. Porque los que temían la presencia del caudillo o el “hombre fuerte” –como lo fue José Antonio Páez o José Tadeo Monagas– otros lo aprobaban para frenar al caos y la anarquía. El temor estaba, de hecho, en la vida cotidiana de hombres y mujeres cuando se aproximaba la turba armada a los pueblos y villas, cuando se quemaban las cosechas y se confiscaba lo sembrado, cuando cundía la peste, el hambre y la pobreza. En la Guerra Federal a partir de 1859 y en las revueltas armadas que vienen después hasta la aparición de los andinos en 1899 se expresó el miedo en todas sus facetas: como un mal que carcome el conjunto material y social de una república que se apuñalaba a sí misma.
–Siempre que se habla de miedo, también se suele hablar de Juan Vicente Gómez y de Marcos Pérez Jiménez. ¿Fue el miedo un elemento clave en el sostenimiento de estas dos dictaduras del siglo XX?
-Los miedos de hoy provienen de las experiencias concretas del gomecismo y el perezjimenismo. Me refiero a la persecución, la censura, la tortura, el asesinato, la negación del otro y el destierro. Guardando la distancia, aquellos gendarmes utilizaron el poder y las armas para controlar y dominar al colectivo. Usufructuaron la renta petrolera, abonaron una clase dirigente y argumentaron que la mano dura era necesaria para la estabilidad, el orden y la paz. Detrás de la fachada del “orden” se instalaron sistemas del terror donde se criminalizó la disidencia en todas sus manifestaciones. Esos referentes dejaron profunda huella en generaciones de políticos, intelectuales, trabajadores, obreros, estudiantes, maestros. Mujeres y hombres de carne y hueso murieron. Y esas huellas de dolor nunca se van porque nos nutre como colectivo. Aquellas luchas contra los déspotas se reactualizan hoy, pleno siglo XXI, contra el mandón de turno.
–Luego vamos con el siglo XXI, pero primero: ¿hubo miedo en democracia? ¿A qué le teme la gente en democracia?
–Fíjate que la democracia es un sistema de gobierno que mantiene a raya las pasiones destructivas. El civismo, la alternabilidad, la justicia, la equidad, el respecto al otro, la independencia de poderes, el acceso al voto, todo eso mantiene a raya al miedo. De hecho, la democracia es un sistema que civiliza al hombre. Cuando se elige vivir en democracia se debe tener conciencia de dos cosas: uno, de sus virtudes, derechos y deberes; y dos, de las fuerzas que la amenazan: el personalismo, el autoritarismo, el populismo, el militarismo, etc. En el siglo XX venezolano, por ejemplo, las amenazas a la democracia contemporánea prefijaron en la mentalidad colectiva el miedo a los militares y al personalismo exacerbado. De allí que Rómulo Betancourt se encargó, a partir de 1958, junto a otros líderes de otras tendencias políticas, de mantener a raya a esos dos fantasmas construyendo un sistema coaligado capaz de dejar de lado aquellas tentaciones que están, para bien o para mal, en nuestra cosmovisión como pueblo. De esas dos presencias amenazantes nació el chavismo.
–Justamente a eso quería llegar. En 1998, los venezolanos votaron diferente, al menos de como venían haciéndolo hacía décadas. ¿Esa decisión, pudiera decirse, fue estimulada por el miedo? Porque la abstención se debió más a la apatía, a lo que muchos han llamado como “antipolítica”.
–El ascenso de Hugo Chávez se dio en un contexto de malestar colectivo. En 1998 una gran parte del país se opuso a la candidatura del teniente coronel porque, efectivamente, cristalizaba los temores que podían demoler la democracia –que si bien imperfecta y cuestionada– llegó ser modelo en América Latina. Podría decirse que no bastó el miedo al militarismo, tampoco al discurso polarizante que prometía erradicar a las “cúpulas podridas”. A veces el miedo no basta: cuando aparece el líder carismático, la masa le cede todo el poder. ¿Por qué se decidió abrazar el peligro que representaba la presencia de Chávez en un país rentista como Venezuela? Quizás sea una de las paradojas que los humanistas deberían plantearse responder luego de un proceso político que ya cuenta 26 años. Sin embargo, no soy juez para describir desde qué posición los venezolanos votaron por el chavismo no una vez, sino muchas veces desde 1998. Lo que sí queda de tarea para los investigadores es reflexionar sobre el papel de las emociones colectivas en el auge y consolidación de estos personajes en nuestra historia. También queda de tarea examinar la utilización del miedo en la llamada “revolución bolivariana” y cómo está influyó en la epidermis de la sociedad venezolana. Sabemos que el chavismo se autopropagó –como un modelo ideológico y político concreto atado al personalismo– no sólo a través de un discurso que criminalizó al otro, sino que construyó un profundo sistema de amenazas internas y externas que funcionaron y siguen funcionando para atornillarse en el poder. Maduro es solo una consecuencia directa.
–26 años después, las cosas no han mejorado, al contrario: hoy parece haber más miedo. ¿Somos capaces de superarlo como lo hicimos en el pasado?
–En efecto, el miedo es palpable en la sociedad actual. Muchos opinadores de oficio que están en el exterior, se burlan de nosotros porque no salimos a protestar “masivamente” hasta desalojar del poder al dictador. No hay empatía, tampoco respeto y consideración a los miles de presos políticos, a los torturados ni a los caídos. Aquí se desaparece a la gente. Aquí hay una censura tremenda. Hay barrios en Caracas donde los esbirros marcan con una “X” a los que no apoyan el dictador. Son cercos reales: el que protesta, cae en desgracia. Hay peligro de muerte. El miedo es, por encima de todo, una pulsión de autoconservación ante eso que nos corrompe y perturba. Gracias al miedo el pueblo conserva sus fuerzas para una lucha que late en el corazón de las calles, barrios y urbanizaciones. ¿Hasta cuándo? ¿Será capaz de superar el miedo? Es complejo asomar algunas respuestas. Lo que sí sé es que la valentía –una virtud que también escribe la historia universal– tiene sus propias maneras de actuar. Porque la valentía es un actuar a pesar del miedo. Los venezolanos han demostrado que han salido de túneles oscuros a lo largo del siglo XX. Salimos de Gómez y de Pérez Jiménez a un costo tremendo. El miedo está allí hasta que una chispa incline el plano hacia la valentía. Lo que pasa es que el miedo se retroalimenta de la desesperación, la incertidumbre. Pero nada está perdido y mucho menos decidido. Todo está por escribirse.